La Fiesta del Chivo

La Fiesta del Chivo Resumen y Análisis Capítulos 7-9

Resumen

Capítulo 7

En la habitación de su padre, Urania le da de comer en la boca. Recuerda los momentos de violencia vividos bajo el régimen de Trujillo, llevados a cabo hasta por su propio hijo, el apuesto Ramfis. Urania rememora el momento en que el muchacho la elogió por su belleza y su padre le prohibió entablar cualquier tipo de contacto con él, conocido a su vez por su predilección por las niñas menores de edad. Cuando Urania era chica, un caso fue particularmente renombrado: el de Rosalía Perdomo, una muchacha de quince años que fue ultrajada por Ramfis y sus amigos. Este episodio le hace preguntarse si su padre se olvidó del mal que le causó; ella no lo ha olvidado ni perdonado.

El crimen de Rosalía Perdomo obliga a Trujillo a mandar a su hijo a la academia militar en Estados Unidos, donde el muchacho se encarga de desprestigiar la institución, malgastando el dinero en coches y joyas.

Urania piensa también en el hermano menor de Ramfis, Radhamés, que terminó sus días sirviendo a la mafia colombiana; en Angelita, la única hija mujer de Trujillo, que vive en Miami y forma parte de una secta evangélica. Hasta María Martínez, la mujer del Benefactor, murió pobre, sin entregarles a sus hijos la información de las cuentas bancarias. Urania le cuenta a su papá que, en el poco tiempo libre que dispone, disfruta de leer historia dominicana. Siente que es una forma de mantenerse cerca de sus raíces, a pesar de que hace más de treinta años que no pisa su tierra. En ese momento suena el timbre de la casa.

Capítulo 8

Henry Chirinos, el Constitucionalista Beodo, aparece en el despacho de Trujillo, dispuesto a hablar de las sanciones impuestas por la Organización de los Estados Americanos contra el país. El personaje es desagradable y repugnante, pero el Generalísimo lo considera como uno de sus hombres más fieles y preparados. Abogado de profesión, se encarga de los negocios de la familia Trujillo. Preocupado por el estado de las finanzas, le comenta al Jefe que es imprescindible que levanten las sanciones en su contra y le propone reducir el personal de sus empresas, que emplean al 60% de la población. Trujillo, cansado, le responde que esos puestos de trabajo no existirían si no fuera por su familia. Además, le explica que nadie se atrevería a robarle, porque se sabe que el Servicio de Inteligencia Militar actuaría en concordancia con esos actos de manera brutal. Esto justifica por qué el Jefe acumula negocios, tierras y ganados: para servir al país.

Sin embargo, no todos los Trujillo mantienen esta opinión; su propia esposa se encargó de transferir dinero a cuentas en el exterior. Esto enfurece al Benefactor, ya que lo entiende como un complot a sus espaldas. Chirinos tiembla al decirle que también su propio hijo, Ramfis, pasa por encima de sus propias órdenes, ya que dispuso enviarse dinero a sus cuentas en París. Trujillo intenta mantener la calma, pero ve a su familia como unos inútiles, incapaces de mantener su obra, dedicados únicamente a malgastar el dinero.

El último tema de conversación gira alrededor del dinero destinado a los políticos y congresistas estadounidenses dedicados a defender el régimen. Trujillo se siente decepcionado por haber sido generoso con ellos, y que ahora los acosen con bloqueos y multas. Comparte con Chirinos su preocupación sobre el enojo de los obispos. El senador le sugiere calmar el conflicto, porque sabe que la Iglesia es un enemigo muy poderoso. De pronto, acecha a Trujillo un recuerdo desagradable: un encuentro incómodo con una muchacha en su residencia de vacaciones. Disimulando su turbación, retoma la charla con el senador y, en plena conversación, nota que se acaba de orinar encima. Invadido por la rabia, echa a Chirinos de su despacho y pide ropa nueva a su ayudante. Ya vestido, toma el teléfono para citar al jefe de las Fuerzas Armadas, Pupo Román. Quiere reñirlo por un caño pestilente roto en la base aérea, que mancha la prístina imagen de la institución. Trujillo se regocija al pensar en Román alterado, sin saber el motivo. Sin embargo, reaparece el recuerdo de la muchachita para enturbiarle la mente. Para aplacar este sentimiento desagradable, decide pasar esa noche con una bella mujer en su residencia, la Casa de Caoba, y hacerla gozar.

