La vida del Buscón

La vida del Buscón Resumen y Análisis Libro segundo, Capítulos I-II

Resumen

Capítulo I: “Del camino de Alcalá para Segovia, y de lo que me sucedió en él hasta Rejas, donde dormí aquella noche”

Llega el día en que Pablos se va de Alcalá. Lo hace en secreto, asegurándose de vender sus cosas y de juntar dinero para irse por la noche. Deja así, sin saldar, las deudas contraídas con el zapatero, el ama y el huésped de su posada. Pablos se jacta de ser un tramposo y piensa en cuánta gente habrá dejado llorando por su partida y a cuánta riéndose de su salida silenciosa.

Durante el camino a Segovia, se encuentra con un arbitrista de gobierno, esto es, que arbitra soluciones descabelladas para los problemas públicos. Pablos y el hombre se vuelcan a una conversación propia de pícaros, en la que Pablos descubre los alcances ridículos de las ideas del hombre. Una de ellas, por ejemplo, está en arbitrar para el Rey el modo de ganar Ostende, una ciudad de Países Bajos que recibe ayuda de los ingleses por vía marítima. El arbitrista concibe el plan de chupar con esponjas toda el agua de ese mar, que es el impedimento para la dominación española sobre esa ciudad. Pablos larga una carcajada cuando escucha el plan, y el hombre le dice que todas las personas a las que se lo contó han reaccionado con el mismo contento. Los planes que el hombre le cuenta son tan disparatados que Pablos ya no atina a contradecirlo, porque el otro, para todo, tiene una respuesta ridícula, con lo cual concluye que nunca vio a alguien tan demente en su vida. Finalmente, al llegar a Torrejón, los caminos de ambos viajeros se bifurcan.

Pablos continúa su camino y se encuentra a un hombre que mira un libro y traza unas rayas que mide con compás, mientras da vueltas y saltos. El joven se lo queda mirando, pues sus movimientos le resultan inentendibles pero encantadores, hasta que el hombre, al verlo, trastabilla y se cae al piso. Pablos lo ayuda a levantarse y el hombre comienza a hablar de geometría. Pablos le pregunta qué materia profesa, a lo que el otro responde que es maestro de esgrima, arte que se combina con matemática, teología, filosofía, música y medicina. Pablos se ríe y se burla de él, y luego le confiesa que no entiende nada de lo que dice. El hombre le responde que sus conocimientos surgen de un libro de Luis Pacheco de Narváez, que dice milagros, y le asegura que pronto lo verá hacer las maravillas allí aprendidas.

Los dos personajes llegan a Rejas y se alojan en una posada cuyo huésped, al escucharlo hablar, repara también en la extrañeza del maestro de esgrima. Enseguida, este le pide al huésped unos asadores para hacer unos ángulos. El huésped, creyendo que los ángulos son una especie de ave desconocida, se ofrece a asarlos él mismo. Pero el maestro lo corrige, explicándole que no quiere los asadores para asar sino para esgrimir, y le asegura que hará un espectáculo que será lo mejor que vio en su vida. Como los asadores están ocupados, el huésped le ofrece al hombre dos cucharones.

Pablos nunca ha visto nada tan digno de risa como el espectáculo que monta el hombre con los cucharones. Orgulloso de sus procedimientos, el maestro critica las estupideces que enseñan los demás maestros de esgrima, que lo único que hacen bien es beber. Apenas dice aquello, sale de una habitación un mulato de gran contextura y aspecto feroz, con una cicatriz en el rostro y una daga en la mano. El mulato dice ser un examinado en la materia y quiere desafiar al maestro loco, que ha ofendido a quienes profesan la destreza. Pablos intercede, asegurando que el maestro no quiso ofenderlo, pero el mulato insta al maestro a soltar los cucharones y pelear de verdad. El loco comienza a revisar su libro en busca de respuestas y menciona distintos ángulos, pero el mulato, que no entiende tampoco nada de lo que el maestro dice, arremete contra el hombre, que sale corriendo, despavorido. Pablos y el huésped, que no pueden parar de reírse, interceden para evitar la pelea y consiguen resguardar al maestro en una habitación.

