El llano en llamas

El llano en llamas Resumen y Análisis “El llano en llamas” y “¡Diles que no me maten!”

Resumen

“El Llano en llamas”

Esta historia comienza con un epígrafe de una balada popular, que hace alusión al modo en que la Revolución mexicana dio lugar a movimientos sucesivos que eran bastante independientes de sus impulsos originales y que eran difíciles de controlar. El narrador de este cuento, Pichón, describe el destino de uno de esos grupos, el de Pedro Zamora.

El narrador es un miembro de la banda de revolucionarios de Pedro, y su relato comienza con un grito de guerra de los soldados federales en apoyo de su general, Petronilo Flores. Los soldados están en un barranco mientras que los revolucionarios están arriba, y tras unos momentos La Perra, uno de los hombres de Pedro, reúne a los cuatro hermanos Benavides (Los Cuatro) para ir a hacer una misión de reconocimiento. Mientras, el resto de los hombres los esperan desde su posición.

De pronto suena un disparo y los hombres de Pedro escuchan un tiroteo. El Chihuila se levanta para ir a ver qué ha pasado. Un rato después, los soldados aparecen frente a los hombres escondidos pero pasan de largo, sin saber que los están observando. Los hombres de Pedro apuntan y, a su señal, disparan contra los soldados, abatiéndolos con bastante facilidad. Pero enseguida, los revolucionarios reciben fuego desde detrás de su posición y empiezan a correr hacia el otro lado de la valla, y algunos de ellos son alcanzados por las balas. Llegan a la barranca y bajan rodando mientras siguen escuchando el grito de guerra.

Jadeantes, los hombres permanecen agachados detrás de unas piedras y miran a Pedro Zamora para ver qué quiere hacer. Pedro permanece en silencio, contando a los hombres que quedan: faltan once o doce, sin contar los que se fueron antes de la emboscada. Los Joseses, los dos hijos de La Perra, caminan de un lado a otro hasta que Pedro les dice que no se preocupen, que encontrarán a su padre. Pero las tropas federales mantienen inmovilizados a los revolucionarios durante toda la tarde. Cuando llega la noche, El Chihuila regresa con uno de Los Cuatro, pero no puede precisar si los soldados se han ido.

Pedro llama al narrador y le encarga ir a Piedra Lisa con Los Joseses a ver qué ha pasado con La Perra. Si llega a estar muerto, deben enterrarlo con los demás; los heridos, en cambio, los dejarán para que los tomen los soldados. Cuando el narrador llega al corral donde estaban los caballos, no queda ninguno, porque los federales se los han llevado. Pronto encuentran los cadáveres de Los Cuatro, apilados unos sobre otros. También encuentran otros cadáveres, pero ni rastro de La Perra. Especulan que los soldados se lo habrán llevado cautivo para mostrárselo al gobierno.

Unos días más tarde, la banda de Pedro se encuentra con Petronilo Flores en el cruce de un río. El narrador consigue escapar de una matanza general hundiéndose bajo su caballo muerto en el río hasta llegar a la orilla aguas abajo. Tras este encuentro, la banda de Pedro pasa desapercibida durante algún tiempo. Como resultado, vuelve la paz a la Gran Llanura y ya nadie teme a Pedro y sus hombres.

Pero esa situación no dura demasiado. Pronto llega Armancio Alcalá al escondite de Pichón en el Cañón de Tozín. Alcalá lleva una montaña de rifles y se propone llevar a Pichón y los demás hasta San Buenaventura, donde los espera Pedro Zamora. Sin embargo, antes de llegar, se dan cuenta de que los ranchos están en llamas y se encuentran con muchos caballos que arrastran hombres muertos. Detrás, aparece Pedro con un conjunto de gente a caballo. El narrador se complace de ver que Pedro tiene más hombres que nunca, más que durante los buenos tiempos, cuando se levantaron de la tierra para llevar el terror a la Gran Llanura. A continuación, queman San Pedro y continúan hacia Petacal. Es la época de la cosecha del maíz, y Pichón se complace en ver arder los maizales secos.

Finalmente, las tropas federales llegan, pero esta vez no pueden matar a los hombres de Pedro tan fácilmente. Los hombres de Zamora tienden una emboscada a los federales, que luchan con más fuerza que los soldados de antes. Estos nuevos soldados son valientes y profesionales, pues vienen de las tierras altas de Teocaltiche.

Pichón propone que sería mucho más fácil asaltar los ranchos en lugar de intentar emboscar a los federales. Como resultado se dispersan, haciendo más daño que nunca. Prenden fuego muchos pueblos y los soldados no logran evitarlo. En El Cuastecomate los hombres de Pedro juegan a los toros con los soldados y los matan de forma lúdica. En esa escena, los revolucionarios matan a ocho soldados con una navaja.

