La ciudad y los perros

La ciudad y los perros Resumen y Análisis Epílogo

Resumen

Gamboa, preparado para partir hacia su traslado a la puna, saluda al capitán Garrido. Este lamenta su traslado, porque lo estima, pero no deja de recordarle que él le advirtió y que a partir de ahora debe recordar que las lecciones de reglamento, en el Ejército, se dan a los subordinados, no a los superiores. Gamboa dice que él no se hizo militar para tener una vida fácil. Luego le pide permiso para hablar con un cadete en la calle, a solas. Después entra a Prevención, donde le entregan un telegrama, que lee y se guarda en el bolsillo.

Jaguar y Gamboa salen juntos y se alejan del colegio. El teniente saca del bolsillo una carta que el Jaguar le escribió donde confiesa haber matado a Arana y le pregunta qué significa. El Jaguar dice que es la verdad y le pide que lo lleve con el coronel. Dice que él defendió a su sección de los más grandes que los bautizaban, pero que a la primera le dieron la espalda y creen que es un soplón. Gamboa le pregunta finalmente por qué mató al muchacho y el Jaguar responde que quería librar a todos de un tipo así, que hizo expulsar a Cava solo para salir unas horas. Pero ahora, dice, comprende mejor al Esclavo: para él los demás no eran sus compañeros sino sus enemigos. No podía saber, dice, que los otros eran peores que él. Ahora cree que es mejor que lo metan en la cárcel. Gamboa termina diciendo que el caso Arana está liquidado, que el Ejército no quiere saber más del asunto. Le ordena que vuelva al colegio y se va. El Jaguar recoge los papeles a sus pies. Uno es la hoja de cuaderno en la que él escribió “Teniente Gamboa: yo maté al Esclavo. Puede pasar un parte y llevarme donde el coronel” (p.369). El otro papel es un telegrama: “Hace dos horas nació niña. Rosa está muy bien. Felicidades. Va carta. Andrés” (p.369). El Jaguar rompe ambas hojas y vuelve al colegio. En el camino ve una gran mansión y la reconoce: es la primera casa que robó.

Alberto camina por la calle mirando su reloj de oro puro, regalo que su padre le hizo para Navidad, por las notas con las que terminó en el Leoncio Prado. Recuerda cómo lo admiraban la noche anterior, con Pluto, Helena, Emilio, Bebe, Paco, Marcela. Piensa que al día siguiente irá a la playa con Marcela y luego al cine. Y así todos los días hasta terminar el verano e irse a Estados Unidos. Pasaron meses desde que salió del Leoncio Prado y el malestar que le produce el recuerdo del colegio es cada vez más efímero. Llega a la casa de Marcela, que aparece sonriente en el jardín. Meses atrás, cuando se declaró a Marcela en una fiesta, aún se sentía intimidado por el universo de su infancia, al que volvía luego de tres años oscuros. Ahora ya recobró toda su seguridad.

Alberto y Marcela caminan hacia la playa. En un momento, ante el asombro de Alberto, ella le confiesa que la noche anterior conoció a su antigua enamorada, Teresa, tocándole la puerta con cualquier excusa. Le pregunta luego si estaba muy enamorado de esa chica, porque le parece una “huachafa fea” (p.373). Alberto responde que no, que era algo del colegio y Marcela le pregunta por qué se peleó con ella. Alberto no encuentra la respuesta en su cabeza: cuando salió del Leoncio Prado meses atrás pensaba ir a lo de Teresa pero se quedó deambulando por Miraflores, se reencontró con sus viejos amigos, salió con ellos y conoció a Marcela.

Alberto recuerda que el último día del colegio lo hicieron presentarse ante el coronel. Tenía miedo, pero el coronel lo trató con afecto, lo felicitó por sus exámenes, habló de cómo Alberto estuvo a punto de arruinar su ilustre tradición familiar, pero el Ejército le dio otra oportunidad. Luego el coronel lo despidió y le recordó que se inscribiera en la Asociación de Exalumnos.

Marcela le pregunta a Alberto si no le daba vergüenza pasearse con Teresa. Él se enrojece: no puede explicarle que no solo no le daba vergüenza sino que se sentía orgulloso de mostrarse con ella, que precisamente lo que le avergonzaba era no ser como ella. Alberto luego cambia de tema, diciendo que su padre la invitó a ir de paseo antes de su viaje. Le cuenta que ahora sus padres se llevan muy bien. Alberto piensa en su futuro: estudiará, será un buen ingeniero, volverá y trabajará con su padre, tendrá una gran casa con piscina, un auto convertible, se casará con Marcela, viajará mucho, ni se acordará del Leoncio Prado. La pareja sigue caminando, y mientras ella le habla sobre sus amigos Alberto piensa en Gamboa, en que vive en la puna por su culpa, por haber creído en él.

