El astillero

El astillero Resumen y Análisis Capítulos 16-18

Resumen

Capítulo 16: El astillero 6

Larsen busca a Gálvez pero no logra encontrarlo, y este ya no vuelve a la casilla ni al astillero. Se comprueba luego que no se ha presentado ninguna denuncia en el Tribunal de Santa María. En el astillero solo quedan Kunz y Larsen: el primero ya no se acerca a la Gerencia General y el segundo no consigue interesarse en su trabajo, pues comprende que el fin se acerca, y el fracaso y la soledad lo carcomen. Cree por un instante encontrar un objetivo en la posibilidad de odiar a Gálvez y vengarse, pero ni siquiera eso logra cumplir.

Finalmente, una tarde llega en una lancha una carta a Puerto Astillero, que recibe Poetters y envía, por medio de un mucamo, al astillero. En ese momento, Kunz se encuentra abocado la tarea inútil de reparar una máquina perforadora que ya ha quedado atrasada respecto de las nuevas perforadoras. Cuando el mucamo le dice que trae una carta para Larsen, el alemán no puede creerlo: hace años se ha resignado a que el astillero ya no recibe correspondencia, porque ha caído en la ruina y el olvido para el mundo exterior. Sin embargo, la llegada de una carta al astillero es la prueba que reconoce la existencia del lugar, lo cual renueva por un instante las esperanzas de Kunz.

Inmediatamente, acude a Larsen con el objetivo de despertar en él también la fe, pero lo que encuentran lo lleva a avergonzarse de haber confiado: se trata de la renuncia de Gálvez a su cargo en el astillero, en la que agrega que esa mañana ha caído preso Petrus producto de la denuncia que él hizo hace unos días. Además, en la carta Gálvez revela que se ha enterado de que Larsen no es persona grata para Santa María. Larsen lo maldice y Kunz se retira decepcionado a su oficina.

Entonces el gerente general comprende lo que tiene que hacer, y entiende que esa acción ya es inevitable: es igualmente peligroso hacerla como negarse. Vacía su revólver y se pasa la tarde meditando, jugando con su percutor. Luego vuelve a armarlo y llama a Kunz para ordenarle que llame a los compradores rusos, pues quiere juntar dinero para ir a Santa María a buscar a Gálvez o, al menos, conseguirle abogados a Petrus. Kunz exhibe su absoluta decepción y desinterés en el asunto, y le dice que no ganará nada con matar a Gálvez, pues Petrus seguirá preso. Larsen entonces le dice que el final ya está próximo, que lo único que puede hacerse es elegir cómo quieren que eso suceda.

Así, esa noche, después de enviar un mensaje a la quinta de Petrus, Larsen va al astillero y reemplaza a Gálvez en el juego del regateo para hacerse de un dinero con el que poder viajar a Santa María.

Capítulo 17: Santa María 5

Larsen inicia su último viaje a Santa María y el narrador sugiere que la persecución de Gálvez era un pretexto para ocultar, en realidad, su despedida de la ciudad. El narrador dice que los miembros de la comunidad de Santa María que lo ven pasearse por la ciudad perciben en él un gesto recuperado del Larsen de cinco años atrás, impulsado por una esperanza y una obsesión; un gesto provocativo e insolente. Como si para despedirse, borrara a la comunidad y lo que ella representa en su conciencia. Lo ven recorrer la ciudad y mostrarse en todos los espacios, preguntando por Gálvez. Pero como no lo encuentra, el narrador dice que Larsen abandona el principal objetivo de su viaje, la venganza, y se entrega a otro, igual de absurdo: visitar a Petrus.

Se dirige a la cárcel de Santa María, ubicada al costado de la Plaza Vieja, donde Larsen se sienta a esperar la hora de visitas. Allí observa el monumento a Brausen-Fundador. El narrador interviene con una digresión sobre la historia de la estatua: la comunidad discutió durante meses la vestimenta impuesta por el artista al héroe y criticó su absurda forma, en la que el Fundador parece galopar hacia el sur, como si regresara arrepentido a la planicie que había abandonado justamente para fundar esa ciudad.

