La señora Dalloway

La señora Dalloway Resumen y Análisis Parte 8

Resumen

[Parte 8: desde “El sonido del Big Ben (…)” (p.165) hasta “(...) inclinó muy cortés la cabeza y desapareció” (p.185)]

Clarissa está enojada. La señora Marsham le escribió para que invite a Ellie Henderson a su fiesta, pero ella no la ha invitado a propósito. Ellie es aburrida. Clarissa también está algo molesta porque Elizabeth está rezando con la señorita Kilman. El reloj marca las tres cuando entra Richard con flores en la mano. No logra decirle a Clarissa que la ama. Ella le agradece las flores y empieza a contarle sobre las cuestiones que le molestan. Richard le cuenta sobre Hugh en el almuerzo y dice que es un estúpido; Clarissa menciona la visita de Peter y cuán bizarro es el hecho de haber estado a punto de casarse con él. Richard toma su mano. Luego se apura porque debe asistir a una reunión de comité, aunque no está seguro si es sobre los armenios o los albanos. Antes de irse, Richard le recomienda a Clarissa que descanse: siempre le recomienda lo mismo, porque un doctor sugirió una vez que Clarissa descanse después de almorzar.

Acostada, Clarissa se siente egoísta porque le importan más las rosas que los pobres albanos. Se siente inquieta y se da cuenta de que es por las reacciones negativas que ambos, Peter y Richard, tienen para con las fiestas. Peter piensa que ella es una snob; Richard afirma que es infantil. Aún así, ella ama las fiestas, porque ama compartir la vida con la gente. Las fiestas son su ofrecimiento al mundo, su regalo. A Clarissa le apasiona la esencia de la vida, momento a momento, los simples placeres, la belleza visible. La puerta se abre y entra Elizabeth. Extrañamente, Elizabeth no se parece a los Dalloway, sino que tiene una apariencia casi asiática. A Clarissa le preocupa que su hija se esté volviendo muy seria. La señorita Kilman está parada al otro lado de la puerta y Elizabeth le avisa a su madre que ambas irán a los Almacenes.

La señorita Kilman desprecia a Clarissa porque, piensa, en la mirada se le evidencian la maldad y la superficialidad. A su vez, al lado de Clarissa se siente llana, invisible, estafada por el mundo. Con el señor Dalloway no tienen ningún problema; es él quien la llamó para que le enseñe historia a Elizabeth. La señorita Kilman se dice a sí misma que compadece a las mujeres como la señora Dalloway. Y cuando se siente envilecida por pensamientos siniestros, piensa en Dios. Cuando la señora Dalloway sale junto a Elizabeth, la señorita Kilman intenta no sucumbir al odio. Se dice a sí misma que al final habrá una victoria religiosa y que ella acabará triunfando. Del lado opuesto, Clarissa se siente una víctima: la señorita Kilman está robándole a su hija. Elizabeth corre a buscar sus guantes y, durante un momento, la señorita Kilman y Clarissa se quedan solas, incómodas. Luego, la señorita Kilman y Elizabeth se van.

Clarissa le grita a Elizabeth, algo desesperada, que recuerde llegar para la fiesta, pero Elizabeth no oye. Clarissa detesta que la señorita Kilman quiera convertir a todo el mundo y hacerles sentir a los demás que son tan pequeños. Clarissa simplemente quiere que la gente sea quien es. Reflexiona sobre el amor y la religión y siente que la combinación de ambos tiene el poder de destruirlo todo. Piensa en Peter, un hombre pleno de conocimiento sobre el mundo que aún así ama a mujeres endebles. Las campanas del Big Ben marcan las tres y media. Clarissa, mirando la ventana, se da cuenta de que puede ver a una vieja dama en la casa de al lado. Se queda mirándola y le parece que el sonido de la campana es la que obliga a la mujer a moverse de allí. Todo está conectado. Uno no necesita religión ni amor para hacer conexiones. Otra campana, que siempre suena apenas después de la del Big Ben, le recuerda a Clarissa que debe prepararse para su fiesta.