El Jaguar cuenta al flaco Higueras, recientemente salido de la cárcel, cómo fue su reencuentro con Teresa al salir del Leoncio Prado. Ella tardó unos instantes en reconocerlo, se veían por primera vez después de cinco años. El Jaguar le pidió perdón por el incidente en la playa, por haberla insultado, y la muchacha respondió que era una cosa de chicos, que había quedado en el olvido. Le preguntó por qué no había vuelto a aparecer después de aquel día, y el Jaguar le contó todo: lo de Higueras, los robos. No le contó que le mandaba regalos, pero ella lo adivinó. El flaco Higueras le pregunta al Jaguar si, entonces, se gastaba la mitad de las ganancias en el burdel y la otra comprándole regalos a Teresa. El muchacho responde que no, que en el bulín no gastaba casi nada porque no le cobraban. El Jaguar terminó confesándole a Teresa que estaba enamorado de ella, que le pegó a aquel muchacho en la playa por celos. La chica confesó que siempre había pensado en él.

El Jaguar le cuenta al flaco Higueras que Teresa salió con un muchacho un tiempo pero la dejó plantada, no volvió a buscarla, y un día ella lo vio caminando con una chica de plata. Esa noche Teresa no durmió y pensó en hacerse monja.

Quince días después del reencuentro, Teresa y el Jaguar se casaron. Lo hicieron con apuro porque cuando Teresa le contó a su tía que se estaban viendo ella se puso furiosa y le prohibió continuar la relación. Entonces el Jaguar le propuso casamiento y ella aceptó. Cuando volvieron a la casa después de casarse, le mostraron los papeles a la tía y esta le pegó una cachetada al Jaguar. Después de que Teresa la reprendió, la tía se puso a llorar, diciendo que seguramente la iban a dejar sola. Entonces el Jaguar le prometió que viviría con ellos. Entonces la tía se calmó y junto a los vecinos celebraron la boda.

El Jaguar le ofrece al flaco Higueras quedarse en su casa, pero este decide no hacerlo. Le promete pasar a buscarlo alguna tarde por la oficina en que trabaja el Jaguar e ir por unas copas. El Jaguar le pregunta si seguirá robando, y el flaco Higueras se ríe y asiente. El Jaguar le recuerda que es su amigo, y le dice que si necesita algo no dude en pedírselo. El flaco le pide, entonces, que pague las copas que están bebiendo.

Análisis

Los episodios que se narran en el Epílogo se inician meses después de los últimos acontecimientos sucedidos al final de la segunda parte de la novela. Algunos de ellos tienen lugar en el momento en que los alumnos del Leoncio Prado egresan del colegio (la escena entre el Jaguar y Gamboa fuera de la institución y la de la reunión de Alberto con el coronel antes de abandonar las instalaciones), y otros episodios muestran el devenir de algunas historias unos meses más tarde (la conversación entre Alberto y Marcela, y la que se da entre el Jaguar y el flaco Higueras). Lo que el Epílogo pone en evidencia son, particularmente, dos cuestiones: por un lado, las revelaciones que tienen que ver con el Jaguar (como narrador y como asesino) y, por otro lado, los diferentes tipos de futuro a los que se enfrentan los cadetes del Colegio Militar una vez librados del uniforme y devueltos a sus contextos sociales de origen.

El narrador que relataba anónimamente diversos fragmentos a lo largo de la novela se revela ahora como el Jaguar. Esta revelación tiene lugar, en primera instancia, en la escena en que Gamboa y el Jaguar mantienen una reunión privada ya fuera de la institución. El narrador en tercera persona focaliza en el muchacho una vez que este ya está solo, presentando sus pensamientos. Uno de ellos es una apreciación que evidencia al Jaguar como el narrador de los pasajes que permanecían anónimos en la novela: “Al pasar por una casa, se detuvo: era una gran mansión, con un vasto jardín exterior. Allí había robado la primera vez” (p.369). De por sí, esta información podría resultar suficiente para confirmar la identidad de ese narrador que relataba, precisamente, haber entrado a robar casas en varias ocasiones, de la mano de su amigo Higueras. Sin embargo, el último pasaje narrativo de la novela relata el encuentro entre el Jaguar y el flaco Higueras una vez que este último sale de la cárcel, confirmando así la novela la amistad entre ambos personajes y su pasado común.

