La ciudad y los perros

La ciudad y los perros Ironía

El padre de Arana culpa a su esposa por el estado "malogrado" de su hijo, cuando Arana está internado inconsciente como consecuencia de la doctrina militar a la que él lo empujó (Ironía situacional)

El padre de Arana decidió enviar como pupilo al Colegio Militar a su hijo con el fin de hacer de él "un hombre", desestimando con esa decisión las preocupaciones de su mujer acerca del modo en que el contexto militar podría repercutir negativamente en el niño. En la segunda parte de la novela se ve cómo la educación militar, lejos de salvar el futuro de Ricardo, atenta contra su vida entera. El joven se encuentra inconsciente en la enfermería mientras el padre de Arana intenta justificarse en un diálogo con Alberto:

-Cuando yo lo recobré estaba maleado, era un inservible, un inútil. ¿Quién me puede culpar por haber querido hacer de él un hombre? ¿Eso es algo de lo que tengo que avergonzarme?

-Estoy seguro que sanará pronto -dijo Alberto-. Seguro.

-Pero tal vez he sido un poco duro -prosiguió el hombre-. Por exceso de cariño. Un cariño bien entendido. Su madre y esa loca de Adelina no pueden comprender. ¿Quiere usted un consejo? Cuando tenga hijos, póngalos lejos de la madre. No hay nada peor que las mujeres para malograr a un muchacho (p.232).

Las palabras del padre de Arana sobre la supuesta inconveniencia de que las mujeres eduquen a sus hijos constituyen una suerte de ironía si se tiene en cuenta el trasfondo de la situación: el joven Arana se encuentra inconsciente luego de recibir un disparo en una campaña militar, situación a la que el muchacho se expuso por entera decisión de su padre, y sin embargo el hombre postula culpa a la madre por el destino “malogrado” del joven. Así, el padre de Arana se erige en la novela como una de las tantas personificaciones de la hipocresía, tema que se presenta, sobre todo en esta segunda parte del libro, como uno de los verdaderos pilares de la institución militar y de la sociedad que la apoya.

Cuando la sección acusa al Jaguar de traidor, Alberto no solo no confiesa ser el culpable, sino que además se suma al hostigamiento al Jaguar (Ironía situacional)

La escena en la cual toda la sección desafía al Jaguar acusándolo de traidor frente al silencio cómplice de Alberto desemboca en una situación irónica que constituye, a su vez, uno de los episodios de mayor dramatismo en la novela. El narrador focaliza en Alberto al describir la escena:

Arróspide coreaba ‘soplón, soplón’, frenéticamente, y de distintos puntos de la cuadra, aliados anónimos se plegaban a él, repitiendo la palabra a media voz y casi sin abrir la boca. El murmullo se extendía como en las clases de francés y Alberto comenzaba a identificar algunos acentos, la voz aflautada de Vallano, la voz cantante del chiclayano Quiñones y otras voces que sobresalían en el coro, ya poderoso y general. Se incorporó y echó una mirada en torno: las bocas se abrían y cerraban idénticamente. Estaba fascinado por ese espectáculo y, súbitamente, desapareció el temor de que su nombre estallara en el aire de la cuadra y todo el odio que los cadetes vertían en esos instantes hacia el Jaguar se volviera hacia él. Su propia boca, detrás de los vendajes cómplices, comenzó a murmurar, bajito: ‘Soplón, soplón’ (p.349).

La ironía yace en que Alberto no solo deja que ataquen al Jaguar acusándolo de una acción que en verdad cometió él mismo, sino que además se suma a la provocación, cantando él también la consigna que señala al inocente Jaguar como un “soplón”. Este gesto extrema los límites de la situación a la vez que delinea a los personajes y deja en evidencia sus verdaderas naturalezas.

Por un lado, Alberto se muestra como un ser capaz de dejar que castiguen injustamente a otro para salvar su propio pellejo. En el extremo opuesto, el Jaguar demuestra su incorruptible compromiso con los valores que dice sostener, al punto de dejarse torturar por un delito que no cometió con tal de no convertirse él mismo en un soplón al señalar a aquel que debería estar siendo castigado en su lugar.