Al día siguiente, pagan la posada y se disponen a partir.

Capítulo II: “De lo que me sucedió hasta llegar a Madrid, con un poeta”

Pablos continúa su camino rumbo a Madrid. Se despide del maestro de esgrima, que le pide que no cuente a nadie de los altísimos secretos que le comunicó sobre su destreza. Pablos le promete hacerlo, pero luego se ríe de la ocurrencia.

Viaja varias leguas sin encontrar a nadie, y piensa en las muchas dificultades que tiene para profesar honra y virtud, pues debe primero ocultar la poca de sus padres. Pablos se siente orgulloso de tener esos buenos pensamientos honrados, y piensa que es mayor el mérito suyo, pues se esmera por alcanzar la virtud sin haber tenido ningún modelo del que aprender.

En el camino, Pablos se encuentra con un clérigo muy viejo que va a Madrid. Al enterarse de que el joven viene de Alcalá, el viejo maldice esa ciudad y dice que allí faltan hombres doctos. Insiste en que son todos brutos, pues no le premiaron unos poemas que escribió para un concurso poético. Para demostrar su punto, el clérigo comienza a leer sus poemas a Pablos. Este, de inmediato, confirma que se trata de piezas malas, de dudoso valor estético. Mientras el clérigo se dedica a elogiar sus propios versos y a ensalzar los méritos y esfuerzos en su ejecución, Pablos intenta contener la risa y se dedica a burlar al viejo, impostando un asombro exagerado por sus poemas. Pero el viejo no acusa recibo del tono jocoso del joven y se entusiasma cada vez más con los elogios de aquel.

Al ver que el viejo sigue mostrándole poemas cada vez más extensos, Pablos intenta desviar la conversación hacia otros asuntos, pero el clérigo logra asociar todos esos temas nuevos a alguno de sus poemas. Resignado, el joven se lamenta de no poder nombrar nada que el viejo no haya convertido en versos disparatados, hasta que, a lo lejos, ve Madrid y se alegra, convencido de que allí el hombre sentirá vergüenza y se callará. Pero resulta al revés, porque al entrar en las calles de Madrid, el viejo comienza a alzar la voz para hacerse escuchar. Pablos le suplica que se calle y le asegura que allí los poetas están prohibidos, por haber sido declarados locos en una premática. El clérigo le pide a Pablos que le lea esa disposición legal y él le promete hacerlo apenas lleguen a su posada.

Al llegar a la posada donde el viejo suele alojarse, se encuentran con doce ciegos que, al percibir la llegada del clérigo, lo reciben con alabanzas y le pagan para que el viejo les pronuncie oraciones en verso. Al ver ese espectáculo, Pablos se lamenta de esta vida miserable en la que los locos ganan de comer gracias a otros locos.

Análisis

En estos dos capítulos, Pablos emprende su viaje solo por primera vez, rumbo a Segovia. En el trayecto, se encontrará con distintos personajes locos y dignos de risa. Aquí, abandona Alcalá, a donde acudió en compañía de don Diego, y comienza una nueva etapa de su vida. El protagonista dice que con este viaje se cierra “la mejor vida que hallo haber pasado” (73), lo cual bien puede ser cierto o tratarse de un comentario irónico de Pablos en referencia a las desgracias vividas.