La revelación del Jaguar como narrador de los pasajes anónimos permite reconfigurar al personaje en términos de su pasado, a la vez que brinda herramientas para comprender, de algún modo, la argumentación del muchacho cuando confiesa ante Gamboa haber asesinado al Esclavo: “Porque estaba equivocado sobre los otros, mi teniente; yo quería librarlos de un tipo así. Piense en lo que pasó y verá que cualquiera se engaña. Hizo expulsar a Cava solo para poder salir a la calle unas horas, no le importó arruinar a un compañero por conseguir un permiso. Eso lo enfermaría a cualquiera” (p.367). Lo que parece justificar, para el Jaguar, haber disparado al Esclavo, es la condición de traidor del cadete fallecido.

La traición es un tema importante en la novela y suele aparecer, a lo largo de todo el relato, con un énfasis especial en el Jaguar. Era él quien aseguraba, en conversaciones con Alberto, que nada había peor que ser un “soplón”, y tan fiel era a este ideal suyo que ni siquiera cuando era el objeto de ataque por toda la sección develó la verdadera identidad del traidor, gesto que lo hubiera salvado pero también convertido, a él mismo, en un soplón. Conociendo, a partir del Epílogo, el pasado del personaje, no es difícil rastrear el por qué de la importancia que el Jaguar le da a la fidelidad y el modo en que considera la traición como digna del mayor castigo: su fiel amigo, el flaco Higueras, quien lo salvó y ayudó cuando él no tenía ni dinero, ni amor, ni un hogar, terminó preso por una traición. Por su historia de vida, parecería que los únicos pilares que sostuvieron al Jaguar fueron la amistad, la lealtad, el compromiso para con los pares, y son esos mismos valores los que supuestamente vio amenazados por el Esclavo. Pero lo que lo motiva a confesarse con Gamboa es justamente la pérdida de la fe en los valores que antes sostenía. Esto se da a partir de que no obtuvo, por parte de sus compañeros, la lealtad que creía merecer: “yo no le tengo miedo a nadie, mi teniente, sépalo usted, ni al coronel ni a nadie. Yo los defendí de los de cuarto cuando entraron. Se morían de miedo de que los bautizaran, temblaban como mujeres y yo les enseñé a ser hombres. Y a la primera, se me voltearon. Son, ¿sabe usted qué?, unos infelices, una sarta de traidores, eso son. Todos. Estoy harto del colegio, mi teniente” (p.366).

El Jaguar es incapaz de perdonar a aquellos que lo tildaron injustamente de traidor, y ahora el joven se arrepiente de las acciones que llevó a cabo en virtud de quienes creía sus amigos. “Yo quería vengar a la sección, ¿cómo podía saber que los otros eran peores que él, mi teniente?” dice el Jaguar, y resuelve: “Creo que lo mejor es que me metan a la cárcel. Todos decían que iba a terminar así, mi madre, usted también. Ya puede darse gusto, mi teniente” (p.368). El hecho de que el joven decida confesarse justo en el momento en que egresará del colegio hace pensar en una doble motivación: por un lado, como dice el muchacho, la repentina convicción de que cometió un error; por el otro, lo incierto y probablemente hostil de la realidad que le espera por fuera de los muros del Leoncio Prado.

Sabemos, por sus narraciones en primera persona, que el muchacho no dispone de un hogar ni de una familia que espere recibirlo, que su madre y su hermano están muertos y su amigo, el flaco Higueras, continúa en la cárcel. El muchacho, con apenas once años, había deambulado por una ciudad que se le presentaba hostil y que lo llevó a buscar reparo en las únicas personas que conocía aunque fuera mínimamente: el padrino y su esposa. Y fue también después de esa suerte de abuso que vivió con la mujer de su padrino que el joven rogó lo enviaran pupilo al Leoncio Prado. Es decir que, a diferencia de los casos de la mayoría de sus compañeros, la noticia del egreso del colegio no se presenta con felicidad, necesariamente, para el Jaguar, un muchacho que al entrar a la institución no había dejado nada bueno a sus espaldas. A excepción, claro, de Teresa: esa muchacha de la que está enamorado desde la infancia, con quien compartió cada tarde durante años, hasta que los celos le llevaron a golpear a un muchacho en la playa, primera acción de una larga cadena de errores.

En la última escena de la novela, el Jaguar le cuenta al flaco Higueras, ya salido este de la cárcel, cómo fue su reencuentro con Teresa. Vargas Llosa utiliza una particular forma de narrar que consolidará luego gran parte de su estilo literario:

-¿Y qué más? -dijo el flaco Higueras-. ¿Cuántos moscardones en su vida, cuántos amores?

-Estuve con un muchacho -dijo Teresa-. A lo mejor vas y le pegas, también.