Capítulo 9

Antonio de la Maza le pregunta a Tony Imbert por la situación del hermano de este, Segundo, preso por el supuesto crimen de un sindicalista y condenado a treinta y cinco años de cárcel. Imbert recuerda su pasado como trujillista acérrimo, en el que estuvo dispuesto a quemar la provincia de Puerto Plata, donde era gobernador, cuando fue invadida por tropas antitrujillistas. Sin embargo, este compromiso fue recompensado con su destitución y el encarcelamiento de Segundo. Desde entonces, Tony Imbert espera liberar al país de la tiranía de Trujillo. Dos años y medio atrás llevó adelante un atentado para matar al Benefactor, pero lo hizo únicamente con dos cómplices. El plan consistía en aprovechar las caminatas diarias de Trujillo y colocar dinamita en las vallas de una de las casas de la zona. Todo estaba planeado y organizado a la perfección pero, un día antes, el 14 de junio de 1959, guerrilleros antitrujillistas provenientes de Cuba atacaron al régimen. Si bien este ataque fue brutalmente reprimido, nadie nombró a Tony Imbert como un potencial conspirador y pasó desapercibido.

Desde el desembarco del 14 de junio, las redadas masivas en el país condujeron a numerosos crímenes y secuestros. Tony recuerda especialmente el caso de las tres hermanas Mirabal, ya que eran conocidas suyas. Las muchachas, dirigentes de una agrupación antritrujillista, fueron asesinadas en un supuesto accidente automovilístico. Imbert se conmueve cuando piensa en estas rebeldes, y siente culpa por estar en libertad trabajando para las empresas del Jefe. Así, comienza a buscar ayuda en reuniones clandestinas, en las que encuentra un espacio para expresar su disidencia. Tony interrumpe sus pensamientos para preguntar si efectivamente el general Román era de confiar, ya que está casado con una sobrina del Jefe. De la Maza le confirma que odia a Trujillo más que ningún otro.

Tony piensa en lo siniestro del régimen del Benefactor, que ha sido capaz de crear un sistema político en el que todos participan como cómplices. Sabe que para devolverle la libertad a los dominicanos solo hay un camino: matar a Trujillo.

Análisis

En estos capítulos aparece una dimensión del poder vinculada con la violencia sexual. En el relato de Urania, el caso de Ramfis Trujillo y Rosalía Perdomo simboliza la impunidad que tiene el hijo de Jefe, nunca castigado por sus delitos. En este sentido, el abuso sexual de una muchacha menor de edad perteneciente a una familia de la élite dominicana es llevado adelante con la complicidad de otros personajes del círculo íntimo del jefe. “Los médicos la salvan. También propagan la historia” (p. 136) le comenta Urania a su padre, Agustín; Rosalía se convierte en el símbolo de la brutalidad trujillista, capaz de corromper a una adolescente “blanca, rubia y rica” (p. 135) y condenarla a una vida destrozada.

Una vez más, los recursos del poder aparecen como forma de legitimar la violencia más cruel, dirigida en este caso hacia una muchacha menor de edad. Cuando Trujillo decide enviar fuera del país a su hijo Ramfis, intenta así que el crimen cometido pase desapercibido. Sin embargo, la voz de Urania, en su monólogo con su padre, rompe el silencio de la complicidad: la mujer no deja que el sufrimiento de Rosalía Perdomo sea en vano, en tanto ella recuerda y comenta el episodio en voz alta, aún cuando pasaron más de treinta años. En este punto, Urania encarna el valor de la memoria: frente a un presente que añora a Trujillo, la mujer asume la tarea de poner en palabras la perversión del régimen: “Habían olvidado los abusos, los asesinatos, la corrupción, el espionaje, el aislamiento, el miedo: vuelto mito el horror” (p. 128). Una vez más, la novela subraya la oposición entre Urania y el resto de los dominicanos: mientras que la voz de la mujer no deja descansar la historia acallada del trujillismo, la sociedad, para seguir adelante, olvida esos errores y subestima la tiranía.