Larsen entra en la comisaría y un carcelero viejo lo lleva a ver a Petrus a cambio de una coima. El lugar donde está encerrado Petrus no es una celda sino una oficina abarrotada de muebles, con un escritorio y un diván donde el viejo duerme. Lo encuentra sentado en el escritorio, como si quisiera darse así una ventaja sobre su visita. De hecho, lo recibe con cierto apuro, diciéndole que no cuenta con mucho tiempo porque tiene muchas cosas que estudiar. Larsen se siente obligado al respeto pero no a la obediencia. Mira por la ventana el monumento a Brausen, como intentando comprender ese momento de su vida, pero finalmente se sienta.

El viejo le dice que hace días que lo espera, pues no estaba dispuesto a creer en su deserción, y finge con toda naturalidad que para él la situación incluso ha mejorado, porque encerrándolo le han hecho el favor de darle tiempo para trabajar sin interrupciones. Insiste una vez más en haber encontrado la solución a todas las trabas del astillero, a lo que Larsen responde que es una gran noticia y le pide permiso para anunciarlo a sus empleados. Petrus accede a que lo haga solo con el personal superior que ha mostrado fidelidad, lo cual le da pie para anunciar que él no se ha preocupado por averiguar el motivo de su detención, pero imagina que se trata del título falsificado. Aprovecha, entonces, para preguntarle a Larsen si entonces fracasó en la misión encomendada o si lo traicionó. Este responde con odio que él no lo ha traicionado, pero se ve obligado a confesar su fracaso. Ante eso, Petrus le dice que cree en él y que en ese momento el astillero necesita un hombre fuerte, con fe, para seguir luchando. Larsen acepta asumir ese rol, pero le pide a cambio una garantía de compensación para cuando lleguen los buenos tiempos, argumentando que su responsabilidad es muy grande y no ha recibido ningún sueldo aún. El viejo se desentiende de la cuestión de los sueldos y responsabiliza a Gálvez. Larsen le revela que aquel ha sido el ejecutor de la denuncia a Petrus, y cuando el viejo sugiere que lo suspenda, Larsen le confiesa que lo ha estado buscando sin éxito por Santa María para vengarse, y entonces exhibe su revólver con orgullo. Lo sorprende el viejo ordenándole que guarde el arma y reprobando ese procedimiento. Petrus le cuenta que en los días anteriores Gálvez lo ha ido a ver, pero él no quiso recibirlo porque no tiene nada que hablar y, para él, está muerto. Larsen se sorprende de esa noticia e insiste en que quiere encontrarlo para aunque sea insultarlo, pero Petrus le dice que se concentre en cuidar el astillero. Larsen retoma la necesidad de una garantía y le pide que le firme un documento para resguardar el aspecto legal de su trabajo. El viejo acepta sin ningún problema y discuten la idea de firmar un contrato por cinco años por un sueldo más alto. Finalmente, Petrus le firma un documento provisorio prometiendo luego firmar el contrato formal. En seguida, el viejo le cuenta que ha estado conversando con el comisario sobre él y le cuenta que le mostró su prontuario, sugiriendo que está al tanto del pasado de su gerente general.

Larsen se va de la comisaría y mientras camina por Santa María siente que necesita hacer algo, cualquier cosa. Entiende que tiene que defenderse de la tentación de no volver a Puerto Astillero pues ya no puede aceptarse en ningún otro lugar de la tierra y ha perdido el interés por todas las cosas. Siente la necesidad de encontrarse con Gálvez, pero ahora para poder ver una cara amiga con la que compartir la sensación de destierro en Santa María y la añoranza por Puerto Astillero. Entonces se le ocurre acudir al oficial Medina, y a pesar del miedo de que lo juzguen por estar en la ciudad de la que fue expulsado, lo llama y acuerdan reunirse en la Jefatura.

