Historia de dos ciudades

Historia de dos ciudades Citas y Análisis

Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Lo poseíamos todo, pero no teníamos nada; caminábamos directamente hacia el cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo.

Narrador, Libro Primero, Capítulo 1, p.7.

El inicio de Historia de dos ciudades encuadra la trama de los personajes principales en el panorama más amplio de la época que antecedió y provocó la Revolución francesa. Resaltan los pares dicotómicos (mejor/peor, sabiduría/locura, creencia/incredulidad, luz/tiniebla, esperanza/desesperación…) como fuerzas antagónicas que desataron el estallido, cuando ya no se podía distinguir el bien del mal. En este sentido, el comienzo de la novela introduce el tema de los cambios radicales, porque insinúa que quienes se creían movidos por ideales que los llevarían a ganarse el cielo, fueron arrastrados por el caos hacia “el camino opuesto”: el infierno. La frase que concluye el párrafo, donde se compara aquella época con la actual –la de la publicación de la novela (1859)–, sugiere que este antagonismo, representado en la lucha de clases, continúa presente, aunque se diferencia de aquel período en grados de intensidad. Tal comparación da entender que los sucesos de entonces siguen teniendo repercusiones en el presente y funciona como una advertencia para que no vuelvan a ocurrir.

Y sobre ellos, sobre los rostros maduros, esculpidas en las arrugas más antiguas y surgiendo en las nuevas, había escrita una palabra: hambre. Se extendía por todas partes. Hambre que salía de los altos edificios, pasaba por las pobres ropas que colgaban de los cordeles y se pegaba a ellas como remiendos, hechos de paja, trapos, madera y papel. Hambre que estaba en cada fragmento del pequeño montón de leña que el hombre había aserrado, que miraba desde las chimeneas sin humo y se elevaba desde la mísera calle en cuya basura no podían encontrarse despojos de nada comestible. Hambre, que estaba en los estantes de las panaderías, inscrita en cada pequeño bollo de su escasa previsión de pan malo; en la salchichería, en cada producto, hecho con perros muertos, que se vendía.

Narrador, Libro Primero, Capítulo 5, p.40.

Esta cita es un fragmento de una larga descripción sobre la situación en la que vivía el pueblo francés durante los últimos años del Antiguo Régimen. En estas imágenes de pobreza extrema, se representa al hambre como una entidad omnipresente, visible y palpable en la carencia generalizada, en la falta de ropa, de comida y de leña, elementos que materializan por sinécdoque la miseria absoluta. Más adelante en la novela, cuando se retratan esos primeros años de la Francia republicana, el hambre seguirá estando presente, pero entonces los revolucionarios calmarán sus estómagos con la sangre derramada (ver Resumen y Análisis, Libro Tercero, Capítulos 20-24).

La lepra de la irrealidad desfiguraba a todas las criaturas que rodeaban a Monseigneur. En el salón más exterior se encontraba una docena de personas excepcionales que, durante los últimos años, habían experimentado la difusa sensación de que las cosas, en general, iban mal. Con la esperanza de enderezarlas, seis se habían hecho miembros de una fantástica secta de convulsionistas, y en aquel momento todavía debatían si debían echar espuma por la boca, rabiar, rugir o volverse catalépticos inmediatamente para dar una señal inteligible al futuro, y para que Monseigneur pudiese orientar su rumbo […]. Sin embargo, el consuelo era que todo el mundo que estaba en la gran mansión de Monseigneur iba perfectamente vestido. Si en el día del Juicio Final las personas fueran juzgadas por su vestimenta, todos los asistentes se habrían salvado para toda la eternidad, pues había tantos rizos, polvos, y cardados, tantos cutis delicados mantenidos y arreglados artificialmente, tantas hermosas espadas que mirar y tantas delicadezas para el sentido del olfato, que nunca podrían agotarse.

Narrador, Libro Segundo, Capítulo 7, pp.136-137.