Si bien Ramfis Trujillo es “el zángano, el borrachín, el violador, el badulaque, el bandido, el desequilibrado” (p. 131), Urania Cabral siente empatía por él. En este sentido, es posible pensar que esta sensibilidad proviene de que Ramis, como Urania, es hijo del círculo íntimo del trujillismo en su máxima expresión. Ambos representan, a diferente escala, las consecuencias de este régimen político. Criados y educados por familias ejecutoras de crímenes, torturas y delitos, es imposible ser otra cosa que un monstruo. En este punto, si Urania huye de este mandato maldito es justamente por su temprano exilio, a los catorce años, y la ruptura absoluta con su mundo anterior: “¿Me escribiste cien? ¿Doscientas? Todas las rompí o quemé” (p. 136) le dice a su padre, sin remordimientos.

Si bien Urania escapa para poder sobrevivir, no sale indemne de esta decisión. Sigue adelante como una “dominicana relativa” (p. 147), que no está anclada en ninguna parte, que no tiene patria ni hogar y que, especialmente, ya no siente nada. Para salir adelante, renuncia a la sensibilidad, a las emociones. En este sentido, se entrevé la ausencia de otros vínculos significativos en la vida de la mujer: es soltera, no tiene hijos y vive dedicada a su profesión. Para Urania, el exilio no es un hecho gratuito sino que se paga con la imposibilidad de conectarse con otros, con su condena a estar sola.

Urania, la memoriosa, no puede ni quiere olvidar. En este sentido, aparece un reclamo dirigido a su padre, al que ve como un ser desalmado. Si bien los lectores no sabemos el motivo de su enojo, comprendemos que la decadencia de Agustín Cabral, el recto y admirado abogado, no es únicamente consecuencia de su derrame cerebral, sino que viene de un hecho inescrupuloso ocurrido décadas atrás. Una vez más, el trujillato conlleva una progresiva deshumanización; la única forma de ser admirado y querido por el Jefe implica ser, necesariamente, un monstruo.

La idea del trujillato como una pérdida de los valores básicos del ser humano reaparece en la historia de Tony Imbert. Todo dominicano trabaja directa o indirectamente para el régimen, en tanto el precio de negarse se paga con el exilio y la vida. Así, el móvil conductor de la decisión de Imbert es la recuperación de la dignidad humana, de la posibilidad de decir que no, de no ser necesariamente cómplice de la violencia estatal. En este sentido, La Fiesta del Chivo revela las diferentes maneras que tiene el trujillato para arruinar la vida de los dominicanos, no solo a través del amedrentamiento físico o las amenazas concretas sino también con un disciplinamiento más sutil, paulatino y profundo que crea una hipócrita fachada, detrás de la que hay “un tétrico espectáculo de gentes destruidas, maltratadas y engañadas, la entronización por la propaganda y la violencia de una descomunal mentira” (p. 186).

El recuerdo de las hermanas Mirabal aparece como el símbolo de la lucha antitrujillista. Si bien las tres mujeres son cruelmente asesinadas, encarnan la resistencia y la organización de los ideales que no caducan con su muerte. En este sentido, es interesante la percepción de Tony Imbert sobre el rol y los estereotipos asignados a las mujeres: “hasta conocer a Minerva Mirabal, nunca le pasó por la cabeza que una mujer pudiera entregarse a cosas tan viriles como preparar una revolución, conseguir y ocultar armas, dinamita, cócteles molotov, cuchillos…” (p. 182), piensa Imbert. De esta manera, la particularidad de las Mirabal se vincula también con su género, ya que se apropian de espacios asignados típicamente a hombres y llevan adelante tareas cruentas y violentas que, se supone, les están vedadas por su condición de mujer. Este posible rol revolucionario de las mujeres contrasta con la óptica dominante del trujillato, según la cual las mujeres son objetos de placer sexual a disposición del Jefe y sus amigos, carentes de consentimiento y poder de decisión.

