Ariel

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La estatua de Ariel

Ariel es un ensayo en el cual los argumentos filosóficos se desarrollan constantemente a través de imágenes literarias. Por nombrar algunas, destacamos, en primer lugar, la descripción de la estatua de Ariel de la primera parte, que representa el momento en que, en la obra de Shakespeare, Próspero libera de su poder al espíritu alado:

Desplegadas las alas; suelta y flotante la leve vestidura, que la caricia de la luz en el bronce damasquinaba de oro; erguida la amplia frente; entreabiertos los labios por serena sonrisa, todo en la actitud de Ariel acusaba admirablemente el gracioso arranque del vuelo; y con inspiración dichosa, el arte que había dado firmeza escultural a su imagen había acertado a conservar en ella, al mismo tiempo, la apariencia seráfica y la lealtad ideal (pp.3-4).

La descripción pone en relación la calidad de la composición de la escultura con la idealidad que transmite el numen de Ariel en el momento en que arranca vuelo, acción que se congela en una pose que transmite nobleza, serenidad y lealtad a los ideales. Esta imagen también significa el poder del mago que sabe cómo disponer del espíritu de aire hasta alcanzar la perfección, instancia en la que Ariel ha cumplido su objetivo y puede ser libre. Esto significa que Ariel seguirá sujeto al control del maestro y de sus discípulos hasta que el triunfo del idealismo sobre el utilitarismo esté asegurado. Ver sección: “La tempestad y el colonialismo en América Latina”.

El palacio del rey

En el cuento sobre el monarca oriental cuyo palacio estaba abierto a todo el mundo, salvo por un recinto reservado para la reflexión del rey, Próspero compone una imagen del palacio como “la casa del pueblo” (p.13), que combina belleza y hospitalidad. Así, describe que “en los abiertos pórticos, formaban corro los pastores cuando consagraban a rústicos conciertos sus ocios; platicaban al caer la tarde los ancianos; y frescos grupos de mujeres disponían, sobre trenzados juncos, las flores y los racimos de que se componía únicamente el diezmo real” (p.13). Adentrándose en las partes más íntimas del palacio, muestra que “los niños llegaban en bandas bulliciosas al pie del lecho en que dormía el rey” (p.14). La imagen de la generosidad del monarca también aparece en la descripción de cómo la Naturaleza era invitada a habitar el palacio:

Del germen caído al acaso, brotaban y florecían, en las junturas de los pavimentos y los muros, los alhelíes de las ruinas, sin que una mano cruel los arrancase ni los hollara un pie maligno. Por las francas ventanas se tendían al interior de las cámaras del rey las enredaderas osadas y curiosas. Los fatigados vientos abandonaban largamente sobre el alcázar real su carga de aromas y armonías (p.14).

De esta manera, se muestra cómo los súbditos del rey conviven en armonía con la naturaleza, personificada a través de acciones y adjetivaciones (enredaderas osadas, vientos que abandonan su carga) dentro de este palacio suntuoso y accesible, imagen de cómo las mentes superiores dedicadas al ideal deben estar abiertas a recibir toda la variedad del mundo para enriquecer su espíritu y perfeccionar la humanidad.

Los obreros

En más de una ocasión, Próspero construye una imagen del trabajador común al que le atribuye la fuerza vital y la perseverancia que deberían tener los jóvenes para encarar la obra del futuro. Así, les dice a sus discípulos que “la juventud que vivís es una fuerza de cuya aplicación sois los obreros” (p.5), y que esperan el porvenir “como el obrero en marcha a los talleres que le esperan” (p.8). Construir una imagen positiva del obrero le sirve a Rodó en su plan de reconciliar el progreso de la modernidad y la labor de las multitudes con el plan de perseguir la idealidad. Es así como sostiene que las razas pensadoras –dentro de las que incluye a la raza latina– “revelan, en la capacidad creciente de sus cráneos, ese empuje del obrero interior” (p.50).

La gran ciudad

Próspero cree que las ciudades “populosas, opulentas, magníficas” son el ambiente natural para la manifestación de la “alta cultura” (p.48) y de los espíritus elevados, pero, para que así lo sean, es necesario que la grandeza cuantitativa y material sean “solo medios del genio civilizador y en ningún caso resultados en los que él puede detenerse” (p.49). Por esta razón, construye una imagen de la gran ciudad en la que se destaca lo inmaterial, aquello que se percibe y se siente más de lo que se ve:

Grande es en esa perspectiva la ciudad, cuando los arrabales de su espíritu alcanzan más allá de las cumbres y los mares, y cuando, pronunciando su nombre, ha de iluminarse para la posteridad toda una jornada de la historia humana, todo un horizonte del tiempo. La ciudad es fuerte y hermosa cuando sus días son algo más que la invariable repetición de un mismo eco, reflejándose indefinidamente de uno en otro círculo de una eterna espiral; cuando hay algo en ella que flota por encima de la muchedumbre; cuando entre las luces que se encienden durante sus noches está la lámpara que acompaña la soledad de la vigilia inquietada por el pensamiento y en la que se incuba la idea que ha de surgir al sol del otro día convertida en el grito que congrega y la fuerza que conduce las almas (p.49).

La imagen que aquí se construye de la gran ciudad es una imagen que trasciende el tiempo y el espacio, porque las grandes ciudades son capaces de convertirse en hitos históricos en el progreso de la humanidad. Es una imagen que pretende alejarse de la “invariable repetición” de la vida utilitarista y acercarse a una idealidad que ilumina –ilumina como símbolo de conocimiento y de enseñanza– a las muchedumbres y a las personas que dedican día y noche a la reflexión, y que tienen una visión esperanzadora del futuro.