La señora Dalloway

La señora Dalloway Resumen y Análisis Parte 11

Resumen

[Parte 11: desde “Lucy bajó corriendo” (p.227) hasta “Sí, porque allí estaba” (p.267).]

Lucy y los demás sirvientes corren por la casa con las últimas preparaciones para la fiesta. El Primer Ministro asistirá. Los invitados ya están llegando y las muchachas comienzan a subir al segundo piso junto a la señora Dalloway. La señora Walker, una vieja sirviente, se preocupa por el salmón. Lucy le dice a todos cuán hermosa se ve Elizabeth. Cuando los invitados entran, cada uno es anunciado y Clarissa entonces le dice a Peter: “qué encantador verte”. Él siente que Clarissa es insincera y desea haber ido a otro lugar esa noche. Clarissa nota que Peter está incómodo y molesto, y su presencia la hace juzgarse a sí misma. Se pregunta por qué organiza fiestas, e inmediatamente siente que la fiesta fracasará. A Clarissa la enfurece que Peter vaya para criticar. Además de todo, ella piensa que las fiestas son importantes.

Ellie Henderson, la prima pobre de Clarissa, está parada en una esquina, sin hablar con nadie pero disfrutando de la oportunidad de observar. Más tarde le contará todo, con detalles, a su amiga Edith. Un momento después, Peter saluda a Richard y se alejan. Clarissa continúa dando la bienvenida a todos los que llegan. Se siente cansada y rutinaria. De pronto, escucha que anuncian a una tal Lady Rosseter. Su voz toca una fibra sensible en Clarissa. Se da cuenta de que Lady Rosseter es el nombre de casada de Sally Seton. Sally pasaba por Londres así que se acerocó a la fiesta, sin invitación. A Clarissa le alegra muchísimo verla. Luego nota que Sally se ve más vieja. Ella le cuenta que tuvo cinco hijos varones. En la puerta anuncian al Primer Ministro; Clarissa debe ir a atenderlo. Sorprendentemente para la mayoría, es un hombre de apariencia ordinaria. Se pasea con Clarissa por el salón y los invitados se esfuerzan por no reír.

Peter piensa que los ingleses son esnobs. Pronto visualiza a Hugh Whitbread, otro ejemplar de esa casta de la sociedad. A Peter Hugh le parece un engreído sobrestimado. Lady Bruton se aparta en privado con el Primer Ministro. Aunque intoxicada con la energía de la fiesta, Clarissa tiene una sensación de vacío. A medida que envejece las fiestas la llenan menos, ya no la hacen sentir plena. Por otro lado, el odio que le produce pensar en la señorita Kilman sí es capaz de llenarla por dentro.

Clarissa ve que el Profesor Brierly y Jim Hutton no se están llevando bien. Desearía que Hutton tocara el piano, pero la fiesta es demasiado ruidosa. Luego saluda a Lord Gayron y a la señorita Blow, que no hablan mucho. Visualizando a su tía, Clarissa se acerca a la vieja Helena Parry. Solía llevarse bien con Peter, así que Clarissa lleva a Peter hacia ella. Luego le promete a Peter que hablarán más tarde. Clarissa se encuentra entonces brevemente con Lady Bruton. Son demasiado distintas y no tienen mucho que decirse. Lady Bruton se une a Peter y lo invita a almorzar. Sally ve a Peter con la señorita Parry. Intenta que Clarissa se les una, pero esta no puede parar de atender a los invitados. Les pide a Sally y a Peter que la esperen. Clarissa recuerda el vigor de juventud de Sally, su vivacidad insaciable. Sally ya no ilumina el salón como solía hacerlo. Casarse y tener una familia tradicional no es lo que Clarissa esperaba de ella. Sally se sienta con Peter. Clarissa los ve de lejos y piensa en su juventud.