En la oficina de Medina, los hombres hablan del pasado, pero el narrador afirma que ninguno menciona la historia del prostíbulo. El subcomisario le da a entender que estaba enterado de que Larsen ha estado viviendo en Puerto Astillero y le confiesa que él nunca tuvo nada contra él; solo cumplió órdenes cuando el gobernador dijo “basta”. Larsen aprovecha entonces para pedirle el favor que lo llevó hasta allí: le pide ayuda para encontrar a Gálvez y argumenta que su mujer lo está buscando desesperada. El oficial lo interroga, preguntándole qué información tiene sobre Gálvez y Larsen, a la defensiva, confiesa que aquel ha denunciado a Petrus, pero que no tiene más información. Entonces Medina le ordena que lo acompañe, que le va a contar el resto de la historia.

Salen de la oficina y el oficial lo conduce hasta una sala fría donde, arriba de una mesa y cubierto por una tela, se encuentra el cadáver de Gálvez. El oficial le pide a Larsen que lo reconozca. Este no siente odio ni lástima. Únicamente repara en que, ahora, la cara de Gálvez ha perdido por fin su mueca, la máscara que ocultaba su verdadero rostro. Medina le cuenta que el hombre se tiró de una balsa al agua y murió ahogado, y le confiesa que él ya sabía que era Gálvez, pero quería mostrárselo. A continuación, le hace firmar un papel en el que confirma el reconocimiento del cuerpo. Cuando Larsen se va, decide creer que Gálvez no ha muerto, que no va a caer en una trampa como esa.

Capítulo 18: El astillero VII – La glorieta V – La casa I – La casilla VII

Se inicia el último viaje de Larsen hacia el astillero y crece en él la desconfianza en su propia incredulidad. Entiende que ya no tiene posibilidad de elegir su destino. Se dirige al Belgrano para vestirse y, piensa, para hacerle creer al patrón que no es un fantasma, pues una vez que está en su cuarto siente la convicción de estar muerto y de que solo resta que pase el tiempo hasta que su muerte deje de ser un suceso privado y sea una realidad para todos. Mientras se cambia en su habitación, se siente harto de examinar el revólver y chequear sus balas a cada rato.

De golpe toca la puerta el mucamo del Belgrano para consultarle si cenará en el hotel, y Larsen le pregunta abruptamente qué hace él, tan joven, quedándose en un rincón sucio del mundo como Puerto Astillero. Pero el mucamo no le hace caso, como si no creyera que habla de él, y en su lugar se ríe burlón y le hace la misma pregunta a Larsen, considerando que ya está allí hace mucho tiempo y no logró nada de lo que esperaba. En un gesto de venganza y poder, Larsen le pide que le lustre los zapatos, y el mucamo accede sin ningún problema. Entonces Larsen lo toma de la cara, lo sacude y le cuenta una historia de ese otro mundo que el muchacho desconoce, en la calle Corrientes: un chico como él vendía flores y, en una oportunidad, entra a un café a vender y dos policías lo toquetean y se burlan de él. Larsen pretende con ello darle un consejo, como si fuera su padre. Incluso le regala dinero, como para convencerlo, pero el muchacho responde sin interés. Incluso interrumpe el monólogo de Larsen para preguntarle otra vez por la cena y para darle una nota que llegó para él el día anterior. La nota es de Angélica y le anuncia que lo esperan a comer en la casa junto con Josefina.

