La ciudad y los perros

La ciudad y los perros Resumen y Análisis Primera parte, Capítulos III-IV

Resumen

Capítulo III

Un narrador anónimo cuenta sobre los días en que asistía al colegio Sáenz Peña y, al salir, volvía a Bellavista caminando. A veces se encontraba con "el flaco" Higueras. Este era un amigo de Perico, hermano del narrador, antes que a Perico lo enlistaran en el Ejército y lo enviaran a la selva. Higueras trataba al narrador como a un igual, lo llevaba a beber pisco, le daba cigarrillos y le contaba anécdotas sobre su hermano. Cuando el narrador volvía a su casa, su madre apenas lo saludaba. Ella además nunca le daba dinero, solo se quejaba de la pensión que había dejado su padre al morirse, paupérrima a pesar de haber trabajado treinta años para el Estado.

Cada tarde el narrador iba a la casa de su vecina, Teresa, cuya tía no lo quería. El narrador y Tere estudiaban juntos y él admiraba su prolijidad, su letra, lo impecable que ella estaba siempre. Era distinta a las otras chicas. El narrador pensaba constantemente en besarla y se imaginaba casado con ella. Durante el tiempo en que estudió con Teresa el narrador obtuvo las mejores calificaciones en el colegio.

Boa cuenta que un año después de que Gamboa acabara con el Círculo, el Jaguar lo había puesto a funcionar nuevamente. Esta vez era incluso mejor, porque cuando estaban en tercero el Círculo era toda la sección, mientras que en cuarto eran solo ellos cuatro (el Jaguar, el Rulos, Cava, el Boa) quienes realmente tenían el mando. Recuerda una vez en que, bautizando ellos a un "perro", el muchacho se quebró un dedo y sus compañeros de cuarto los apoyaron. El Boa dice que igual lo mejor eran las peleas con los de quinto. Esa es la verdadera rivalidad, porque ¿cómo olvidarse las torturas a las que ellos los habían sometido?

Alberto solía jugar al fulbito en la calle Ferré, junto a Pluto, Tico, Bebe, Emilio y los demás. Después solían ir al barranco, inventando estrategias, itinerarios para vencer los obstáculos que ofrecía el camino hasta la playa. Pasaban toda la mañana en esa caminata entre sonrisas fraternas, aplausos al vencer cada desafío, como por ejemplo meterse al mar cuando hacía frío. Luego volvían y fumaban echados en el jardín de la casa de Pluto. Otras veces iban al cine. Ocasionalmente se cruzaban con las muchachas del barrio, que formaban un grupo compacto, enemistado con el de los varones.

Ricardo, el Esclavo, también olvidó los días que siguieron a esa primera noche en la casa de Lima. Fueron monótonos y humillantes. Mantenía con su padre una guerra invisible, él hablaba con monosílabos e intentaba no cruzárselo. Una noche oyó a sus padres discutir en la pieza de al lado: su madre alegaba que él tenía solo ocho años, que ya se acostumbraría, y su padre decía que ya había tenido tiempo suficiente, que ella lo había educado mal y el niño parecía una mujer. Una tarde Ricardo preguntó a su madre si lo podían mandar como interno a algún colegio. Ella se puso triste y Ricardo se sintió mal durante todo el día, lo atormentaba el haberse delatado. Esa noche escuchó a su padre gritar fuertes insultos y a su madre suplicando. En un momento la madre gritó “¡Richi!” y él corrió a toda velocidad, abrió la puerta del cuarto de sus padres y gritó “No le pegues a mi mamá” (p.82). Entonces vio a su padre desnudo, sintió terror y luego cayó desplomado por un golpe. Se levantó, pero su padre lo volvió a golpear. Desde el suelo vio que su madre saltaba de la cama, que su padre la detenía y la volvía a empujar hasta el lecho y luego vio venir a su padre y pegarle en la cara hasta sumergirlo en una pesadilla.

