La Fiesta del Chivo

La Fiesta del Chivo Resumen y Análisis Capítulos 13-15

Resumen

Capítulo 13

En la casa de tía Adelina, Urania cena con ella, sus primas, Lucinda y Manolita, y la hija de esta, Marianita, una joven de veinte años de ojos tristes. Si bien el encuentro es alegre, Urania no reconoce en la casa nada familiar. La ve avejentada y abandonada. Adelina, con rabia, habla de cómo comenzó la decadencia de la familia Cabral, justo antes de la muerte de Trujillo.

La causa de todos los males fue la publicación de una carta en el periódico El Foro Público, que acusó a Agustín Cabral de utilizar fondos públicos de manera discrecional y dio a conocer su destitución como presidente del Senado. Si bien al principio el hombre no se manifestó preocupado, ya que lo veía como un teatro planeado por Trujillo para incomodarlo, sospechó siempre de su colega Chirinos como el responsable de esta acción. Sin embargo, con el paso de los días, su situación se volvió más y más complicada: lo seguía el Servicio de Inteligencia Militar camino a su casa, sus colegas le daban la espalda. Agustín Cabral decidió ir a enfrentar directamente a Chirinos para preguntarle el motivo de esta persecución, pero él le aseguró no saber nada al respecto. Adelina recuerda esos terribles días para la familia, en los que Cerebrito se torturó pensando qué había hecho para merecer el maltrato del Jefe. Luego de que le confiscaran las cuentas bancarias, decidió ir a hablar directamente con Johnny Abbes. El jefe del SIM le sugirió que su caída en desgracia se podía haber debido a su asistencia a un cóctel con Henry Dearborn, un agente de la CIA. Cabral, anonadado, afirmó que su presencia fue ordenada directamente por Trujillo.

La tía Adelina destaca la dignidad de su hermano, tan fiel al régimen, y le comenta a Urania que jamás conoció a alguien que se sacrificara por su hija tal como Agustín lo había hecho por ella. La mujer, sin embargo, le aclara que estos gestos eran para comprarla, para lavar su mala conciencia.

El narrador retoma las peripecias de Agustín Cabral, que vagaba por la ciudad, pensando en alguna salida para su angustiante situación. Así, vio en el diario que el ilustre embajador Manuel Alfonso acababa de llegar a la ciudad. Él era amigo suyo y le debía favores. Podía ser la persona clave que resolviera su situación.

Capítulo 14

Luego del almuerzo en honor a Simon Gittleman, el Benefactor se encuentra en su despacho con el presidente Joaquín Balaguer. Trujillo se queja de que alguien permitió, sin su consentimiento, la huida de Urania Cabral, la hija de Cerebrito, al exterior. Está seguro de que alguien escondió el papel en su escritorio, por miedo a que pudiera negarle el permiso.

Para cambiar el foco de la conversación, Trujillo le pregunta a Balaguer por la situación con el obispo Reilly. El Presidente está convencido de que amedrentarlo no es una situación beneficiosa, sino que traerá consecuencias nefastas para la nación. El Jefe piensa en Balaguer, al que ve como un ser sin ambiciones ni vicios, casi inhumano. Le parece un misterio inescrutable; no sabe si posee una vida secreta o si es, realmente, un hombre sin debilidades. Trujillo le recuerda un discurso escrito siete años atrás, en el que el Presidente describía al Jefe como un instrumento de Dios en la Tierra. Le aclara que, si bien detesta a los intelectuales, ya que los considera unos traidores, recuerda su prosa con lujo de detalles. Trujillo le pregunta si cree en Dios. Balaguer afirma que, en el mundo, no hay alternativa a creer, y que la religión es, en República Dominicana, tan importante como la lengua española. El Jefe asiente: sabe que, en situaciones de vida o muerte, siempre tuvo que confiar en su criterio. Recuerda el caso del doctor que le diagnosticó cáncer en la próstata, al que asesinó por exagerado y mentiroso.