Larsen sale apurado rumbo a lo de Petrus y en el camino imagina que finalmente se cumplirá su sueño de entrar a la casa e iniciar así una nueva etapa, en la que él presidirá la familia Petrus. Pero cuando Josefina lo recibe le dice que no lo estaban esperando y le reprocha haber desaparecido los últimos días sin dar aviso. Le sugiere que vuelva al día siguiente, porque ya es tarde y la invitación es de hace tres días; ese día Angélica no está lista para recibirlo, porque está enferma. Larsen se justifica explicando su viaje a Santa María e insiste para ver a Angélica y darle noticias sobre su padre. Sugiere entrar a la casa. Ante esta sugerencia, Josefina se le acerca y se ríe, y Larsen decide actuar por fin y posa su mano en el hombro de la mujer. Ella se acerca aún más, da a entender que Angélica debe estar dormida y Larsen la besa. Josefina le dice, riéndose, que él tardó demasiado tiempo en animarse y entonces lo toma del brazo y lo conduce por el jardín hacia la casa. Pero no suben al gran edifico, sino que se dirigen al dormitorio de Josefina, que está en la planta baja, al nivel del jardín. Larsen piensa entonces en la pobreza que la sirvienta y él comparten. Ella le dice que se ponga cómodo y que la espere, mientras ella va a ver si Angélica necesita algo y, por primera vez, la llama sin reparos “la loca”.

Entonces Larsen entiende que por primera vez ha llegado el momento de sentir miedo, porque finalmente lo han hecho volver a él mismo, a ser ese hombre que, como en su juventud, se entrega a una mujer que es su igual. Cuando regresa Josefina, intenta emborracharla, la seduce con mentiras y le dice violentamente que se calle. Enseguida, prende fuego el documento que le ha firmado Petrus como garantía de recompensa por su trabajo en el astillero. Luego se entrega al cuerpo de la mujer.

Cuando se va, evita mirar hacia la casa inaccesible, y siente que ahora ya no es nadie. Estar con la mujer fue una visita al pasado, como una sesión de espiritismo. Se dirige entonces a la casilla y, al llegar, escucha un rumor que lo hace acercarse a la ventana. Desde allí ve a la mujer de Gálvez en la cama, sola, en pleno parto de la criatura. El hombre imagina que eso es una trampa y, temblando de miedo y asco, se dirige apurado al muelle.

El narrador entonces cuenta que los lancheros lo encontraron durmiendo en el muelle y, a cambio de su reloj, él les pidió que lo dejaran subir a su lancha. Una vez que parte la embarcación, Larsen observa a lo lejos el astillero y cree poder percibir el silencioso derrumbe del edificio, su nunca imparable destrucción. Pero el narrador sugiere entonces otra versión: los lancheros lo encuentran en el muelle delirando, él les grita que necesita escapar, saca su revólver y los hombres lo golpean. Luego sienten pena por él y le dan un trago. Entonces Larsen les ofrece su reloj, pero ellos no lo aceptan e, intentando no humillarlo, lo ayudan a subir a la lancha. Desde el suelo, Larsen imagina en detalle la destrucción del astillero. Según esta versión, Larsen muere de pulmonía en El Rosario, esa misma semana, y los libros del hospital lo registran con su verdadero nombre.

Análisis

En estos tres capítulos finales se resuelve el enigma en torno a Gálvez y se concreta el desprendimiento de Larsen de todas las expectativas que lo llevaron de regreso a Santa María. Desbaratados los fundamentos que sostenían su ficción compensatoria, Larsen abandona Puerto Astillero para no regresar nunca más.

En el capítulo 16, la ausencia de Gálvez marca un vacío notable, que ha roto todo vínculo posible entre Larsen y Kunz. El primero no consigue ya interesarse por ningún asunto del astillero e intenta en cambio hacerse cargo de un nuevo propósito, el de odiar a Gálvez, pero tampoco lo consigue. Kunz, por su parte, muestra un grado de alienación tal que lo único que atina a hacer es prolongar sus trabajos por más inútiles que sean, arreglando una máquina que, ya sabe, no tendrá ningún uso.