Capítulo IV

Alberto llega a su casa con el uniforme de cadete del Colegio. Su madre le pregunta por qué llega tarde y si la extrañó. Luego, toma su ropa y se pone a planchar el uniforme, anunciando que los zapatos ya están lustrados. Alberto le dice que no limpie tanto, que se estropeará las manos, y ella suspira, diciendo que a nadie le importan sus manos, ya que es una mujer abandonada. Alberto observa a su madre: sin maquillaje, con los cabellos desordenados, un delantal ajado, y recuerda las épocas no muy lejanas en que su madre pasaba horas arreglándose, yendo a la peluquería, eligiendo el mejor vestido. Alberto le pregunta si vio a su padre. Ella responde que él se presentó de improvisto días atrás, que le ofreció plata nuevamente, y que evidentemente tiene como objetivo matarla de dolor. Después de almorzar con su madre Alberto le anuncia que debe salir para hacer un encargo a un compañero que está consignado y le promete volver en una hora. Su madre, que últimamente no sale ni ve a sus amigas y se aferra por completo a él, le pide que no se demore.

Teresa vuelve de trabajar y en su casa escucha a su tía quejándose por la falta de dinero y ordenándole que realice tareas de la casa. La muchacha dice que ese día tiene un compromiso, que la invitó el muchacho que vive en la casa de ladrillos de la esquina, Arana. La tía pregunta si es de esos que andan con uniforme y Teresa responde que sí, que el chico está en el Colegio Militar y que ese día tiene salida, así que irá a buscarla a las seis. La tía le dice que esa es buena gente, bien vestida, con auto. Le pregunta si ya subió a su auto y la muchacha responde que no, que solo conversó una vez con él, dos semanas atrás, y que luego le mandó una carta. La tía le dice, enojada, que va a cumplir diecisiete años y que las dos morirán de hambre si ella no hace algo. Le ordena a Teresa que no deje escapar a ese muchacho, que tiene suerte que se haya fijado en ella. Teresa sigue barriendo, mira sus zapatos gastados, sucios, y le preocupa la posibilidad de que Arana la lleve a un cine de estreno.

Alberto está por salir de la casa cuando, para disgusto de la madre, llega su padre. El hombre se ve joven, sano, fuerte, lo cual satisface a Alberto, y se comporta con desenvoltura. La madre de Alberto se desespera, intenta echarlo, lo llama miserable. El padre se tapa los oídos, divertido, y ella se larga a llorar. Luego el hombre le dice que ella no puede seguir así, sin sirvientas. La madre pide a Alberto que haga algo, pero el padre le dice que él es demasiado joven para entender la vida. Alberto recuerda que el padre le dijo la misma frase años atrás, cuando él lo vio caminando por el centro abrazado a una mujer. El padre le propone a la madre que vuelva a vivir en Miraflores siempre y cuando él goce de libertad. La madre le grita que es un adúltero, un cínico. Alberto pide permiso para irse. El padre se lo da y le recomienda que estudie, puesto que si tiene buenas notas lo mandará luego a estudiar a Estados Unidos.

Teresa termina de lavar los platos, toma toalla y jabón y se dirige a la casa contigua. Una chiquilla abre y Teresa le pregunta si se puede bañar. Así lo hace, luego de pagar un sol, en un reducto sombrío y pequeño, mientras el padre de la niña intenta espiarla por la cerradura. Al salir, Teresa agradece y le pide a la niña que le preste una cinta azul para el pelo, que se la devolverá más tarde. Le cuenta, con brillo en los ojos, que un muchacho la invitó al cine.

Camino a la estación de tren, Alberto se cruza con Tico y Pluto, quienes lo abrazan y le preguntan dónde estuvo todo el último tiempo. Alberto cuenta que ya no vive en Miraflores, sino en Alcanfores, y que está internado en el Colegio Militar y solo sale los sábados. Tico y Pluto se sorprenden, pero luego se distraen, ya en el tren, contando las novedades del barrio. Entre ellas, que Pluto está saliendo con Helena. El joven casi se disculpa con Alberto, reconociendo que a este antes le gustaba.

“Ya sabía que era fea” (p.95) piensa Alberto apenas Teresa le abre la puerta. Él anuncia que tiene un encargo de Ricardo Arana y la muchacha lo hace pasar. Alberto le comunica que Arana le mandó a decir que no iba a poder asistir al compromiso con ella porque está consignado, pero que vendrá a verla el sábado siguiente. En eso aparece la tía de Teresa, preguntando quién es el muchacho presente. Alberto dice su nombre y la mujer le toma la mano y lo saluda sonriendo teatralmente, y luego se dispone a hablar sin pausas, tratándolo de “señor” e interrogándolo sin esperar respuestas. La mujer lo invita a sentarse, le cuenta que la casa es pobre pero honrada, que Teresa quedó huérfana y ella hace lo que puede para darle una buena educación. Luego, le pregunta a dónde llevará a Teresa esa tarde. La muchacha intenta intervenir, pero su tía la interrumpe y Alberto dice entonces que Teresa y él pueden ir al cine. Teresa y su tía salen de la habitación, y Alberto oye cómo la muchacha se resiste a salir con él, pero su tía insiste en que el muchacho es un buen partido.