Antes de irse, Trujillo le exige a Balaguer que firme la resolución de ascenso del teniente Peña Rivera. El Presidente le expone los argumentos por los que se opone: es considerado el responsable político del asesinato de las hermanas Mirabal y su promoción escandalizaría a la opinión extranjera. Implacable, Trujillo le recuerda que gobernar implica también situaciones ingratas y que le corresponde firmar el papel. Balaguer acata la orden. Por último, el Benefactor le pregunta por los chismes sobre una conspiración, alentados por Henry Dearborn y Juan Tomás Díaz. Una vez más, Balaguer le repite que todo rumor subversivo es denunciado, como siempre, a Johnny Abbes. Trujillo sale del despacho, sin despedirse.

Capítulo 15

Impacientes, Huáscar Tejeda y Pedro Livio Cerdeño esperan las luces del coche que anuncian la llegada de Trujillo. Ven pasar a toda velocidad al auto de Antonio de la Maza y aceleran en esa dirección. Oyen varias ráfagas de tiros. Ya a menos de diez metros del Chevrolet de Trujillo, Huáscar frena de golpe y Pedro Livio sale disparado a la carretera. Da tres pasos y siente una quemadura en el abdomen y grita que no tiren más, que son ellos. Tiene una bala en el estómago. Desde el suelo percibe a sus compañeros meter el cuerpo de Trujillo en el auto de Antonio para llevárselo a Pupo Román. Pedro Livio se siente débil, pero entre los demás lo suben al auto en dirección a la casa de Juan Tomás Díaz. A pesar de todo, se siente contento: con Trujillo muerto han vengado a las hermanas Mirabal. Cuando piensa que se muere, que se olvidaron de él, aparece un doctor que ordena enviar a Cerdeño a una clínica. Al llegar, los médicos lo examinan, lo medican y se comunican con su familia para avisarles sobre su estado. Cuando ve a su mujer, no puede reprimir su felicidad: grita que mataron a Trujillo. De repente, se abre la puerta: Johnny Abbes y su séquito entran al hospital. El jefe del SIM interroga a Pedro Livio, le pregunta sobre el origen de sus heridas. Sobreexcitado, Cerdeño le ofrece los nombres de los integrantes: habla de Antonio Imbert y de la Maza, de la complicidad de Pupo Román y hasta de Balaguer, que ha aceptado ser parte de la transición una vez muerto Trujillo. Abbes, anonadado, lo tortura para obligarlo a confesar más nombres. Uno de sus informantes le confirma la presencia de una pieza dental, posiblemente del Jefe, y un auto abandonado en la escena del crimen. El jefe del SIM manda a detener al obispo Reilly, seguro de la complicidad de la Iglesia en este complot. Atormentado, Pedro Livio comienza a sospechar que las cosas no resultaron como habían planeado. No entiende por qué Abbes aún da órdenes. Sin embargo, el interrogatorio termina: Cerdeño entra en coma.

Análisis

En estos capítulos, nos acercamos a la clave de la decadencia de la familia Cabral y al motivo del distanciamiento de Urania: la publicación de una carta en el periódico, que juzga a Agustín Cabral como corrupto. Es interesante el desarrollo de la noción de culpabilidad: para la sociedad dominicana, Cerebrito es culpable. Este principio invierte el dogma básico del derecho, según el cual todo acusado es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Agustín Cabral es un “caído en desgracia” (p. 276), merecedor de todo castigo y condenado al ostracismo por sus pares y colegas. En este punto, la dimensión pública del conflicto reemplaza la ejecución real de la justicia: publicar en un medio masivo de comunicación es equivalente a una condena real.

Desesperado, Cabral busca ayuda en todos sus contactos. Cree, ingenuamente, que su devoción a Trujillo va a salvarlo de este malentendido. Sin embargo, es tratado como un enemigo del régimen. Una vez más, la ausencia de la voluntad individual marca el declive de Agustín Cabral: nadie se atreve a ayudar a un paria porque temen, en parte, quedar marcados también como traidores. La pérdida de la libertad es absoluta y caer en desgracia es “una enfermedad contagiosa” (p. 274): quien ayude a Cerebrito puede quedar marcado negativamente.

Si, para la familia Cabral, Agustín es un hombre íntegro y honesto, la experiencia de Urania indica lo contrario. En este sentido, la voz de la mujer irrumpe para desmitificar la trayectoria de Agustín. Frente a los demás, Cerebrito parece un padre ejemplar, pero solo su hija sabe la naturaleza real del vínculo entre ellos. Esta oposición entre apariencia y realidad explica que la supuesta bondad de Agustín se debe a su sentimiento de culpa: “Quería comprarme. Lavar su mala conciencia” (p. 278), le explica Urania a su tía. Con esta afirmación, Urania empieza a sacar a la luz una verdad acallada durante décadas: su padre es vil e intenta reparar su maldad con dinero.