La llegada de la carta, sin embargo, abre un resquicio de esperanza en el alemán, lo que da lugar a que se desarrolle un perfil del personaje que hasta el momento no había sido revelado, y que se asocia a su actitud escéptica. Mediante la metáfora de la religión, el narrador reconstruye las impresiones de Kunz sobre la farsa en torno al astillero: los discursos de Petrus son “profecías de resurrección”, que buscan despertar la fe de sus empleados y la esperanza de una salvación, y el astillero es el templo donde se profesa esa religión. Así, cuando Kunz asiste a las pruebas de que el mundo exterior comienza a olvidarse del astillero y este entra en una decadencia sin retorno, pierde su fe y entra en un “escepticismo universal” (174); el astillero, a su vez, se convierte en los restos de esa religión, “en el templo desertado de una religión extinta” (174). En el marco de esta metáfora, la carta representa para él la inminente restitución de esa fe, de la creencia en ese Dios, en esa religión en torno al astillero. La carta prueba que el astillero aún existe en los mapas y en la consciencia de quien la escribió. Por eso es representada como un milagro; porque viene a demostrar la existencia del Dios.

Pero esa expectativa se frustra, porque la carta proviene de Gálvez, uno de los pocos que aparentó hasta entonces la existencia del astillero. A partir de ese punto, Kunz se rinde del todo y se entrega a la nada. Larsen responde, con la misma conciencia, que el final es inminente e inevitable, pero, frente a la inacción que elige Kunz, él está dispuesto a elegir al menos qué forma tendrá ese final. Por eso emprende un viaje a Santa María, que, como si se tratara de un descenso al infierno, se configura como el “último descenso de Larsen a la ciudad maldita”. El narrador, sin embargo, lee esa visita como una despedida: con la excusa y el disimulo de buscar a Gálvez, cree que Larsen retorna para despedirse para siempre. Lo que es evidente es que el propósito de Larsen ya no es claro; tal vez ya no exista. Cuando no logra encontrar a Gálvez, el protagonista abandona su objetivo de venganza y, dice el narrador, se entrega al otro “no menos absurdo e insincero”: visitar a Petrus. Las acciones de Larsen ya no tienen sentido.

En el encuentro con Petrus en la cárcel, la farsa alcanza su punto más extremo y absurdo, y el límite entre la impostura y la locura se disuelve. Petrus imposta superioridad y sugiere que su encierro lo favoreció porque “ahora no pierdo el tiempo; me han hecho el favor de impedir que nadie pueda hacerme perder el tiempo y esto me permite solucionar mis problemas cómodamente” (186). Insiste en la inminente reactivación del astillero, y Larsen sigue optando por celebrarlo: entre ellos, la farsa nunca podrá terminar de admitirse, posiblemente porque Petrus, sumido en la locura, no es consciente de ella.

De hecho, la postura de Petrus contrasta patéticamente con la realidad: habla desde la cárcel, de donde posiblemente no pueda salir más. No solo no acusa recibo de la gravedad de su situación, sino que persiste en la humillación a Larsen: “¿La misión que le confié terminó en el fracaso o usted hizo causa común con mis enemigos?” (186). Así, incluso desde su posición vulnerable, Petrus logra imponerse sobre su empleado, atribuyendo su encarcelación a la responsabilidad de aquel. Larsen queda condenado a ser un fracasado o un traidor, sin salida alternativa. Y, como si fuera poco, el viejo vuelve a humillarlo cuando le reprueba la idea que traía de matar a Gálvez por traidor, idea que paradójicamente había sido sugerida por ÉL.

En cuanto a Gálvez, es imposible determinar si Petrus sabe o no que ha muerto. Cuando se refiere a él y cuenta que lo ha ido a ver a la cárcel varias veces, dice que no quiso recibirlo porque no tiene nada que hablar con él, y utiliza una metáfora que en ese punto pasa desapercibida, pero que luego cobra un peso distinto: “Está más muerto que si usted hubiera usado el revólver” (189).