Pronto, gente de otros lugares, incluidos los indios, se unen a los revolucionarios. Los indios resultan ser de los más devotos de Pedro, incluso a veces les traen las mejores mujeres de los pueblos que asaltan. Sin embargo, la situación cambia luego del descarrilamiento de un tren en la colina de Sayula. La banda decide colocar huesos de vaca y cuernos a lo largo de las vías y doblar los rieles, y luego esperan. Al amanecer, un tren lleno de gente se precipita por la barranca y mueren todos quienes iban a bordo.

Los hombres de Pedro huyen, pero las tropas federales los persiguen con ametralladoras. Al final, incluso los indios se vuelven contra la banda de Pedro. Los revolucionarios desean la paz, pero esta es imposible después de tanto daño. Al final, los hombres de Pedro no tienen más opción que disgregarse.

Pichón comenta, desde una perspectiva actual, que estuvo con Pedro durante cinco años. Algunos dicen que luego Pedro se fue a Ciudad de México, siguiendo a una mujer, y que allí lo mataron. Pichón salió de la cárcel hace tres años. Fue castigado por muchos delitos mientras estuvo allí, como robar mujeres, pero nunca nadie supo que él estuvo con Pedro. El narrador dice que ahora vive con una de esas mujeres, una que lo fue a buscar el día que salió de la cárcel. Aquella vez, ella le dijo que llevaba mucho tiempo esperándolo, y Pichón creyó que la mujer quería matarlo, pero finalmente la mujer le dijo que tenía un hijo suyo y se lo señaló. El niño era igual a Pichón, con algo de maldad en la mirada, pero la mujer le aseguró que era una buena persona y no un bandido ni un asesino como él.

“¡Diles que no me maten!”

El cuento, narrado en tercera persona, se inicia con la misma exclamación del título, pronunciada por Juvencio Nava a su hijo Justino. Juvencio le ruega a Justino que le pida al sargento que lo tiene preso, atado a un poste, que le perdone la vida. El hijo responde que no puede ayudarlo, pues teme que si confiesa ser su hijo también querrán matarlo a él. Pero, finalmente, Juvencio lo convence y Justino, antes de salir rumbo al corral, le pregunta qué pasaría con su esposa y sus propios hijos si lo matan a él también. Juvencio responde que la Providencia se encargará de ellos y que lo importante ahora es que haga algo por su padre.

Enseguida, la perspectiva del narrador omnisciente se centra en narrar con detalle la historia de Juvencio y cómo ha llegado a estar preso. Cuenta que fue traído al amanecer y estuvo atado toda la mañana, sin poder calmarse pues ahora que sabía que lo iban a matar de verdad, solo podía sentirse como un resucitado, con enormes deseos de seguir vivo. El narrador relata los pensamientos de Juvencio: este sabe que su condena se debe a que hace muchos años él mató a Don Lupe, porque este no quería compartir el pasto para sus animales. Con la sequía, sus animales habían empezado a morir, de modo que rompió el cerco y metió a sus animales en las tierras de Don Lupe, para que comieran la hierba de ese lado. A Don Lupe no le hizo gracia y arregló la cerca, pero Juvencio volvió a cortarla. Durante el día, el ganado se quedaba junto al cerco, esperando a que, por la noche, Juvencio volviera a hacer en él un agujero. Sin poder llegar a un acuerdo, Don Lupe amenazó a Juvencio de matarle a cualquier animal que ingresara a su terreno. Juvencio respondió que de ser así, Don Lupe tendría que pagar por ello.

Entonces, Don Lupe mató a uno de los animales de Juvencio. En este punto, el narrador cambia la perspectiva y narra, en primera persona, desde la perspectiva de Juvencio. El conflicto ocurrió hace treinta y cinco años, y recuerda que fue en marzo, porque en abril ya estaba prófugo, viviendo en el monte. El dinero y el ganado que entregó al juez no alcanzaron para que lo dejaran de perseguir. Finalmente, él y su hijo comenzaron a vivir en otra de sus parcelas, Palo de Venado, antes de que su hijo se casara con Ignacia y tuviera ocho hijos. Todo el tiempo que pasó, piensa, debería ser suficiente para que el asunto haya sido olvidado.

Juvencio sabe que Don Lupe tenía una esposa y dos hijos pequeños, y su viuda murió poco después que él, de pena. Los niños fueron enviados a vivir con unos parientes, así que no había nada que temer de ellos. Sin embargo, todos seguían persiguiéndolo, y Juvencio cree que era para seguir robándole el dinero que él ofrecía a cambio de que lo dejaran en paz. Durante treinta y cinco años, cada vez que alguien entraba en el pueblo, él tenía que correr hacia el monte como un animal.