Llegan los Bradshaw y Clarissa se apura para saludarlos. Al matrimonio Dalloway no le cae bien esa pareja, menos aún el doctor. La señora Bradshaw explica que llegan tarde porque el señor William recibió un llamado avisando que un joven veterano se suicidó. A Clarissa no le parece bien que la señora Bradshaw traiga la muerte a su fiesta. Angustiada, entra a una pequeña habitación en la que no hay nadie. La abruma pensar en la muerte. Puede sentir a ese hombre, que era Septimus, caer, y a su cuerpo golpear contra el metal como si fuera el suyo. Clarissa piensa en su pasado, en Peter y Sally, y se pregunta si aquel hombre habrá sido feliz. Luego se da cuenta de por qué desprecia al señor Bradshaw: él vuelve intolerable la vida de sus pacientes. A Clarissa la muerte se le presenta como lo que hubiera sido su desgracia, a lo que se podría haber deslizado si no hubiera sido por Richard. Él hace que su vida sea feliz, piensa. Clarissa mira por la ventana y se da cuenta de que la vieja dama de enfrente la está mirando. Piensa que es bizarro ver a la vieja dama prepararse para dormir mientras ella está dando una fiesta en el salón de al lado. Se siente revivida ahora que sabe que Septimus arrojó su vida por la ventana. Clarissa vuelve a la fiesta para buscar a Peter y a Sally.

Peter sigue sentado con Sally pero se pregunta a dónde habrá ido Clarissa. Sally se figura que los invitados a la fiesta son todos políticos importantes, como Richard, aunque este nunca fue miembro del Comité. Sally cambió, piensa Peter. Peter no cambió, piensa Sally. Sally recuerda la escena en Bourton, la primera vez que fue Richard, lo que provocó que los tres se separaran. Peter y Sally ven a Elizabeth parada del otro lado del salón; parece tan distinta a Clarissa. Sally dice que adora a Clarissa, pero que siente que a ella le falta algo. Se pregunta cómo se puede haber casado con Richard. Cuando pasa Hugh, Sally pregunta sobre la gente del salón, pero Peter solo conoce a unos pocos. Sigue buscando a Clarissa. Sally sostiene que ya llegaron a una edad en la que deberían decir lo que sienten. Peter dice no saber lo que siente. Admite que su relación con Clarissa sigue perturbando su vida. Uno solo puede enamorarse una vez, reflexiona. Cuando Sally dice que Clarissa debe haberlo amado a él mucho más de lo que ama a Richard, Peter siente que la conversación está yendo demasiado lejos. Mirando nuevamente a Elizabeth, Peter siente que uno conoce mejor a las personas cuando crece. Sally siente que uno nunca sabe nada.

Richard habla con los Bradshaw hasta que éstos se van. Elizabeth se acerca a su padre. Richard está maravillado por lo adulta que se ve. Sally piensa que Elizabeth y Richard están unidos por un lazo especial. Casi todos los invitados se fueron. Sally se acerca para hablar con Richard. Peter está por irse, pero de pronto se siente invadido por una enorme alegría. Se da cuenta de que está feliz porque Clarissa finalmente apareció.

Análisis

El rol de Clarissa como anfitriona, tan teorizado durante la novela, se concreta en esta última parte en que tiene lugar, finalmente, la fiesta. Mientras los sirvientes se apuran, arreglan asuntos de último minuto y comentan chismes, los invitados empiezan a llegar y Clarissa se prepara para su performance. De hecho, pareciera hasta respetar una coreografía y un guion previamente ensayados: “‘¡Qué delicioso verte!’, decía Clarissa. Lo decía a todos. ¡Qué delicioso verte!” (p.230). Hasta el final de la novela, Clarissa no tiene ni un segundo para hablar con algún invitado en particular sin tener que correr a atender a otro. Su rol es prácticamente de servicio; Clarissa se sacrifica por la performance con tal de hacer honor a todas las convenciones sociales, respetando el libreto línea a línea. Esto se ve por ejemplo cuando llega de sorpresa Sally Seton (ahora Lady Rosseter), quizás la persona más importante del pasado de Clarissa y a quien no ve hace años, y aún así no puede casi siquiera saludarla. Aunque le da muchísima alegría verla, debe atender a los siguientes invitados, menos importantes en términos íntimos pero claramente más relevantes en términos sociales, como, por ejemplo, el Primer Ministro.