El absurdo también cobra forma en el contrato que Petrus le firma a Larsen: en ese momento en que el viejo está preso y la farsa parece haber perdido fundamento, la prolongan. Larsen proyecta una forma más de la farsa al exigir una constancia escrita que respalde su trabajo en el astillero. Irónicamente, apela a la legalidad justo en el momento de máxima ilegalidad de Petrus: pretende hallar esa ley en un documento confeccionado por un falsificador.

La misión de Larsen en Santa María se cierra, violentamente, en su encuentro con Medina. Por un lado, el subcomisario da la última pista sobre el pasado inmoral de Larsen y termina por confirmar lo que ha sugerido el doctor Díaz Grey, al aludir a “la historia del prostíbulo” (197). Pero además, el oficial elige cerrar el relato sobre Gálvez de la manera más macabra y abrupta, esto es, mostrándole a Larsen el cadáver sin ningún preámbulo. El gesto se intensifica cuando le dice: “Yo sabía que era Gálvez; solo quise mostrárselo” (200).

En este punto la novela ha alcanzado un nivel alto de dramatismo, que contrasta de manera angustiante con el tono apático y vacío con que se narra. Asimismo, los personajes parecen liberados a un devenir del que participan pasivamente, sin voluntad. Ante el cadáver de su amigo, Larsen se muestra desinteresado; no le genera tristeza ni odio lo que ve. No obstante, sí destaca un rasgo muy significativo del cadáver: muerto Gálvez, su máscara se cae, la farsa ya no determina su vida y sale a la luz su verdadero rostro.

Concluidas sus misiones en Santa María, Larsen ya no encuentra excusas para permanecer allí. Vuelve a sentir la tensión entre los dos mundos, y tiene que forzarse a regresar a Puerto Astillero, pues su vaciamiento y su desinterés total solo es acorde a ese espacio: “comprendió que tenía que defenderse de la tentación de no volver a Puerto Astillero. ‘Porque ya no puedo aceptarme en ningún otro lugar de la tierra, ya no puedo hacer cosas ni interesarme por sus consecuencias’” (194).

Por eso su último viaje a Puerto Astillero Larson lo hace con la certeza de estar muerto. La novela se entrega así a un grado de irrealidad muy fuerte. En consonancia con el vaciamiento del protagonista, el espacio de Santa María también parece empezar a retroceder, a borrarse: “Estaba solo, definitivamente y sin drama; tranqueaba, lento, sin voluntad y sin apuro, sin posibilidad ni deseo de elección, por un territorio cuyo mapa se iba encogiendo hora tras hora. Tenía el problema –no él: sus huesos, sus hilos, su sombra- de llegar a tiempo al lugar y al instante ignorados y exactos; tenía –de nadie- la promesa de que la cita sería cumplida” (202). Junto con el espacio, el personaje entra también en un proceso simbólico de disolución; deja de ser una persona y se convierte en huesos y en sombra.

A esta altura es notorio el rol fundamental que cumple el espacio en la novela. En primer lugar, es un principio organizador, lo que queda evidenciado en los títulos que acompañan cada capítulo, que aluden precisamente a los espacios donde la trama se va desarrollando. Pero además, los capítulos van dibujando el recorrido del protagonista a lo largo de la novela, al señalar sistemáticamente su desplazamiento de un lugar a otro. Ese dibujo va marcando el pulso de la búsqueda existencial que el personaje emprende. En esa búsqueda, cada uno de los espacios funciona como un punto cardinal distinto, y representa para el protagonista distintas dimensiones de su existencia. Así, Santa María es el espacio del pasado, el que lo expulsa, pero también aquel a donde regresa siempre en busca de respuestas. El astillero es el lugar de la farsa compensatoria que le da un propósito y lo evade de su desgracia. En la casilla se hace patente la miseria, pero también en ella parece posible apaciguar la desgracia individual aceptándola como colectiva. La glorieta es el espacio de la posibilidad y la ilusión; es la promesa de entrar alguna vez en la familia de Petrus, la antesala a ello. La casa, por último, es la tierra prometida, a la que no se accederá nunca, salvo mediante una trampa. Larsen se desplaza de un espacio a otro, desplegando alternadamente sus distintas máscaras y buscando, sin éxito, un lugar de pertenencia.