Su partida de Alcalá está marcada por una picardía de Pablos: parte por la noche y en secreto para no tener que pagar las deudas contraídas. Se imagina la sorpresa de aquellos a quienes dejó sin pagar: “¿Quién contara las angustias del zapatero por lo fiado, las solicitudes del ama por el salario, las voces del huésped de la casa por el arrendamiento?” (73). Una vez más, el dinero es un elemento determinante en el vínculo del protagonista con otros personajes. Coronando su picardía, Pablos se imagina que muchos se referirán a él como a un trampista, y se refiere irónicamente a la buena fama que ha adquirido en ese pueblo: “Al fin, yo salí tan bienquisto del pueblo, que dejé con mi ausencia a la mitad de él llorando, y a la otra mitad riéndose de los que lloraban” (73). Es evidente que el llanto no es precisamente por su buena fama, sino justamente porque ha estafado a más de uno allí.

De camino a Segovia, Pablos se encuentra a tres personajes extravagantes. El primero es un hombre loco que se jacta de ser arbitrista, esto es, un asesor del Rey que propone soluciones disparatadas para problemas públicos. Una de sus propuestas tiene que ver con un suceso histórico que marcó la época de Quevedo: la conquista de Ostende, ciudad portuaria de Países Bajos que los españoles querían controlar por su valor estratégico sobre el mar del Norte y la región de Flandes. La ciudad estaba rodeada de canales, que servían de puntos defensivos, por lo que su toma fue difícil. El asedio español se extendió desde el año 1601 al 1604. El plan ridículo que propone el arbitrista consiste en chupar con esponjas toda el agua del mar para hacerlo desaparecer. Pablos se burla de los disparates del hombre, pero este no se da cuenta. Al contrario, cuando Pablos se ríe de él, asume que es una señal de aprobación a sus ideas: “A nadie se lo he dicho que no haya hecho otro tanto, que a todos les da gran contento” (74). Finalmente, Pablos deja de contradecir al hombre y concluye: “No vi en mi vida tan gran orate” (75).

Luego de despedirse de ese loco, Pablos se encuentra a un hombre que se dice maestro de esgrima, y que parece obsesionado con cuestiones de geometría y matemática sacadas de un libro de esgrima. Ese libro es Grandezas de la espada (1602), de Luis Pacheco de Narváez, un autor famoso con quien Quevedo estaba enemistado. En este capítulo, Quevedo se burla de los disparates de ese libro, del que finalmente el narrador concluye: “el libro que alegaba mi compañero era bueno, pero hacía más locos que diestros, porque los más no lo entendían” (79).

Efectivamente, Pablos no entiende una palabra de lo que el hombre le dice, inspirado por ese libro, y por eso se ríe y se burla de aquel. En la posada de Rejas, el maestro lleva adelante un espectáculo de esgrima que, asegura al huésped, valdrá más “que todo lo que ha ganado en su vida” (77). Pero el efecto resultante es diametralmente opuesto al esperado, lo cual pone de manifiesto su locura y evasión de la realidad. Para su demostración, pide un par de asadores, pero el huésped solo consigue dos cucharones, lo cual anticipa el efecto burlesco que tendrá el espectáculo. Efectivamente, Pablos, al ver la danza con cucharones, señala que “no se ha visto cosa tan digna de risa en el mundo” (77).

El efecto irrisorio también se consigue con la interpretación equívoca que hacen los personajes de los disparates geométricos que enuncia el maestro. Así, cuando pide los asadores para hacer unos ángulos, el huésped le dice que jamás oyó hablar de esa clase de aves llamadas “ángulos”. Más adelante, el equívoco se repite cuando el mulato malinterpreta lo que su rival le menciona, y confunde los ángulos obtusos con personas: “Yo no sé quién es Ángulo ni Obtuso, ni en mi vida oí decir tales nombres” (78).

Por último, lo burlesco también surge de la reacción cobarde que tiene el maestro de esgrima frente al desafío del mulato: primero acude a su libro, en busca de respuestas, y cuando el mulato se le echa encima y lo ataca, el maestro sale corriendo. Irónicamente, quien decía ser el más docto en esa destreza y conocedor de los mejores procedimientos para esgrimir, termina huyendo y debe ser asistido por Pablos y el huésped, que lo ponen a resguardo en una habitación.