El Primer Ministro protagoniza una situación irónica. Cuando se desplaza por la fiesta, los invitados deben esforzarse para aguantar la risa por el modo en que viste: “Uno no se podía reír de él. Tenía aspecto ordinario. Uno hubiera podido ponerlo detrás de un mostrador y comprarle pasteles… Pobre hombre, todo cubierto de bordados de oro” (p.237). El narrador apunta luego que el político “Intentaba parecer alguien. Era divertido contemplarlo. Nadie le prestaba atención. Todos siguieron hablando, pero se advertía a la perfección que todos se daban cuenta (...) del paso de aquella majestad, del símbolo de aquello que representaban, la sociedad inglesa” (p.237). Resulta irónica la situación en tanto aquella figura que más respeto y admiración supone reunir sobre sí es la que resulta el hazmerreir de la fiesta, desconcertando a todos. Y es importante recordar que no es la primera vez que esta figura aparece -o al menos simula aparecer- en público: los peatones se habían escandalizado, al comienzo de la novela, cuando creían haberlo visto dentro de un auto. La figura del Primer Ministro simboliza la jerarquía de la sociedad inglesa y el sentido de civismo y estatus que reina en la sociedad de la época, incluso después de la devastación de la Primera Guerra Mundial.

La sociedad en su fervor patriótico no repara, sin embargo, en los jóvenes como Septimus que han sufrido en la guerra, y en cambio glorifica símbolos vacíos y respeta a hombres como Hugh Whitbread, aunque su talento no sea más que escribir artículos concisos y asistir a reuniones. Sobre el absurdo en torno a Whitbread, el narrador se sitúa en la mente de Peter: “Peter Walsh carecía de piedad. Los villanos existen realmente, y bien sabía Dios que los canallas que mueren ahorcados por haber hecho papilla los sesos de una muchacha en un tren hacen menos daño, en total, que Hugh Whitbread y sus amabilidades” (p.239).

La ironía narrativa consiste entonces en hacer entrar al Primer Ministro, máximo símbolo de status y respeto, a la fiesta de Clarissa, con una apariencia ordinaria que hace reír de desconcierto a los invitados: la percepción que ellos podían tener por el título, el símbolo, el estatus de Primer Ministro se ve absolutamente burlada por la evidencia empírica. El prestigioso auto que casi no podía avanzar a través de Londres debido a la excitación de los ciudadanos pareciera, en este momento, develar su desconcertante interior. Y al verlo, ahora no solo casi nadie habla al Primer Ministro, sino que nadie lo mira.

La alta sociedad aparece primeramente en la novela encarnada en la figura del Primer Ministro, luego por Richard y su puesto en el Parlamento; continúa en las reuniones de Hugh Whitbread en el Palacio de Buckingham, luego con el almuerzo de Lady Bruton y, finalmente, en la fiesta donde el Primer Ministro aparece nuevamente, esta vez en carne y hueso. El Primer Ministro, en su estatuto de símbolo vacío, funciona como metonimia de la propia sociedad inglesa. Incluso Peter Walsh reconoce que Inglaterra no ha cambiado mucho en este sentido durante su ausencia: “¡Señor, Señor, el esnobismo de los ingleses!” (p.237). Peter había presagiado el papel que tomaría Clarissa en lo más hondo del esnobismo inglés, cuando le insinuó que algún día sería la esposa del Primer Ministro. Parada en lo alto de las escaleras, saludando a los invitados de su fiesta o paseando por el salón con el Primer Ministro, ella prácticamente cumple esta profecía. Más cerca aún está si se piensa que la carrera política de Richard continúa en pie: quizás Clarissa, en un futuro que excede a la novela, acaba siendo, de hecho, la esposa del Primer Ministro.

El quiebre del ánimo festivo se produce con la llegada de los Bradshaw. Después de escuchar sobre la muerte de Septimus, Clarissa ya no muestra preocupación por asegurarse de que todos los invitados estén felices ni se ocupa de acompañar a los miembros prestigiosos de la sociedad. Su reacción consiste en quedarse sola en una pequeña habitación para lidiar con el sentimiento y el pensamiento de la muerte, que la invadió. Por supuesto, Clarissa no conoce al hombre que se suicidó, pero el paralelismo y la conexión entre ella y Septimus se expresa en este momento. Clarissa experimenta en su cuerpo los sentimientos de dolor y muerte experimentados por Septimus. Siente que su propio cuerpo caer y chocar contra el metal.