En el capítulo centrado en Trujillo, la masculinidad estructura la figura del Jefe en numerosos aspectos. En primer lugar, Henry Chirinos aparece ante sus ojos como un ser absolutamente desagradable, merecedor del apodo de “Inmundicia Viviente”. La óptica de Trujillo sobre el senador deja ver, por un lado, la crueldad del Jefe aún hacia sus subordinados más cercanos: “Pese a la repugnancia que siempre le inspiraron su físico, su desaseo y sus modales, Henry Chirinos, desde el comienzo de su gobierno, había sido privilegiado con aquellas delicadas tareas que Trujillo confiaba a gente, además de segura, capaz” (p. 150). En este punto, si Trujillo es un hombre viril, destinado a hacer disfrutar sexualmente de las mujeres, el aspecto físico de Chirinos lo posiciona como un ser carente de masculinidad, incapaz de entablar una familia o una relación amorosa.

Sin embargo, la hombría del Jefe corre riesgo cuando se revela su incontinencia. La imposibilidad de retener los esfínteres es símbolo de su poderío decadente, en tanto no puede manejar ni siquiera sus propias reacciones corporales. La masculinidad entendida como una serie de valores asociados a la fuerza, la dominación y la violencia entra en jaque frente a su propia imposibilidad de controlarse. Además, la incontinencia es una de las características más frecuentes de la vejez. Para Trujillo, una persona que se considera irremplazable, aceptar su propia caducidad como ser humano le resulta inadmisible. Para convencerse de que sigue siendo el macho hipersexualizado, destina sus energías a contrarrestar de todas las formas posibles este indicio de senectud.

La percepción de Trujillo sobre sí mismo como un hombre indispensable va de la mano de la mirada sobre los integrantes de su propia familia. Así, el Jefe es consciente de que no hay nadie que pueda estar a su altura, ni siquiera sus propios hijos, a quienes ve como calamidades. “El error de mi vida ha sido mi familia. Mis hermanos, mi propia mujer, mis hijos” (p. 159) le confiesa a Chirinos. De acuerdo con su perspectiva paranoica de la realidad, nadie es capaz de prolongar su legado y sabe que, con su desaparición física, muere también su proyecto político.

En este sentido, el recuerdo de la “muchachita asustadiza de la Casa de Caoba” (p. 163), que aparece frecuentemente para atormentarlo, parece cuestionar también su masculinidad. Si bien los lectores no sabemos en qué consistió este episodio tan traumático para Trujillo, la novela deja leer que está vinculado con un encuentro sexual frustrado. La única manera de redimirse que encuentra es, precisamente, “lavar la afrenta en la misma cama y con las mismas armas” (p. 170), o sea, llevar a una mujer a la cama. En vez de aceptar con naturalidad que no siempre el acto sexual es satisfactorio, el mandato viril de Trujillo lo obliga a ser infalible. Por esto, cuando falla, aparece su paranoia: está convencido de que será objeto de burlas y risas a sus espaldas. En este sentido, toda su legitimidad como líder se centra también en su desempeño sexual; un encuentro frustrado implica un Jefe de Estado alejado de su deber masculino, que lo obliga a dar placer en la cama.

Es interesante observar que el uso de la sexualidad de las mujeres como un derecho conecta a Trujillo con su hijo, Ramfis. Ambos evocan algunas pautas de comportamiento retrógrado y misógino: la dimensión del consentimiento, el deseo y la voluntad femenina está para ellos absolutamente negada. Para los Trujillo, las mujeres son instrumentos para ratificar su propia virilidad, su propia sexualidad.