La señorita Kilman, colmada de odio, intenta calmarse recordando lo que la religión le enseñó. Aún así, resiente su cuerpo feo y también a la señora Dalloway. Cuando llegan a los negocios, la señorita Kilman mira las enaguas, pero está tan colmada por la furia y la frustración que lo que elige parece casi de una loca. Luego dice que deberían tomar un té. La señorita Kilman observa con gula las tortas de los demás mientras come fervorosamente la comida en su propio plato. Elizabeth piensa que la señorita Kilman es muy peculiar: la lleva a tomar té con hombres del clero, le presta libros que la acercan a diferentes profesiones, se queja de su infelicidad y se lleva horriblemente con su madre.

Cuando Elizabeth mira sus guantes, la señorita Kilman desea desesperadamente que la muchacha se quede más tiempo con ella. Pero Elizabeth quiere irse. La señorita Kilman la detiene diciendo que aún no terminó de comer. Le pregunta a Elizabeth si irá a la fiesta de su madre. La muchacha responde que probablemente deba hacerlo, aunque no le gustan mucho las fiestas. La señorita Kilman le responde que ella nunca va a fiestas porque nunca la invitan. Continúa hablando, compadeciéndose de sí misma. La muchacha paga su cuenta y se va.

Análisis

El imaginario del mar como metáfora de la vida aparece cuando Richard vuelve de su almuerzo con flores para Clarissa: “El sonido del Big Ben inundó la sala de estar de Clarissa” (p.165). Cierto suspenso se construye en tanto Richard le dirá a Clarissa que la ama: ella fue visitada recientemente por Peter y sus pensamientos continúan evocándolo. Luego de enterarse de la visita de Peter a Londres, Richard sintió una pasión que lo arrojó a actuar, a abandonar a Hugh en el negocio para volver a Clarissa, la felicidad de su vida. Apenas Richard entra a la casa, la campana simboliza la ruptura del tiempo, de la progresión: “Y el sonido del timbre invadió la estancia con su onda melancólica; retrocedió, y se recogió sobre sí mismo para volver a caer una vez más, y en este momento Clarissa oyó, con desagrado, como un rumor o un roce en la puerta” (p.166). Pero la narración no introduce el esperado momento de pasión. En cambio, la escena se continúa en un diálogo repetitivo, cotidiano y con mínimos comentarios acerca del latente pasado. Richard le pide que se sienten a conversar, pero no logra decirle que la ama y acaba contándole lo que hizo en el día. Mientras, Clarissa, “pensando en Peter sentado allí, con su corbatita de lazo, abriendo y cerrando el cortaplumas”, dice, como hablándole a un Peter imaginario: “Y he pensado: ‘Hubiera podido casarme contigo’” (p.167). Las olas melancólicas acumulan su fuerza solo para tropezar, y para hacerlo muy torpemente. “Pero Richard no podía decirle a Clarissa que la amaba. Le cogió la mano” (p.167), dice repetidas veces un narrador que presagió el fracaso de Richard para comunicarse adecuadamente con su esposa al abrir la escena describiendo el movimiento fallido de una ola, que debe retirarse después de estrellarse, solo para volver y estrellarse una vez más.

Lo fallido de la escena y el modo en que el matrimonio lleva a cabo ese fallido con tanta naturalidad parece dar a entender que la comunicación nunca fue del todo acertada en la pareja y que el matrimonio ha decidido, hace tiempo, vivir con eso. También pareciera que Richard intentó varias veces expresar su amor en el pasado, fracasando en el intento. “Había comprendido; había comprendido sin necesidad de que él hablara; su Clarissa” (p.166); Richard “no había dicho ‘te amo’, pero le tenía cogida la mano. La felicidad es esto, es esto, pensó” (p.168). Dalloway se repite constantemente que lo importante no son las palabras, que ella es feliz, que su matrimonio es feliz, pero el lector es cómplice del engaño, debido a la perturbación que produjo en la vida de este matrimonio la presencia de Peter Walsh. La comunicación falla en la pareja mientras Clarissa sigue volviendo, constantemente, al tema de Peter. Richard toma la mano de su mujer, pero entre ellos hay un abismo.