Los dos se rieron. Habían dado varias vueltas a la manzana. Se detuvieron un momento en la esquina y, sin que ninguno lo sugiriera, iniciaron una nueva vuelta.

-¡Vaya! -dijo el flaco-. Ahí la cosa comenzó a ponerse bien. ¿Te contó algo más?

-Ese tipo la plantó -dijo el Jaguar-. No volvió a buscarla. Y un día lo vio paseándose de la mano con una chica de plata, una chica decente, ¿me entiendes? Dice que esa noche no durmió y pensó hacerse monja (p.385).

El narrador superpone dos planos, dos conversaciones, relatando así ambas escenas mediante un diálogo compuesto de líneas de tiempos distintos que se intercalan. Así es como el narrador elige dar cierre a la historia de amor entre Teresa y aquel tímido niño que ahora sabemos el Jaguar, un cierre románticamente feliz, de matrimonio y comunión familiar. Pero es también así, en esta plasmación de diálogos cruzados, como el narrador de la novela elige presentar, por primera y única vez, cómo vivió Teresa el fin de su relación con Alberto, ese muchacho con el que salió y a quien no volvió a ver sino acompañado de otra chica. Y no cualquier chica, sino una nada se parece a ella: “sus ojos y sus cabellos oscuros contrastaban con su piel, muy blanca” (p.371), describe el narrador focalizado en Alberto cuando va a buscar a Marcela a su casa: “venía hacia él sonriendo y Alberto pensó: ‘Qué bonita es’” (p.371). Porque de la misma manera que el Jaguar vuelve a su círculo, a sus orígenes, a la muchacha de Bellavista que amó en la infancia y en la cual, sin embargo, nunca dejó de pensar, también Alberto, al salir del colegio, vuelve a ser absorbido por los espacios y las personas de su pasado:

Él estaba con su traje de civil, el uniforme reposaba sobre una silla, el quepí había rodado al suelo, su madre había salido, la casa desierta lo exasperaba, tenía ganas de fumar, solo hacía dos horas que estaba libre y lo desconcertaban las infinitas posibilidades para ocupar su tiempo que se abrían ante él. ‘Iré a comprar cigarrillos’, pensó; ‘y después, donde Teresa’. Pero, una vez que salió y compró cigarrillos, no subió al Expreso, sino que estuvo largo rato ambulando por las calles de Miraflores, como lo hubiera hecho un turista o un vagabundo: la avenida Larco, los malecones, la Diagonal, el parque Salazar y, de pronto, allí estaban el Bebe, Pluto, Helena, una gran rueda de rostros sonrientes que le daban la bienvenida (p.374).

Así de simple es el devenir que empuja a Teresa fuera de la vida de Alberto, un muchacho cuyo primer reencuentro con lo que fuera su hábitat natural se da a la manera de “un turista o un vagabundo”, pero que pronto comienza a sumergirse nuevamente en un pasado que es, a su vez, su futuro: “Mañana es lunes y para mí será como hoy. Me levantaré a las nueve, vendré a buscar a Marcela e iremos a la playa. En la tarde al cine y en la noche al parque. Lo mismo el martes, el miércoles, el jueves, todos los días hasta que se termine el verano. Y, después, ya no tendré que volver al colegio, sino hacer mis maletas. Estoy seguro que Estados Unidos me encantará” (p.370). Alberto no tarda en recuperar un modo de vida al que se había desacostumbrado y que súbitamente puede ver con extrañeza, con admiración, aquello que años atrás le parecía incuestionable. Así, el narrador focaliza en el joven caminando a paso seguro por Miraflores, entre “fachadas de ventanales amplios, que absorbían y despedían el sol como esponjas multicolores”, vistiendo una “ligera camisa de seda” (p.369) y observando su nuevo “reloj muy hermoso, de oro puro” (p.370).

El episodio protagonizado por Alberto en el Epílogo adquiere la tonalidad de las imágenes que inundaban los fragmentos, esparcidos por la novela, que relataban escenas del pasado del muchacho junto a sus amigos miraflorinos. Ya salido del colegio, Alberto nuevamente “se sentía contento, animoso, caminando entre esas mansiones de frondosos jardines, bañado por el resplandor de las aceras; el espectáculo de las enredaderas de sombras y de luces que escalaban los troncos de los árboles o se cimbreaban las ramas, lo divertía. ‘El verano es formidable’, pensó” (p.370). Y por un momento pareciera que los resplandores, las enredaderas, la seda y los amplios ventanales lograron extinguir sin esfuerzo los grisáceos muros que constituyeron la cotidianidad de Alberto durante los últimos años: “qué importaba el pasado, la mañana desplegaba ahora a su alrededor una realidad luminosa y protectora, los malos recuerdos eran de nieve, el amarillento calor los derretía” (p.371).