Teresa y Alberto salen y caminan una cuadra entera sin hablarse. La muchacha se detiene, le da las gracias, se disculpa por su tía y ríe, despidiéndose. Alberto le pregunta si Arana se enojaría si ella saliera con él. La muchacha dice que no son nada, que era la primera vez iban a salir. Alberto entonces la invita al cine. Ella le aclara que no tiene por qué hacer eso, pero Alberto afirma que quiere hacerlo.

Es temprano y el cine está vacío. Alberto se muestra locuaz, ingenioso, frente a esta chica que no lo intimida y que parece impresionada con su uniforme y sus historias. Al salir de la sala, Alberto insiste en acompañarla a la casa. Antes de irse, le pregunta a la muchacha si puede volver a invitarla al cine al día siguiente. La muchacha acepta agradecida y él promete buscarla a las cinco.

Alberto entra a su casa pidiendo perdón a su madre por la demora. Ella lo mira con rencor y no tarda en largarse a llorar y a preguntarle por qué la hace sufrir de esa manera, lo llama cínico y digno hijo de su padre. Luego se calma y le exige que se siente a comer, mientras le dice que él es su único apoyo en el mundo. Alberto la escucha mientras piensa en Pies Dorados, en la reacción del Esclavo cuando sepa que él fue al cine con Teresa, en Pluto que está con Helena, en el Colegio Militar. Alberto encuentra un sobre con su nombre y cincuenta soles dentro. La madre le dice que su padre le dejó eso, que fue lo único que ella aceptó. Alberto abraza a su madre, le promete que todo se arreglará algún día, y le pide salir unos minutos a tomar aire.

Fue Vallano quien primero habló sobre Pies Dorados, una mujer de la cuarta cuadra de Huatica. Sus palabras y su tono eran fogosos. Al domingo siguiente, Cava, el Jaguar y Arróspide también hablaban de ella, dándose codazos y riéndose. Una semana después, media sección la conocía. Los comentarios estimulaban la imaginación de Alberto y empezó a soñar con ella.

Alberto era uno de los que más hablaba de Pies Dorados en la sección. Nadie sospechaba que solo la conocía de oídas: él multiplicaba las anécdotas, inventaba historias. Pero cuantas más aventuras sexuales describía ante sus compañeros, más intensa era su certidumbre de que nunca estaría en un lecho con una mujer más que en sueños. Entonces se deprimía y se prometía que la próxima salida iría a Huatica, por más que tuviera que robar veinte soles para lograrlo.

Alberto se esfuerza por no parecer nervioso. Camina entre una muchedumbre de obreros y sirvientas, indios cobrizos, cholos risueños. En la esquina de Huatica escucha una sinfonía de injurias, hombres y mujeres discuten entre botellas. Entra en la cuarta cuadra del jirón, la más cotizada. Sabe de memoria que la casa de la Pies Dorados es la segunda. Alberto le ve los pies de nácar, carnosos. “Eres del Leoncio Prado” (p.107), le dice ella, luego ríe y le cuenta que Alberto es el octavo del día de esa sección. Alberto le da el dinero y se desnuda. Luego del acto sexual frustrado, en que Alberto siente los pies (los “peces”) de ella moviéndose en su espalda, él se disculpa. Entonces Alberto, acostado, ve a Pies Dorados de rodillas a su lado y piensa en una muñeca de cera. Ni se da cuenta de las manos de ella, de sus rápidos movimientos.

En un tren en el que viajan todos los cadetes de la sección, Vallano dice que la Pies Dorados le contó que Alberto le pagó para que lo masturbara. Todos ríen.

Alberto entra a la cuadra. Allí lo espera el Esclavo, en piyama, que le cuenta que han descubierto el robo del examen de química, que el día anterior el coronel gritó a los oficiales y que están todos enojados, y que aquellos que estaban de imaginaria el viernes quedan consignados hasta que se descubra al responsable.