En estos pequeños detalles la novela logra plasmar un universo disconexo, donde la barbarie de la guerra, apoyada en la civilización, no es algo que pasa sin dejar rastros. En escenas como esta entre Clarissa y Richard, el narrador pareciera decir: el lenguaje se mantiene, como se conservan los símbolos y los dioses, pero eso no quiere decir que transporte significados ni que comunique a unos con otros; ni siquiera al interior de un matrimonio. En un mundo devastado por la guerra, desmoronado y desilusionado tras la Primera Guerra Mundial, Woolf intenta ilustrar la dificultad que conlleva, simplemente, vivir. Focalizando internamente en los personajes, la novela intenta entonces construirse de a fragmentos, como levantando piezas del suelo, para encontrar los ángulos, las voces, los pensamientos que un diálogo no puede reponer.

La desconexión se da también en los personajes consigo mismos. Por ejemplo, Richard ignora si su reunión de comité es para discutir sobre los armenios o los albanos. La importancia de sus deberes sociales se ve socavada por su indiferencia, y ahí yace una suerte de crítica o comentario que la novela no deja de realizar sobre las clases altas inglesas y sus asuntos de importancia. En tanto lo particular y lo individual, la narración releva muchas buenas cualidades en el personaje de Richard. Sin embargo, no deja de destacar con ironía la lealtad que este personaje tiene hacia el statu quo y las instituciones, lo cual se refleja en el modo en que respeta a Lady Bruton y en el hecho de que interrumpe la conversación con su esposa para atender a una reunión cuyo contenido ni siquiera conoce.

Luego de que Richard se va para atender sus importantes asuntos de estado, el narrador focaliza en Clarissa, que teoriza sobre las fiestas y concluye que son entidades de extremo valor e importancia. Ella vuelve a este tema una y otra vez porque tanto Peter como Richard, cuyas opiniones Clarissa respeta más que ninguna otra, juzgan a mal las fiestas.

Pensaban, o por lo menos Peter pensaba, que a ella le gustaba lucirse, que le gustaba estar rodeada de gente famosa, grandes apellidos, que era, pura, y simplemente, una esnob. Seguramente era esto lo que creía Peter. Richard consideraba sencillamente que era una tontería por tarde de Clarissa el que le gustara aquella excitación, cuando le constaba que era mala para su corazón. Lo consideraba infantil. Y los dos estaban equivocados. (p.170)

En esta sección de la novela Clarissa justifica para sí misma el valor y la importancia de sus fiestas: “una ofrenda” de amor al mundo que la rodea. Clarissa considera que este es su “don”, ya que “no tenía nada más que fuera importante; no sabía pensar, escribir, ni siquiera sabía tocar el piano. Confundía a los armenios con los turcos; amaba el éxito; odiaba la incomodidad; necesitaba gustar; decía océanos de tonterías; y si alguien le preguntaba qué era el Ecuador, no sabía contestar” (p.172-173). De algún modo, Clarissa no siente una conexión con el mundo ni con la humanidad por vía de los saberes ni por la experiencia de mundo, y esa ausencia o vacío de comunión es cubierta por las fiestas, donde ella puede combatir su soledad y sentirse parte de algo. Y no solo parte, sino creadora. Clarissa, en sus fiestas, junta a las personas, crea el diálogo humano, la vida, la salud, la alegría. En cuanto desarrolla el personaje de Clarissa, Woolf soslaya su crítica a la sociedad patriarcal y a los roles de género que en la época condenaban a las mujeres a la ignorancia, a su poca formación individual, y las delegaba a criar hijos y sentirse vacías para siempre en sus casas, mientras los hombres se desarrollaban en el mundo.