El narrador, mediante una metáfora, equipara a los “malos recuerdos”, es decir, los hechos turbulentos que tuvieron lugar en los años que Alberto cursó en el Colegio Militar, con la nieve, haciendo así hincapié en el contraste en que se oponen dos períodos (con sus espacios y personajes) de la vida de Alberto muy disímiles. Los días en el Leoncio Prado se asocian a la nieve mientras que la cómoda vida en Miraflores al calor “amarillento”, es decir, al pleno sol, en una expresión que replica el ciclo natural que opone el invierno al verano, estaciones generalmente asociadas, analógicamente, a la crudeza y hostilidad, en el primer caso, y a la plenitud y luminosidad, en el segundo. En la metáfora presentada por el narrador, el calor parece capaz de “derretir” los hostiles recuerdos del invierno, sobreponiéndose con su luz a un momento oscuro. Y tal como expresa la metáfora de la nieve derritiéndose bajo el sol, el modo en que Alberto recupera lo que había sido su plena y luminosa realidad no es inmediato sino más bien un proceso: “Se sentía dueño de sí mismo. Al principio, sobre todo los días que siguieron a la fiesta donde se declaró a Marcela, se sentía un poco intimidado en el mundo de su infancia, después del oscuro paréntesis de tres años que lo había arrebatado a las cosas hermosas” (p.372).

La metáfora vuelve a establecer el paralelo entre el período vivido en el Colegio Militar y una zona de oscuridad, pero el narrador innova, con esta expresión, en la idea de “paréntesis” y de arrebato: los recuerdos hostiles de Alberto en el Leoncio Prado no constituyen del todo un pasado que se quiere dejar atrás para intentar construir una nueva vida, sino que más bien ocupan, en la interioridad de Alberto, una suerte de mancha, de túnel, en medio de lo que era una línea vital más bien luminosa y resplandeciente, esas “cosas hermosas” de las que fue arrebatado por un tiempo y a las que ahora empieza a regresar. Y es quizás esta expresión con la que el narrador ilustra la interioridad de Alberto lo que explica el por qué de que el joven no mantuviera su relación con Teresa: todo lo vivido con la muchacha, a pesar de los momentos relativamente felices y los sentimientos honestos que ella pueda haberle producido, se encuentra dentro de ese “oscuro paréntesis” que el muchacho busca extinguir de su interior. Esto es, al menos, la razón que el muchacho puede darse a sí mismo:

-¿Y por qué te peleaste con ella? -preguntó Marcela.

Era inesperado: Alberto abrió la boca pero no dijo nada. ¿Cómo explicar a Marcela algo que él mismo no comprendía del todo? Teresa formaba parte de esos tres años de Colegio Militar, era uno de esos cadáveres que no convenía resucitar (p.374).

La relación con Teresa no solo se desenvolvió durante un período de tiempo que hoy Alberto preferiría borrar de su vida, sino que además se encuentra estrechamente ligada al más perturbador de los recuerdos del joven: el hecho de que el Esclavo haya muerto hace que la expresión “cadáver” adquiera una acepción no tan metafórica. De algún modo, Alberto precisa que Teresa deje de existir en su mente para que el recuerdo del fallecimiento de Arana, a quien traicionó al enamorarse de Teresa, deje de atormentarlo. Por otro lado, Alberto puede, efectivamente, hacer que esa muchacha deje de existir: Teresa no se correspondía, de todos modos, con el destino que el joven tenía para sí mismo, o al menos que su padre tenía para él:

Estudiaré mucho y seré un buen ingeniero. Cuando regrese, trabajaré con mi papá, tendré un carro convertible, una gran casa con piscina. Me casaré con Marcela y seré un donjuán. Iré todos los sábados a bailar al Grill Bolívar y viajaré mucho. Dentro de algunos años ni me acordaré que estuve en el Leoncio Prado (p.379).

Olvidar a Teresa y entablar una relación con una muchacha como Marcela, perteneciente a su misma clase social, es para Alberto parte del proceso de recuperación del propio porvenir. Si los años en el Leoncio Prado habían uniformado las singularidades, las individualidades de gran cantidad de muchachos provenientes de orígenes disímiles, el fin del período escolar devuelve a cada joven a su realidad particular evidenciando que las diferencias socioeconómicas pueden suspenderse, pero aparentemente, no pueden desaparecer. Tanto Alberto como el Jaguar recuperan sus vidas donde las habían dejado y se lanzan a destinos que, probablemente, jamás volverán a juntarlos.