En este punto de la historia, la narración retoma la tercera persona y el narrador observa que, irónicamente, han atrapado a Juvencio ahora, de viejo, cuando menos lo esperaba. Había añorado con tanta insistencia que nunca lo encontraran, que ahora le resultaba muy difícil creer que iba a morir así, luego de haber sorteado a la muerte durante tanto tiempo. El narrador recuerda entonces cómo fue la captura del hombre: este había visto a los hombres al anochecer caminando por su cosecha de maíz y les había pedido que se detuvieran. Juvencio había tenido tiempo de escapar, pero no lo hizo; simplemente caminó junto a ellos sin protestar.

Entonces la narración salta hacia atrás, al momento en que Juvencio fue llevado hasta el coronel. Allí el coronel le confesó que Don Lupe era su padre y que había muerto cuando él era joven, dejándolos a él y a su hermano desamparados. Al enterarse de que su padre había sido asesinado a machetazos y había agonizado durante dos días, comprendió que era una infamia que su asesino siguiera libre. Luego de contar esa historia, el coronel dio la orden a sus hombres de que dejaran a Juvencio atado un rato, sufriendo el miedo a la muerte, y luego lo fusilaran.

Tras ser condenado a muerte, Juvencio suplicó al coronel que lo dejara libre dada su avanzada edad, asegurando que él ya había pagado muchas veces el crimen, pues había pasado más de treinta años escondido y temiendo a la muerte. La respuesta del coronel fue pedirle a sus hombres que emborracharan al preso, para que no sintiera los disparos.

A continuación, la narración salta hacia un tiempo posterior. Justino ha regresado para recoger a su padre, subirlo a un burro y llevarlo a su pueblo, y preparar el entierro. Le tapa la cabeza con un saco para que no cause impresión y, durante el viaje, le dice en voz alta que su nuera y sus nietos lo extrañarán, y que espera que no se espanten, al no poder reconocer su rostro, desfigurado como está por las balas.

Análisis

"El llano en llamas" es el relato más largo de la colección que lleva su nombre. Es el primer relato que ofrece al lector una visión de lo que fue el momento histórico de la Revolución, y desarma el tono mítico que la hace parecer un movimiento por y para las masas, en pos de la justicia social. Narrado en primera persona, "El llano en llamas" hace que la Revolución parezca poco más que un agrupamiento de hombres violentos e ignorantes. El supuesto movimiento emancipador termina caracterizándose, irónicamente, por una violencia y una traición tan profundas que es difícil imaginar una salida pacífica y justa, luego de tanta lucha.

De hecho, el relato permite preguntarse si la Revolución consiguió realmente algo positivo o incluso si terminó. El epígrafe con el que comienza la historia -tomado de un corrido popular- es ambivalente en ese sentido: "Ya mataron a la perra/ pero quedan los perritos..." (69). A simple vista, uno podría interpretarlo como una afirmación idealista del inextinguible fervor revolucionario: la Revolución es más que un solo hombre, cada campesino es una semilla capaz de multiplicarse indefinidamente, y la lucha seguirá su curso hasta que se haga justicia. Sin embargo, una vez leído el cuento, el epígrafe asume un sentido más preocupante: la violencia ejercida por y hacia una generación de mexicanos ha engendrado a otra generación de niños huérfanos que, sin guía, son capaces de desviarse moralmente. Es lo que sugiere el final del relato, cuando Pichón ve en los ojos de su hijo la misma malicia suya: “Era igualito a mí y con algo de maldad en la mirada. Algo de eso tenía que haber sacado de su padre” (87).

Asimismo, en las acciones violentas que los revolucionarios llevan adelante no parece destacarse lo heroico, sino lo infame. Así, Pichón descubre con tono casi romántico la imagen del Llano de San Pedro siendo destruido por el fuego que ellos mismo incitaron: “Era la época en la que el maíz ya estaba por pizcarse y las milpas se veían secas y dobladas por los ventarrones que soplan por este tiempo sobre el Llano. Así que se veía muy bonito ver caminar el fuego en los potreros…” (77). Irónicamente, con el fuego los revolucionarios destruyen la tierra que la misma Revolución buscaba defender y repartir equitativamente. La mirada romántica de Pichón, que ve con placer el modo en que se echa a perder el producto del trabajo de los campesinos, entra en contradicción con la voluntad de ayudar a la gente a prosperar económicamente. El mismo placer que esboza al recordar cómo al inicio "nos habíamos levantado de la tierra (...) para llenar de terror todos los alrededores del Llano" (77). El cuento va aún más lejos y esboza una crítica a la Revolución, poniendo en duda la ideología sobre la cual se sostiene. Pedro Zamora, el líder de este grupo de revolucionarios, dice: “Esta revolución la vamos a hacer con el dinero de los ricos. Ellos pagarán las armas y los gastos que cueste esta revolución que estamos haciendo. Y aunque no tenemos por ahorita ninguna bandera por qué pelear, debemos apurarnos a amontonar dinero…” (78). De esta manera, queda en evidencia que ni siquiera el líder sabe por qué banderas lucha, esto es, por qué ideas y reivindicaciones. La Revolución se convierte así en una mera revuelta impulsada contra los ricos, pero sin sustento ideológico.

