La ciudad y los perros

La ciudad y los perros Resumen y Análisis Primera parte, Capítulos VII-VIII

Resumen

Capítulo VII

El narrador anónimo cuenta cómo buscaba encontrarse con Teresa los días que no estudiaban juntos, apareciendo en lugares a los que sabía ella iría, para al menos verla pasar. Resalta la elegancia de su apariencia en todas las ocasiones, la maña que Teresa se daba para arreglarse a pesar de tener poca ropa y en general prestada. Por ejemplo, solo tenía un par de zapatos negros y un par de blancos. Los blancos estaban muy gastados, pero casi nunca se notaba, porque ella los pintaba con tiza con mucho cuidado. El narrador le pidió prestado dinero al flaco Higueras y compró una caja de tizas que le dio a Teresa. No le pudo decir que era un regalo, le dijo que se las habían dado en el colegio y a él no le servían, si las quería, y ella aceptó agradecida.

En un amplio salón con vista a un jardín el Bebe enseñaba a Alberto a bailar distintos ritmos, mientras Pluto y Emilio miraban y bromeaban. Había una fiesta al día siguiente, en lo de Ana, y Alberto no quería quedarse en un rincón mientras otros bailaban con Helena. Mucho menos cuando últimamente a las fiestas no solo iban los muchachos del barrio, sino también advenedizos de otros distritos, forasteros que estaban desplazando a los locales. Los amigos vieron a Alberto algo pálido y le dijeron que se relajara, que esa vez Helena lo aceptaría. Sería la tercera vez que Alberto se declarara ante ella.

Boa cuenta que Cava decía que iba a ser militar de artillería. Observa que casi todos los militares son serranos, como Cava: a ningún costeño se le ocurriría ser militar. Opina que es una suerte no ser serrano, a ellos siempre les va peor, y ahora por culpa de algún soplón a Cava le arrancarán las insignias delante de todos. Lo peor es que nadie esperaba que pasara algo así. Cuenta luego cómo Cava molestaba al profesor de francés, Fontana, llamándolo “marica”. Una vez él y el Jaguar le escupieron mientras escribía en el pizarrón. Fue la única vez que el profesor llamó a los oficiales. El teniente Gamboa apareció en el aula, miró de arriba a abajo a Fontana y dijo que él no podía hacer nada, que como profesor debía hacerse respetar, que no era algo tan difícil, e inmediatamente hizo que los alumnos saltaran como patos para demostrar su poder de autoridad. Estaban también en clase de Fontana cuando el Jaguar adivinó que se llevarían a Cava, que habían descubierto todo, y efectivamente Huarina apareció en la puerta y se llevó al serrano.

Arana olvidó también los días que siguieron a aquel momento en que descubrió que ya no podía confiar en su madre. Aunque no olvidó el desánimo, el rencor, el miedo. Él solía aguardar a que su padre se fuera para levantarse, pero una mañana su padre lo despertó de golpe y le preguntó cuántos años tenía. “Diez”, respondió Ricardo. Entonces su padre le preguntó si era un hombre y Ricardo contestó que sí. “Fuera de la cama, entonces”, dijo el padre, explicando que solo las mujeres se pasan el día en la cama, “te han criado como mujerzuela. Pero yo te haré un hombre” (p.167). Desde entonces, Ricardo debió esperar a su padre en la mesa, cada mañana, ya lavado y peinado, y tomar el desayuno con él. De noche, intentaba dormirse antes de que llegara.

Algunas mañanas salía a dar una vuelta, contemplaba los miles de automóviles que atravesaban la avenida. Lima le daba miedo. Sentía ganas de llorar a gritos. Recordaba Chiclayo, a su abuela, el cielo azul. Miraba hacia arriba: nubes grises. Pensaba que de grande viviría en Chiclayo y nunca más volvería a Lima.

