El niño africano

El niño africano Imágenes

Los trabajos en el taller de herrería

La fascinación que el protagonista siente por todo aquello que tiene lugar en el taller del padre es expresada en varias ocasiones gracias a poderosas imágenes sensoriales, distribuidas a lo largo de los primeros capítulos de la novela. Por ejemplo, al comienzo, sostiene que allí se escuchan las "voces tranquilizadoras y sosegadas" (7) de sus padres y los ruidos de diversas herramientas, como el yunque, sonidos entremezclados que se escuchan desde la mañana hasta el atardecer, e indican la vitalidad de este espacio. Además de esas imágenes auditivas, proliferan las visuales y táctiles, sobre todo en torno a la descripción del fuego usado para fundir metales, detallándose sus tonalidades coloradas, su resplandor y su temperatura. Es por ello que a Laye le gusta "observar el brillo del fuego de la fragua" (9). A esta composición se suman las imágenes olfativas, en particular las referidas al olor del aceite que proviene de las locomotoras, ya que el taller está ubicado al lado de las vías del tren.

La sangre perdida tras la circuncisión

Para sumar dramatismo a la narración de las secuencias inmediatamente posteriores a la circuncisión, el protagonista entrelaza imágenes visuales y olfativas. Así, destaca que "la hemorragia que se produce por la operación es abundante, es larga, es inquietante: ¡tanta sangre perdida! Yo veía mi sangre que corría y mi corazón estaba oprimido" (112) y de inmediato comenta que la sangre primero se espesa y luego se seca, disimulándose en la túnica de tela amarronada que los recién circuncidados visten para la ocasión. Cuando los muchachos comienzan a recibir alimentos, sin embargo, no sienten mucho apetito, justamente porque han perdido tanta sangre que están asqueados: "Desgraciadamente habíamos perdido demasiada sangre, habíamos visto demasiada sangre –¡nos parecía que olíamos todavía su olor soso!–" (113).

La ceremonia de Kondén Diara

La descripción de la ceremonia de Kondén Diara es elaborada entrelazando una serie de imágenes sensoriales. En principio, el protagonista aclara que el ritual tiene lugar una noche particularmente oscura y silenciosa, articulando un aspecto visual y uno auditivo para crear una atmósfera enigmática y especial. Luego, describe los sonidos que los chicos escuchan mientras se encuentran arrodillados y con la cabeza gacha en el claro del bosque: "Y ahora que estamos arrodillados, con la cabeza contra la tierra y las manos enlazadas sobre los ojos, ¡el rugido de Kondén Diara estalla de repente!" (90). De inmediato, detalla la escena:

Esperábamos ese grito ronco, no esperábamos otra cosa, pero nos sorprende, nos penetra como si no lo esperásemos; y nuestros corazones se paralizan. Pero es que no es sólo un león, no es sólo Kondén Diara que ruge: son diez, veinte, o treinta quizá que lanzan después su terrible grito y cercan el claro; diez o treinta leones de los cuales nos separan unos escasos metros, y que la gran lumbre de leña probablemente no mantendrá siempre a distancia; leones de todos los tamaños y de todas las edades –lo notamos por sus rugidos–, leones muy viejos y hasta cachorros (90).

Así, sumando dramatismo a la situación narrada, aclara que los rugidos son poderosos, roncos y envolventes, y que están iluminados y protegidos por una fogata brillante.

El mar

Cuando Laye viaja a Conakry para estudiar en la escuela secundaria técnica, ve el mar por primera vez, y la imagen lo maravilla:

Lo vi bruscamente al final de una avenida y me quedé mucho tiempo observando su extensión y las olas que se seguían y perseguían, y finalmente rompían contra las rocas rojas de la orilla. A lo lejos aparecían islas, muy verdes a pesar del vaho que estaba a su alrededor. Me pareció que era el espectáculo más asombroso que se pudiera ver; desde el tren y de noche, sólo lo había entrevisto. No me había hecho una idea correcta de la inmensidad del mar y menos aún de su movimiento, de la especie de fascinación producida por su movimiento incansable; ahora este espectáculo estaba ante mis ojos y me era muy difícil alejarme de él (137).

Como puede leerse en la cita, destaca sus movimientos, su tamaño y los colores del paisaje. Más adelante, vuelve a describirlo, integrando imágenes visuales que destacan los colores y la luminosidad del océano con imágenes táctiles que dan cuenta de la brisa marítima y la temperatura:

El mar es muy hermoso, muy tornasolado, cuando se mira desde la cornisa: es glauco en los bordes, mezcla de maravilla el azul del cielo y el verde lustrado de los cocoteros y de las palmeras de la costa, y está bordeado de espuma y de reflejos coloreados; más allá está como completamente nacarado. Los islotes con cocoteros que se divisan a lo lejos en la luz ligeramente velada, vaporosa, tienen una tonalidad tan suave, tan delicada, que el alma está como transportada por ella. Además llega de alta mar una brisa que, aunque sea débil, no rompe menos el calor agobiante de la ciudad (152).