Luego de despedirse del maestro de esgrima, Pablos viaja un tramo sin acompañantes y aprovecha para reflexionar sobre la virtud y la honra, lo cual constituye un tema recurrente en la novela, y un tópico propio de la novela picaresca. En este género, el pícaro suele referir el relato de su vida a un interlocutor, haciéndolo testigo de las peripecias que ha atravesado y de su ingenio para superarlas. En este sentido, el pícaro suele hacer mención de la virtud y el mérito que significa llegar a buen puerto para una persona humilde como él, sin una herencia ni la suerte a su favor. En la novela de Quevedo, Pablos se enorgullece de su preocupación por la honra y la virtud y recurre a la idea del mérito: “Más se me ha de agradecer a mí, que no he tenido de quien aprender virtud, ni a quien parecer en ella, que al que la hereda de sus abuelos” (81).

Enseguida se encuentra al tercer personaje loco de este viaje: un clérigo muy viejo que dice que los hombres de Alcalá y de Madrid son brutos pues no le han premiado sus poemas en un concurso del que participó. Para demostrarlo, el clérigo comienza a recitar sus poemas a Pablos, quien pronto corrobora la falta de talento que hay en ellos: se refiere a ellos como “una retahíla de coplas pestilenciales” (82) y comienza a burlarse del viejo. El clérigo enaltece hiperbólicamente el valor poético que hay en sus versos: “Mire qué misterios encierra aquella palabra pastores: más me costó de un mes de estudio” (82), pero la apreciación resulta ridícula, pues el lector comprende que no hay razón para que una palabra tan sencilla merezca tanto tiempo de estudio. También el viejo exalta la absoluta novedad de sus versos, asegurando que “no se ha hecho otra tal en el mundo, y la novedad es más que todo” (83), lo cual hace sospechar sobre la falta de buen juicio del clérigo. Pero el tono irrisorio alcanza su clímax cuando menciona los novecientos y un sonetos que escribió en homenaje a las piernas de su dama. Pablos, sorprendido, le pregunta si vio las piernas de esa dama, y el clérigo responde que “no había hecho tal cosa por las órdenes que tenía, pero que iban en profecía los conceptos” (84). Resulta jocoso, entonces, que el clérigo tenga tanto para decir sobre meros conceptos imaginados.

Pablos se espanta de la extensión de los poemas, y se burla diciendo de uno de ellos que “tenía más jornadas que el camino de Jerusalén” (83). A partir de la risa del protagonista, y del tono desmesurado del clérigo, el lector entiende que la visión del viejo es ridícula, lo cual da lugar a una nueva ironía dramática: el viejo es incapaz de identificar el tono burlón con que Pablos se dirige a él y el hartazgo que comienza a sentir después de un rato de conversación. De hecho, cuando Pablos intenta desviar la conversación, el viejo, ajeno a su cansancio, encuentra en esos nuevos temas excusas para seguir refiriéndose a sus poemas, lo cual agrega el efecto hiperbólico de que el viejo ha escrito nimiedades sobre absolutamente todo: “no podía nombrar cosa a que él no hubiese hecho algún disparate” (84).

Al llegar a Madrid, Pablos le advierte al poeta acerca de la premática que prohíbe allí a los poetas, por declararlos locos, y consigue que, apesadumbrado, el viejo abandone su recitado. Pero al llegar a la posada donde el clérigo suele hospedarse, Pablos se lleva la sorpresa de que un grupo de doce ciegos se abalanza sobre él y le ofrece dinero por sus oraciones en verso. Al ver aquello, Pablos se lamenta de la injusticia de la vida, que permite al viejo hacer rentable su locura y cobrar por ella: “¡Oh, vida miserable! Pues ninguna lo es más que la de los locos que ganan de comer con los que lo son!” (85). Otra vez, el dinero se presenta para el joven como un tema de preocupación. La evidencia de que el loco es más capaz que él a la hora de conseguir dinero parece desilusionarlo en gran medida.