Capítulo VIII

Sábado de campaña. Gamboa se despierta primero, como siempre. Al contrario de Pitaluga y Huarina, que solo piensan en salir, Gamboa ama la vida militar precisamente por lo que los demás la odian: la disciplina, la jerarquía, las campañas. Después de hablar por teléfono con su mujer, con la que se casó tres meses atrás (“pareces en luna de miel” (p.172) le dice Pitaluga al oírlo), se dirige al patio de quinto, toca un pitazo y mil quinientos cadetes forman con sus fusiles.

Gamboa dialoga con los jefes de compañía, quienes hablan con diversión sobre Cava, dicen que el lunes le arrancarán las insignias. Pitaluga dice que “son unos delincuentes natos” (p.176). Gamboa interviene, diciendo que los cadetes no vienen al colegio por propia voluntad, y eso es lo malo. Dice que a la mitad los mandan los padres para que no sean bandoleros, y a la otra mitad para que no sean maricas. “Se creen que el colegio es una correccional” (p.176), dice Pitaluga.

El capitán Garrido entrega las instrucciones para la campaña: quinto año irá detrás de los sembríos, a terreno descubierto, en torno al cerro, a los doscientos metros podrán empezar a disparar a los blancos de tela. El batallón sale del colegio y el capitán se acerca a Gamboa, hablan de que los presentes se creen en la guerra. El capitán, escéptico, afirma que Perú nunca tendrá una verdadera guerra y que ser militar no tiene mucho sentido realmente. Gamboa, algo decepcionado, dice que antes era distinto.

Gamboa ordena a su compañía, recordándoles que entre hombre y hombre deben guardar cinco metros de distancia. Pronto las líneas de formación desaparecen entre las hierbas. Gamboa cada tanto ordena a las líneas de ataque entrar en acción. A partir de entonces Gamboa ve las líneas de cadetes sumiéndose en la tierra y resurgiendo, no puede saber ya si ejecutan los saltos como prescriben los manuales.

A las nueve y media en punto el capitán oye los disparos. Avanza con los prismáticos concentrados en los blancos, y en un momento encuentra un cuerpo y un fusil derribados. Es un muchacho con una bala en la cabeza y un hilo de sangre cayendo de su rostro. El capitán carga al cadete y corre hacia el cerro llamando a gritos al teniente Gamboa, hasta que los cadetes empiezan a bajar la pendiente a toda carrera. Los suboficiales cargan al muchacho y se lanzan por el campo, velozmente, hacia la enfermería. Gamboa le arrebata al cadete a los suboficiales, lo echa sobre sus hombros y acelera la carrera. El capitán pregunta a los suboficiales de qué compañía es el cadete. Le informan que de la primera, y de la primera sección, y que su nombre es Ricardo Arana. Agregan, tras vacilar, que le dicen el Esclavo.

Análisis

El último capítulo de esta primera parte se distingue de los anteriores en tanto no continúa la estructura fragmentaria, sino que constituye una unidad narrativa: relata, cronológicamente y manteniendo el foco en un único personaje -el teniente Gamboa-, la actividad de campaña que culmina con la bala que impacta en la cabeza de Arana. Al inicio del episodio, una conversación entre los oficiales acerca del alumnado explicita en palabras de las autoridades algo que se sugería desde el inicio de la novela: “A la mitad los mandan sus padres para que no sean unos bandoleros -dijo Gamboa-. Y a la otra mitad, para que no sean maricas” (p.176). Esta declaración bien puede ponerse en línea con un diálogo, relatado en el capítulo anterior, que Arana mantuvo con su padre un tiempo antes de ingresar al Leoncio Prado. El muchacho dormía, en plena madrugada, cuando fue despertado de golpe:

Su padre estaba a su lado y tenía las pupilas incendiadas, igual que aquella noche. Oyó:

-¿Qué edad tienes?

-Diez años -dijo.

-¿Eres un hombre? Responde.

-Sí -balbuceó.

-Fuera de la cama, entonces -dijo la voz-. Solo las mujeres se pasan el día echadas, porque son ociosas y tienen derecho a serlo, para eso son mujeres. Te han criado como a una mujerzuela. Pero yo te haré un hombre (p.167).