Sin duda, la existencia humana durante el trujillato es precaria y depende de factores incontrolables. En este sentido, la caída en desgracia de Agustín Cabral no tiene otro motivo más que, justamente, el disciplinamiento. El Jefe usa el caso de Cerebrito como una forma de aleccionar a su séquito y recordarle que todo lo que tienen se lo deben a él. Con esta decisión, Trujillo instala una mirada persecutoria en sus súbditos: Cabral delira sobre las potenciales causas de su maldición, buscando qué hecho desagradable puede haber causado ese malentendido. La ironía consiste justamente en que Agustín se vuelve paranoico cuando no hay motivo alguno para serlo. En un gesto perverso, el Benefactor disfruta de enloquecer y manejar las vidas y devenires de los seres humanos en la República Dominicana, solo para demostrar que es él, y solo él, quien tiene el poder.

En este punto, para Trujillo, el personaje de Joaquín Balaguer es un enigma. Su función como Presidente fantoche está vinculada con el ejercicio político en su cara más amable: “Leyes, reformas, negociaciones diplomáticas, transformaciones sociales” (p. 304). Sin embargo, gobernar implica también, necesariamente, decisiones desagradables. en el régimen de Trujillo, se garantiza el orden y la seguridad mediante la represión, la persecución y el asesinato. Trujillo deja en claro que no hay estabilidad social sin alguien que lleve a cabo estas tareas ingratas, ya que disciplinar a las voces disidentes es parte necesaria de todo sistema político. El Jefe ve a Balaguer como un político ingenuo, sin ambiciones, incapaz de entender que la paz se consigue con sangre y sacrificio. No es casualidad que el Presidente sea, además, un intelectual: abocado a la tarea de escribir y reflexionar, le parece un idealista inofensivo, desconocedor de lo que significa gobernar un país en todas sus dimensiones.

Esta mirada despectiva sobre la labor intelectual es explícita; Trujillo considera a los intelectuales “una recua de canallas” (p. 295). De alguna manera, este desprecio tiene que ver también con lo que significa la tarea de escribir, en tanto esta constituye una de las instancias en las que el ser humano puede tener libertad. En este sentido, el odio del Jefe tiene que ver justamente con los intelectuales que osaron cuestionar y denunciar los principios constitutivos del régimen. Para Trujillo, no son solo unos inútiles sino también unos traidores: son “Los que más favores recibieron y los que más daño han hecho al régimen que los alimentó, vistió y llenó de honores” (p. 295). La escritura como una labor impredecible, capaz de escapar del control omnipotente del Jefe, muestra justamente la fortaleza de la disciplina: en los contextos de opresión, siempre queda la tarea de escribir como una forma de denuncia, como una manera de ponerle voz a lo que no se permite expresar ni decir en voz alta. Si bien los intelectuales críticos pueden pagar con sus vidas las consecuencias de su libertad, no le ahorran disgustos a Rafael Trujillo, que los considera el último escalafón de la sociedad.

Esta mirada del poder trujillista, que todo lo controla, se centra aquí en un objeto particular: el permiso otorgado a Urania Cabral, la hija de Agustín, para salir del país. La aparición del personaje de Urania Cabral funciona como una anticipación: aparece mencionada por el mismo Trujillo como “la hija de Agustín Cabral” (p. 282). Si bien este interés en la muchacha parece deberse a su vinculación con el recientemente caído en desgracia Cerebrito, nos alerta como lectores de la posibilidad de que esta alusión esconda algo más. Incapaz de cometer un error, Trujillo está convencido de que ese poder fue autorizado sin su consentimiento. Balaguer, el responsable de esa decisión, le aporta un significado político: si se apuró por aprobar esa salida al exterior, fue únicamente para “suavizar las relaciones con la Iglesia” (p. 285). Este episodio revela que, por una parte, ninguna decisión, por más banal que parezca, es llevada adelante sin la opinión del Jefe. Así, el control sobre los devenires de los dominicanos es total. Por otra parte, deja en claro que Trujillo no concibe haberse equivocado y que está seguro de que en su oficina hay “un traidor o un inepto” (p. 284). Una vez más, la mirada delirante y persecutoria del Jefe le hace ver conspiraciones hasta en los gestos más mínimos de los integrantes del régimen. Sin embargo, la ironía que plantea la novela es que esta postura, que lo posiciona como un estadista incapaz de confiar y delegar en los demás, no le impide ser víctima de una conspiración. A pesar de todos los recaudos tomados, del hostigamiento contra opositores y propios, Trujillo cae. No son las instituciones ni los Estados los que planean venganza; son los individuos comunes y corrientes que buscan restituir su libertad.