Esta cita también pertenece a una descripción extensa sobre la nobleza de aquel entonces, cuya opulencia contrasta fuertemente con el despojo de los estratos bajos de la sociedad francesa. El entorno de Monseigneur –un noble que se muestra como ejemplo paradigmático de la aristocracia– es criticado por el modo en que se desentiende completamente de los males que azotan al pueblo y que la nobleza misma provocó. Por eso, aunque la suntuosidad y la abundancia lo caractericen, este entorno se revela desfigurado por una irrealidad que, como la lepra, contagia hasta el último de sus miembros. Incluso entre los pocos que reconocen que algo no anda bien, estos permanecen en su burbuja de irrealidad al proponer soluciones inútiles e irrisorias, como armar una secta de adoración a Monseigneur que realice prácticas absurdas y sacrílegas. En este punto, la mención del Juicio Final, como alusión al imaginario religioso, pone en evidencia una interpretación equivocada y profanadora de las sagradas escrituras, que desvirtúa valores cristianos que Dickens considera positivos y necesarios en un mundo justo y armónico.

–Llevamos mucho tiempo –repitió su esposa–. Pero estas cosas necesitan tiempo. La venganza y el castigo requieren mucho tiempo. Siempre es así.

–Un rayo no tarda tanto tiempo en matar a un hombre –dijo Defarge.

–¿Y cuánto tiempo se tarda –preguntó su señora, sosegadamente– en hacer el rayo y en guardarlo? Decídmelo. Defarge levantó la cabeza pensativo, como meditando esta observación.

–Un terremoto –continuó la señora Defarge– no tarda mucho en tragarse una ciudad. ¡Bien! ¿Y cuánto tiempo tarda en prepararse un terremoto?

–Mucho, supongo –dijo Defarge.

–Pero cuando está listo, se produce, y hace añicos todo lo que encuentra. Mientras tanto, siempre está preparándose, aunque ni se vea ni se oiga. Acuérdate.

El señor y la señora Defarge, Libro Segundo, Capítulo 16, p.223.

En esta conversación entre marido y mujer, el señor Defarge muestra preocupación por el tiempo que puede tardar en llegar la revolución que ellos mismos, junto con otros, están organizando. La señora Defarge se muestra más segura y confiada que su esposo, quien aparece como una persona más sensible y –a los ojos de su esposa– más débil. Es ella la que controla el ánimo de su marido para que este continúe en su labor de alcanzar “la venganza y el castigo” que buscan. En este punto, la comparación con el rayo y el terremoto hace que la revolución sea vista como una fuerza destructora, que parece surgir repentinamente, pero que, en realidad, tarda mucho en gestarse. El símil también insinúa que la revolución tiene el ímpetu de un fenómeno natural que no puede contenerse ni evitarse, y que arrasará haciendo “añicos” todo lo que encuentre.

Siempre ocupada en mantener el hilo de oro que los unía a todos, y que transmitía el efecto de su feliz influencia a través del tejido de sus vidas de manera discreta e igual para todos, Lucie oyó en los ecos de los años únicamente sonidos amistosos y tranquilizadores […]. E incluso cuando se percibieron sonidos de tristeza entre los demás, no fueron crueles ni duros. Ni siquiera en aquella ocasión en que un niño pequeño, con el rostro desencajado por la enfermedad y cabello de oro como el suyo, extendido como un halo sobre la almohada, dijo con sonrisa radiante: “Queridos papá y mamá, siento muchísimo dejaros a los dos y abandonar también a mi linda hermana, pero me han llamado y debo marchar”. Ni aun entonces, en el instante en que aquel espíritu se alejó de los brazos a los que había sido confiado, fueron de agonía las lágrimas que humedecieron las mejillas de la madre.

Narrador, Libro Segundo, Capítulo 21, p.264.