Clarissa toma la muerte de Septimus como un sacrificio hecho para ella y para las otras personas, como si la muerte de Septimus fuera lo que les permite continuar viviendo. Septimus adquiere un rol semejante al de Cristo. A partir de la muerte de Septimus se produce una suerte de redención en Clarissa, una comunión con su propia vida, su propia felicidad y la de los demás. Un hombre fue destruido por la sociedad para que ella pudiera apreciar su vida y su suerte: Clarissa siente que, de no ser por Richard, ella habría terminado como Septimus. Mediante un razonamiento algo extraño, Clarissa adquiere un humor inmejorable: “Debía regresar al lado de aquella gente. Pero, ¡qué noche tan extraordinaria! En cierta manera, se sentía muy parecida a él, al joven que se había matado. Se alegraba de que se hubiera matado; que lo hubiera arrojado lejos, mientras ellos seguían viviendo” (p.256). Ese “parecido” que siente con Septimus aparece como una conexión que Clarissa, de algún modo, encuentra evidente: siente la muerte del hombre como un mensaje para ella: “La muerte era desafío. La muerte era un intento de comunicar” (p.253). Las palabras de Shakespeare (previamente ligado al joven Septimus) vienen, también, a la cabeza de Clarissa: “No temas más el ardor del sol” (p.256). Septimus, quien fue a la guerra para defender a Shakespeare, siente en su piel el calor del sol inmediatamente antes de saltar por la ventana. Las palabras pertenecen a la obra shakespereana Cimbelino.

El sacrificio de Septimus afirma para Clarissa la inconstancia y la inmediatez de la vida, y eso le permite enfrentarse a sus propios miedos y, a la vez, percibir la belleza y la simpleza de la vida. En esta escena se apoyan los sectores de la crítica que afirman que Septimus constituye una suerte de doble de Clarissa en la novela. Desde esta perspectiva, se comprende que ella pueda empatizar y conectar tan hondamente con el dolor de alguien que nunca conoció, y luego sentirse revitalizada: es como si hubiese muerto la parte insana y angustiada de ella, encarnada en el personaje de Septimus.

Es también esta escena, en la que Clarissa está en la pequeña habitación, cuando se produce el clímax de la novela. Además de la epifanía que atraviesa por la muerte de Septimus, la vieja dama aparece en la casa vecina, y Clarissa la ve por la ventana. El texto señala: “Era fascinante, con gente todavía riendo y gritando en el salón, contemplar cómo aquella vieja, tan serenamente, se disponía a acostarse sola” (p.256). Clarissa se ve revitalizada por esa suerte de reflejo (ella también es una dama llegando a la vejez) que le exhibe lo privilegiadamente feliz que es su vida cuando recupera la perspectiva.

Clarissa vuelve a la fiesta cargada con un sentimiento vital y una necesidad de reunirse con las personas más importantes de la fiesta, pero esta vez la jerarquía la encabezan los invitados de mayor importancia en términos íntimos, verdaderos: “debía regresar. Debía reunirse con ellos. Debía ir al encuentro de Sally y Peter” (p.256). En cierto modo, Clarissa logra vencer el aislamiento y volver a la conexión social, movimiento que para Septimus resultaba últimamente imposible. Por su parte, Peter está por irse cuando siente súbitamente un “terror” o un “éxtasis”. Se pregunta: “¿Qué es esto que me llena de tan extraordinaria excitación?”, y el narrador retoma la estructura de oraciones breves, como al comienzo de la novela: “Es Clarissa, dijo Peter. Sí, porque allí estaba” (p.267). La historia cierra en el comienzo de una escena, lo que deja al lector libertar para imaginar lo que sucede después. En principio, lo que la novela evita es clausurar la historia cerrando la puerta ante el tiempo, que nunca se detiene. Con ese gesto final, el narrador obedece a la teoría vital que desarrolló a lo largo del texto, y no intenta manipular el movimiento de las aguas del mar: el cierre de la novela, con Clarissa acercándose a Peter, evidencia que las olas van y vienen infinitamente.