El regreso a Puerto Astillero viene a dar un cierre a sus esfuerzos inútiles, por eso el título del capítulo superpone todos los espacios: porque el personaje vuelve sobre sus pasos por última vez. En rigor, solo le queda consolidar la última disolución que quedaba pendiente: la de su relación con Angélica. El lector asiste por fin a la humillación que el narrador le había anticipado tan tempranamente, en el tercer capítulo. Cuando Larsen recibe la nota de Angélica, en la que lo invita a cenar dentro de la casa de Petrus, se renueva momentáneamente la ilusión, pues cree ver una esperanza aún en la posibilidad de ingresar a la familia de Petrus. Así, la casa se consolida como símbolo de esa familia y, por lo tanto, su ingreso en la casa simboliza ser aceptado y legitimado como un miembro más de aquella. Sin embargo, metafóricamente, Larsen llega tarde a su cita. La nota es vieja y, para cuando él llega, Angélica está enferma, posiblemente en crisis por la encarcelación de su padre.

La frustración de la última ilusión del protagonista queda sellada, asimismo, por el último giro que toma la trama, inesperadamente. Josefina toma las riendas y deja en evidencia su propia farsa: el plan que urdió para seducir a Larsen a costa de Angélica. El velo del simulacro se quita cuando alude a la muchacha como “la loca”. Al ceder a la tentación, Larsen humilla su destino de grandeza y se conforma con la sirvienta. Irónicamente, el ingreso a la casa de Petrus se da finalmente pero de manera desviada, no como Larsen lo esperaba. Por eso “No quiso enterarse de la mujer que dormía en el piso de arriba, en la tierra que él se había prometido” (212). Los niveles de la casa simbolizan dos estratos sociales diferenciados: los pisos superiores, donde descansa Angélica y donde se reunían los Petrus, están vedados para Larsen; a él le corresponde, como a Josefina, el piso inferior, al nivel del suelo, el de los miserable: “Nosotros los pobres” (210).

Significativamente, Larsen elige ese momento para prender fuego el contrato provisorio que le hizo Petrus, “salvoconducto a la felicidad que le había firmado el viejo” (212), dando por fin término a la farsa y agotando todo posible renacer de la esperanza. El final de su mascarada lo devuelve, entonces, a la nada, y lo enfrenta de lleno al “centro de la perfecta soledad” (217). Por eso, hacia el cierre de la novela, el personaje se adentra en la noche y pierde la consciencia.

Lo que resta es un relato patético de su huida de Puerto Astillero. El narrador propone dos versiones de ese hecho, con lo cual, fiel a su recorrido, El astillero se cierra ambiguamente, proponiendo dos finales posibles. Como es habitual en los finales de Onetti, el cierre suele decepcionar la expectativa del lector de encontrar respuestas a todas las preguntas que el texto abrió. Sin embargo, podemos pensar que el segundo desenlace, entre paréntesis, es el que el narrador intenta hacer prevalecer, porque aclara que le parece mejor que el otro. En este final, Larsen, sumido en el delirio, presencia en tiempo real la destrucción total del astillero, como un símbolo de la dilapidación de todas sus esperanzas. Luego de eso solo le queda morir, para ser registrado en el hospital con su verdadero nombre. Este rasgo no es superficial si se lo asocia con la muerte de Gálvez: la muerte representa para ambos personajes el momento en que pueden deshacerse de sus máscaras y dejar que salga a la superficie la verdadera identidad.