En el inicio del capítulo 21, se realiza un recorrido rápido por los primeros años de casados de Lucie y Charles Darnay. En la imagen encantadora que se retrata, Lucie aparece como una presencia casi celestial, que une con su “hilo” de contención y dedicación a todos los que ella ama. Como si tuviera un don divino, Lucie puede percibir los “ecos” de distintos sonidos que auguran momentos de felicidad y armonía, incluso en circunstancias tan duras como la de la pérdida de un hijo. Aquel niño que se despide de sus padres con un espíritu noble y abnegado representa la beatitud que encarna toda la familia, como seres devotos y carentes de imperfecciones que los hagan más complejos; Sydney Carton sería el ejemplo contrario, el de un personaje con falencias que logra redimirse a través de sus actos. Todo lo malo que sufrirá esta familia provendrá de una amenaza externa, ajena a este entorno idílico, pero que ingresará inevitablemente con la contundencia premonitoria de otros ecos distantes, que Lucie también oye desde el interior de su casa: los ecos de la Revolución francesa.

En ese océano de rostros, donde podían verse sin ambages todas las expresiones feroces y furiosas, había dos grupos de siete caras cada uno que contrastaban tan fuertemente con el resto que nunca se había visto un mar arrastrar náufragos tan insólitos como aquellos. […] Siete presos libertados, siete cabezas ensangrentadas, las llaves de la maldita fortaleza, de las ocho fuertes torres, algunas cartas y memoriales de antiguos presos, ya muertos o desaparecidos… y algo más por el estilo, todo eso iba con los sonoros pasos de la escolta de Saint Antoine a través de las calles de París, a mediados de julio de mil setecientos ochenta y nueve. ¡Quiera el Cielo alejar de la vida de Lucie Darnay el eco de aquellos pies! Porque son pies alocados y peligrosos; y como en los años tan lejanos ya, cuando se rompió un barril de vino ante la taberna de Defarge, no se limpiaban fácilmente cuando una vez se habían teñido de rojo.

Narrador, Libro Segundo, Capítulo 21, pp.276-277.

El capítulo 21 marca un punto de inflexión en el relato. Es la primera vez que los dos escenarios de la novela, Londres y París, aparecen en un mismo capítulo. En Londres, como se analizó en la cita anterior, está el idilio de los Darnay, que se ve amenazado por lo que sucede al otro lado del mar. Allí ha comenzado la Revolución francesa con la toma de la Bastilla, en donde una multitud liderada por los Defarge irrumpe con la fuerza de un océano embravecido (ver sección “Símbolos, alegorías y motivos”). Los “dos grupos de siete caras cada uno” representa la doble cara de la Revolución: por un lado, están los presos liberados de una prisión que simboliza el trato desigual e injusto que sufre la población por parte del régimen monárquico. Por otro lado, aparecen “siete cabezas ensangrentadas”, separadas de su cuerpo; son los primeros muertos que se ha cargado la Revolución, sin contar el asesinato del marqués de St. Evrémonde que ha servido como preludio. Aquí también se descubren, como parte del botín, las “cartas y memoriales de antiguos presos”, lo que alude sutilmente al documento que será clave para el desenlace de la historia, la denuncia del doctor Manette, que Defarge encontró en su celda. En la advertencia que cierra el capítulo, el eco de aquellos pasos revolucionarios se relaciona con una escena anterior, la del barril de vino roto, que anticipara el descontrol de la turba, augurando un futuro aún peor, porque aquellas manchas de vino, como las de sangre, manifiestan una situación de muerte y destrucción difícil de revertir.

La piedra de afilar tenía un manillar doble que giraba de modo enloquecido movida por dos hombres cuyos rostros […] resultaban más horribles y crueles que los de salvajes extraordinariamente sanguinarios disfrazados del modo más bárbaro imaginable. […] Y mientras los rufianes daban vueltas a los manillares, sus desordenados rizos le caían sobre los ojos o sobre el cuello. A veces, algunas mujeres acercaban a sus labios vino, que bebían, de modo que entre la sangre y el vino que manchaba sus caras, y las chispas que despedía la piedra de afilar, todo ese ambiente diabólico que les rodeaba parecía hecho de sangre y de fuego. No había uno solo de los que formaban el grupo que no estuviera manchado de sangre. Y se veían algunos hombres, desnudos hasta la cintura y con brazos y piernas también manchados, empujarse unos a otros para ocupar su puesto ante la piedra de afilar; otros se cubrían con toda clase de harapos, igualmente manchados de sangre; otros se habían puesto, dejándose llevar seguramente por un impulso perverso, los despojos de los trajes de encajes, de sedas y de cintas de las mujeres, que la sangre había teñido de rojo por completo.