Resulta significativo que, luego de la predominancia de figuras masculinas en el cuento, este termine con una escena donde aparece una mujer. Ella aparece para marcarle a Pichón que su hijo es una buena persona y no necesariamente debe seguir el mismo camino inmoral que su padre. A su vez, es la única que logra avergonzar al hombre: “Yo agaché la cabeza” (87). Con ese gesto de humillación de un revolucionario se cierra el cuento que parecía retratar la gesta heroica de los líderes de la Revolución.

Quizás "El llano en llamas" es el cuento que mejor capta la ambivalencia de la Revolución en el personaje de Pedro Zamora, que representa la figura del caudillo revolucionario. Los caudillos latinoamericanos (líderes con gran carisma y apoyo popular, que combinaban la fuerza política y militar) eran comunes en el siglo XIX e, incluso, hasta principios del XX. Sus tácticas son violentas, pero se hace evidente que es considerado, igualmente, un gran líder por sus hombres, entre ellos, el narrador, quien siente una gran admiración por él. Los caudillos ofrecían protección a los campesinos que vivían en las tierras de su influencia, y eso es precisamente lo que sienten el narrador y sus compañeros. De algún modo, Pedro Zamora representa una figura paternal para ellos, de protección y guía.

La relación padre-hijo es crucial en la narrativa rulfiana. Los padres suelen ser considerados modelos para sus hijos, tal como se representa en “¡Diles que no me maten!”, cuando el coronel le explica a Juvencio, el asesino de su padre, cómo fue quedar huérfano: “Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta” (96). Esta pérdida de la figura paterna impulsa al coronel a vengarse, tal como sucedía, por ejemplo, en “El hombre”: la destrucción de una familia, producto de la violencia, no puede ser reparada pero sí contrarrestada con la destrucción de otra familia. Pero ese momento de “justicia” genera un nuevo desequilibrio: ahora es Justino quien se queda sin padre. El cuento termina cuando Justino se lleva a cuestas el cadáver de su padre Juvencio, una vez que ha sido ajusticiado por el coronel. Nada impide al lector pensar que luego de ese cierre, el ciclo de venganzas seguirá reproduciéndose, sin fin.

Por otra parte, en “¡Diles que no me maten!” se vislumbra otra vez el problema de la reforma agraria en el período posrevolucionario. En particular, el conflicto principal se detona a partir de un conflicto de tierras, en la medida en que don Lupe es dueño de unas tierras que Juvencio necesita usar para que sus animales pasten. Pero don Lupe se arroga el derecho de negarle ese pasto: “Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales” (91). Si bien Juvencio parece ser dueño de más de un terreno, tal como sucedía en “Nos han dado la tierra”, sus tierras no se riegan y sus animales mueren por la sequía. Es justamente por el desigual reparto de tierras que Juvencio termina matando a su compadre. Paradójicamente, Juvencio casi podría considerarse inocente a pesar de haber asesinado a su amigo, ya que la única forma de alimentar a su familia es matando a su vecino. Queda en evidencia la falta de solidaridad que hay entre pares: “Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato” (91).

Una vez que se consuma ese crimen, la narración, hasta ahora en tercera persona, se convierte en un discurso directo de Juvencio, en el que cuenta cómo fue su vida de prófugo. Queda en claro que el asesinato de don Lupe, lejos de traerle una solución a sus problemas modifica su vida irreversiblemente. No solo se la pasa huyendo, sino que, de a poco, pierde a su familia: “¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer?” (93). Desde entonces, “ya lo único que le quedaba cuidar era la vida” (93). Resulta una ironía para este personaje que luego de años de estar prófugo y sufriendo el miedo de ser apresado, sea ajusticiado durante su vejez, justo cuando empezaba a confiar en que ya había cumplido suficiente condena: “Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían” (96).

Desde el título, Rulfo anticipa la desesperación de Juvencio ante la posibilidad de morir y el pedido que le hace a su propio hijo para que lo defienda de la violencia. Pero Justino sabe que ayudar a su padre puede poner su propia vida en riesgo y eso abriría entonces un nuevo ciclo de violencia, en la medida en que su propia familia quedaría huérfana de padre: “Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?” (90).