Análisis

Con el capítulo tercero se inauguran dos elementos que tendrán injerencia en la trama. Por un lado, la aparición del personaje femenino más importante de la historia, Teresa; por el otro, la de un narrador en primera persona cuya identidad permanecerá anónima hasta llegar al epílogo. Dicho narrador relata su propia infancia: con un padre ausente, un hermano mayor muerto y una madre demasiado perturbada por la falta de dinero como para poder dar cariño a su hijo, el narrador anónimo encontraba un refugio amoroso en Teresa, una vecina de su edad con la que se juntaba a estudiar cada tarde. Esta muchacha aparece en la novela como halo de luz no solo para este personaje, sino también para el del Esclavo y, llegado el momento, para Alberto: la joven, con su bondad, su sonrisa y su suavidad, se eleva como una anhelada caricia femenina en un universo hostilmente viril, militar, violento.

Por otro lado, en estos capítulos, la violencia en la institución se continúa presentando, ya sea por medio de un narrador en tercera persona o bien por la primera persona de Boa, cuya aparente falta de pudor y su dudosa capacidad de empatía le permiten poner en palabras los hechos más crudos. De esta manera es Boa quien relata, por ejemplo, el “bautizo” que tanto él como el Jaguar, Rulos y Cava llevan a cabo una vez que cursan cuarto año:

'Súbase a la escalera, perro', decía el Rulos, 'y rápido que me enojo'. Cómo miraba el muchacho, cómo nos miraba. 'Mis cadetes, la altura me da vértigos'. El Jaguar se retorcía de risa y Cava estaba enojado: '¿Sabes de quién te vas a burlar, perro?'. En mala hora subió, pero debía tener tanto miedo. 'Trepa, trepa, muchacho', decía el Rulos. 'Y ahora canta', le dijo el Jaguar, 'pero igual que un artista, moviendo las manos’. Estaba prendido como un mono y la escalera tac-tac sobre la losa. '¿Y si me caigo, mis cadetes?', 'Te caes' le dije. Se paró temblando y comenzó a cantar (p.66).

Del mismo modo en que ellos, al ingresar a tercero, habían sido torturados por los cadetes un año mayores, ahora el Jaguar, Boa, Rulos y Cava descargan toda la violencia aprehendida sobre los ingresantes. La violencia y la idea de disciplinamiento militar se evidencian entonces como componentes de una maquinaria cíclica, en la cual quienes son educados en la crueldad solo saben tratar cruelmente, después, a seres sobre quienes pueden ejercer poder.

Pero sobre este ciclo hereditario de la violencia se dan en la novela, sin embargo, algunas excepciones. Tal es el caso de Arana, cuya cruel y triste infancia nos es revelada en estos capítulos: el niño vivía felizmente con su madre y su tía lejos de la ciudad hasta que, a sus diez años, pasó a vivir con su padre, un ser que violenta física y psicológicamente tanto a él como a su madre. Es la sensación de impotencia, de debilidad, la que empuja al niño al Leoncio Prado. “Lo has educado mal (...) tú tienes la culpa de que sea así. Parece una mujer” (p.81) dice el hombre a la madre de su hijo, revelando una jerarquía de valores similar a la de los militares, donde lo femenino, en un varón, es motivo de vergüenza, una falta a corregir, a enderezar por medio de la disciplina.

El contexto familiar de Alberto también es revelado en estos capítulos, aunque los primeros pasajes pertenecen, en su caso, al presente. Alberto llega a su casa el sábado, día en que los cadetes pueden salir del colegio (siempre y cuando no estén consignados), y encuentra a una madre dependiente, triste, aislada. Su situación es contrastada con otra muy diferente, la de un pasado que Alberto recuerda como relativamente reciente: antes de que su madre echara a su marido de la casa y renunciara, como una muestra más de su desprecio y su despecho por ser engañada por su esposo una y otra vez, a toda su fortuna y su consecuente estilo de vida.

Lo que se brinda, de algún modo, con estas imágenes que funcionan pintando los contextos familiares de algunos de los personajes principales, es la contraposición de dos actitudes, por parte de mujeres de clase media en la Lima de mitad del siglo XX, en relación al maltrato de sus maridos: la madre del Esclavo, por el deseo de conservar una familia y un hogar, sufre en silencio la violencia física y psicológica a la que la somete el padre de su hijo; la madre de Alberto, por su parte, actúa obedeciendo a los límites que le dicta su propio orgullo y su deseo de conservar la dignidad, pero debe así padecer las consecuencias económicas que dicha acción conlleva.