En este sentido, el capítulo 15 subraya el carácter individual del complot. El narrador, centrado en el personaje de Pedro Livio Cerdeño, uno de los integrantes de la conspiración, que espera junto a Huáscar Tejeda la señal para atacar, muestra cómo cada integrante tiene sus motivos para matar al Chivo: algunos desean vengar la muerte de un ser querido, otros tienen deseos recuperar la libertad. Hasta el mismo Pedro Livio trabajaba para una de las empresas del Jefe. En este sentido, las políticas de Trujillo, dispuesto a comprar con dinero, puestos de trabajo o ascensos las voluntades de los dominicanos, fallan. La Fiesta del Chivo refleja que la naturaleza humana no puede reducirse a un vínculo clientelar: más allá de los favores u obsequios, la rebelión contra la opresión es inevitable.

Así, cuando Pedro Livio cae herido, víctima de sus propios compañeros, no le preocupa morirse: “Qué pena no tener fuerzas para decir a sus amigos que no se preocuparan, que estaba contento, con el Chivo muerto” (p. 314), piensa. Entiende que su función en la vida ya está completa: matar a Trujillo, liberar a su país, restituirles los derechos básicos del ser humano a sus compatriotas. Sin embargo, Cerdeño vive lo suficiente como para ser hostigado por el jefe del Servicio de Inteligencia Militar, Johnny Abbes. En este episodio, Pedro Livio le ofrece información sobre otros de los participantes del complot y, especialmente, sobre la complicidad de algunos integrantes del círculo íntimo de Trujillo. Si bien nos sorprende esta confesión de Cerdeño, la situación del personaje, al borde de la muerte y eufórico por la muerte del Jefe, justifica de alguna manera la desprolijidad de entregarle los nombres de los otros involucrados a un personaje como Abbes, conocido por su crueldad y su falta de remordimientos. Por otro lado, es tal la seguridad que siente Cerdeño sobre el triunfo de la conspiración que cree que, inmediatamente, el Ejército tomará el poder para reivindicar el asesinato de Trujillo y será definitivamente el fin del régimen.

Sin embargo, la presencia de Johnny Abbes y su disposición a tomar decisiones resolutivas nos anticipa que las cosas no resultan como se han planeado. Pedro Livio se da cuenta de que el jefe del SIM continúa en su lugar jerárquico, disciplinando y torturando según su voluntad: “¿Qué hacía Abbes García dando órdenes de que los caliés detuvieran al obispo Reilly? ¿Seguía mandando este degenerado sanguinario?” (p. 330), se pregunta antes de entrar en coma. Estas dudas, sin respuesta, nos advierten que la muerte de Trujillo es solo el comienzo. La crueldad del régimen se sostiene más allá de la ausencia del líder.

La presencia del jefe de SIM en la clínica indica también el desconocimiento absoluto de la institución sobre el complot. Es ejemplar al respecto la reacción de Abbes cuando descubre que hasta Balaguer estaba al tanto de la situación: “Otra vez se le descolgó la mandíbula al coronel Abbes García. Ahí lo tenía, boquiabierto de sorpresa y aprensión” (p. 327), piensa Pedro Livio. Con la participación indirecta del Presidente en esta conspiración, se leen dos ironías: la primera, que justamente la institución encargada de velar por la seguridad de Trujillo y el régimen haya desconocido absolutamente la existencia de este complot. La segunda ironía se relaciona con la habilidad política de Balaguer: si Trujillo lo concebía como un personaje sin aspiraciones, “incapaz de verse envuelto en un complot” (p. 306), el Presidente demuestra ser un experto estratega, lo suficientemente competente como para dar su aval a la conspiración sin estar asociado a ella de manera explícita.