El sexismo y el pensamiento binario parecerían ser los rectores de la mayoría de las decisiones que los padres toman en relación a sus hijos. Lo extremo de la situación se evidencia en este caso en la temprana edad que tiene el joven al momento en que se le exige "ser un hombre". Sin embargo, mientras que las palabras del padre de Arana no hacen sino dar la razón a Gamboa cuando señala las motivaciones para el ingreso de los jóvenes al Colegio -el deseo de sus padres por “enderezarlos”-, lo que Boa refiere sobre Cava en ese mismo capítulo pareciera aportar una perspectiva muy distinta:

Cava decía que iba a ser militar, no infante, sino de artillería. Ya no hablaba de eso, últimamente, pero seguro lo pensaba. Los serranos son tercos, cuando se les mete algo en la cabeza ahí se les queda. Casi todos los militares son serranos. No creo que a un costeño se le ocurra ser militar. Cava tiene cara de serrano y de militar, y ya le jodieron todo, el colegio, la vocación, eso es lo que más le debe arder. Los serranos tienen mala suerte, siempre les pasan cosas (p.164).

Entre todos los cadetes de la sección, Cava ofrece el único ejemplo del futuro militar como un deseo personal. Según Boa, ese deseo se liga estrechamente al origen identitario de Cava: los militares son serranos y Cava es, justamente, serrano. Boa explica también que le parece difícil “que a un costeño se le ocurra ser militar” (p.164). Se da, por lo tanto, una suerte de segmentación a causa de los orígenes geográficos y, por supuesto, socioeconómicos: en Perú, los habitantes de las sierras suelen pertenecer a estratos socioeconómicos inferiores que los habitantes de la zona costera, donde se encuentra, por ejemplo, la ciudad de Lima. Lo militar aparece como deseo vocacional en clases inferiores, mientras que para los muchachos “blanquiñosos” y costeños la experiencia del Colegio Militar parecería coincidir más con una suerte de período de disciplinamiento (tal como exponía Gamboa) que con un destino o plan de futuro.

Uno de esos jóvenes que se encuentran en el Leoncio Prado sabiendo que, sin embargo, no serán militares bajo ningún punto de vista, es Alberto. El muchacho goza de un origen adinerado, y las imágenes de su pasado distan muchísimo de las de su presente de pupilo. Generalmente, y para acentuar ese contraste, los episodios del pasado de Alberto suelen aparecer ilustrados por imágenes de belleza, libertad, diversión: “El salón daba a un jardín lleno de flores, amplio, multicolor. La ventana estaba abierta de par en par y hasta ellos llegaba un olor a hierba húmeda” (p.158), empieza el pasaje que relata la clase de baile que Bebe brindó a Alberto en una ocasión, cuando este buscaba conquistar a Helena. En estas escenas, el aire que respiran los personajes ofrece una templanza que dista ampliamente de, por ejemplo, los pasajes que narraban las visitas de los pupilos al encerrado local de Paulino en el descampado del Colegio. En la casa de Bebe, Emilio, Pluto y Tico ofrecen, con sus vestimentas, sus gestos y sus modos de hablar, el comportamiento y el pasar de la juventud de una clase social elevada: “Alberto los vio, sentados en el sofá, discutiendo sobre la superioridad del tabaco americano o del inglés” (p.158).

Lo señalado anteriormente también puede leerse en contraste con un pasaje narrado por Boa en el mismo capítulo, abocado al comportamiento de los alumnos en relación al profesor de francés en la institución, Fontana: “Los maricas son muy raros. Es un buen tipo, nunca jala en los exámenes. Él tiene la culpa de que lo batan. ¿Qué hace en un colegio de machos con esa voz y esos andares? El serrano lo friega todo el tiempo, lo odia de veras. Basta que lo vea entrar para que empiece, ¿cómo se dice maricón en francés?” (p.166). Lo que este pasaje ilustra es una aparentemente imposible comunión de mundos, de modos de ser: el carácter de Fontana no difiere mucho del de Bebe u otros amigos de Alberto, y sin embargo dentro de la institución su presencia es recibida con absoluta violencia por los alumnos, que hacen de su falta de virilidad un objeto de tortura.