La señorita Kilman, sin embargo, no encaja en ese estereotipo de mujer. Y tampoco encuentra un deshago de su soledad en encuentros sociales como fiestas. “La señorita Kilman tenía más de cuarenta años; y, al fin y al cabo, no se vestía para gustar” (p.173). Desde el punto de vista de Clarissa, la señorita Kilman disfruta de demostrar su superioridad moral. Desde el punto de vista de la señorita Kilman, Clarissa es quien gana las batallas en la vida (la suerte está de su lado), y su único consuelo es pensar que, en otra vida, se hará justicia. “La señorita Kilman había sido estafada (...) nunca había sido feliz, por ser tan poco agraciada y tan pobre” (p.173): este personaje sortea su infelicidad e intenta avocarse a las pocas cuestiones que le dan paz: pasar tiempo con Elizabeth, comer y rezar. “Había visto la luz hacía dos años y tres meses. Ahora no envidiaba a las mujeres como Clarissa Dalloway; se apiadaba de ellas” (174). Mediante la religión, la señorita Kilman logra invertir las jerarquías y posicionarse por encima de Clarissa, en lugar de por debajo. Sin embargo, esto también colabora con su progresiva soledad: las creencias y la experiencia de vida alejan a la señorita Kilman de las otras personas, sobre todo si estas son damas de sociedad, como Clarissa:

Se apiadaba de estas mujeres y las despreciaba desde lo más hondo de su corazón, mientras permanecía en pie sobre la muelle alfombra, contemplando un viejo grabado de una niña con manguito. Con tanto lujo, ¿qué esperanza cabía albergar de que las cosas, en general, mejorasen? En vez de yacer en el sofá -Elizabeth había dicho: ‘Mi madre está descansando’-, Clarisa Dalloway hubiera debido estar en una fábrica, detrás de un mostrador, ¡la señora Dalloway y todas las demás lindas señoras! (174)

La señorita Kilman desprecia a esas mujeres como Clarissa, es decir, a las mujeres de clases acomodadas cuya mayor preocupación consiste en decidir qué vestido usar para una fiesta o en qué florería conseguir las mejores flores. Lo paradójico de la situación de la señorita Kilman es que, por más que intente sentirse superior a ellas, no puede dejar de tenerles resentimiento. Siente que la suerte del mundo fue repartida con injusticia, y que ella, siendo mejor que esas mujeres, fue condenada a la fealdad y la pobreza. Pero su resentimiento y deseo de venganza es tal que, en realidad, su sentimiento de odio la iguala bastante a Clarissa: ambas se parecen en el odio y el desprecio que sienten la una por la otra: "¡No sabes lo que es el dolor ni lo que es el placer! ¡Has empleado tu vida en bagatelas! Y se alzó en ella un poderoso deseo de avasallarla, de desenmascararla. Si hubiera podido derribarla, se hubiera sentido mejor. Pero no era el cuerpo; era el alma y su burla lo que deseaba someter; quería hacer sentir su superioridad" (p.175).

La novela encarna, en los personajes de Clarissa y la señorita Kilman, y en su relación entre ellas, la relevancia de la perspectiva: desde la perspectiva de Clarissa, la señorita Kilman se eleva como un ser superior que la hace sentir inferior; desde la perspectiva de la señorita Kilman, la situación es completamente inversa. En este sentido, la novela pareciera querer evidenciar la inexistencia de los absolutos: no hay una verdad objetiva, separada de quien la piensa, sino que pareciera haber tantas verdades como subjetividades.

El dolor de la señorita Kilman, sin embargo, es que no solo envidia la belleza y el dinero de Clarissa, sino también a su hija: “Se dio cuenta de que Elizabeth iba a separarse de ella. La angustia fue terrible. Si pudiera cogerla, si pudiera abrazarla, si pudiera hacerla absolutamente suya para siempre, y luego morir; solo esto quería” (p.184). El apasionamiento que siente por Elizabeth la empuja a perder el control, a hablar de más, intentando que la muchacha se apiade de ella: “Yo nunca voy a fiestas -dijo la señorita Kilman, solo para evitar que Elizabeth se fuera-. No me invitan” (p.184). Pero Elizabeth, aunque es distinta a su madre, sigue siendo una muchacha joven que busca sentirse lo mejor posible la mayor parte del tiempo, e inmediatamente empieza a incomodarse por la compañía de la señorita Kilman y sus interminables quejas. Con la amabilidad de una muchacha educada, paga su cuenta y se va, dejando que la señorita Kilman termine su postre sola, más sola que de costumbre.