Narrador, Libro Tercero, Capítulo 2, pp.333-334.

La escena que el doctor Manette y el señor Lorry presencian desde el edificio del Banco Tellson en París condensa en una imagen el terror de la Revolución. La piedra en la que los revolucionarios van a afilar sus armas funciona como un centro neurálgico que atrae como un imán todo el horror de aquella época, encarnado en las figuras bestiales y diabólicas que la rodean. La cuestión de la vestimenta, con la que se representó el hambre del pueblo y la opulencia de la nobleza en otras partes de la novela, aparece de nuevo como índice de caos, porque aquí es lo mismo si la multitud se cubre con harapos o se disfraza con encajes y sedas: todo queda teñido por el color rojo de la sangre y del vino, unidos en esta fiesta infernal y grotesca.

Al mirar al tribunal y a los asistentes, Charles pensó que se había alterado el orden natural de las cosas y que los criminales juzgaban a los hombres honrados. El populacho más ordinario, los individuos más bestiales y crueles eran los que inspiraban las resoluciones del tribunal, haciendo comentarios, aplaudiendo o desaprobando e imponiendo su voluntad. Los hombres estaban armados en su inmensa mayoría y las mujeres, algunas llevaban cuchillos y puñales, y comían y bebían, en tanto que otras hacían calceta.

Narrador, Libro Tercero, Capítulo 6, p.361.

La escena del juicio contra Darnay en París es ilustrativa del tema de los cambios radicales, en cuanto el narrador, desde la perspectiva de Charles, reconoce una alteración del “orden natural” en la apariencia criminal de los jueces, que contrasta con el aspecto virtuoso de los acusados, la mayoría nobles. Esta descripción parece ofrecer una mirada nostálgica del antiguo orden, pero, como bien sabemos, el problema aquí no es que se juzguen los crímenes cometidos contra el pueblo, sino que se dictaminen sentencias arbitrarias y sanguinarias contra personas que, como Darnay, no hicieron nada malo. Aquí no es el tribunal el que dirige el juicio, sino el “populacho”, que impone su voluntad desvirtuando cualquier orden o jerarquía. En la Francia revolucionaria, los procesos judiciales se han convertido en espectáculos teatrales, donde hombres y mujeres beben y comen como si estuvieran presenciando un divertimento. Que algunas mujeres hagan calceta durante el juicio alude a esa labor propia de la señora Defarge que transforma el quehacer doméstico en una señal del poder revolucionario. El tejido de Defarge es, en sí mismo, una sentencia de muerte, y allí se encuentra escrito el nombre de Charles, lo que convierte al juicio en un intento ilusorio de sentenciar o absolver una vida ya condenada.

Ninguna [mujer] era tan temida como aquella cruel mujer que ahora caminaba por la calle. Su carácter era fuerte e indómito; su juicio, astuto y rápido; su empeño, enorme; y, además, poseía esa belleza que no solo parece transmitir a quien la posee firmeza y animosidad, sino que fuerza a los demás a conocer instintivamente esas cualidades. Habría destacado en cualquier época turbulenta, sin importar las circunstancias. Pero, imbuida desde su infancia por la sensación de haber recibido agravios, y también por un odio arraigado hacia una clase social, los acontecimientos la habían convertido en una fiera. Carecía absolutamente de compasión. Si alguna vez la había conocido, había acabado por perderla.

Narrador, Libro Tercero, Capítulo 14, p.462.

Hacia el final, la novela ofrece un cuadro descriptivo de la gran villana de la historia, la señora Defarge, mientras camina hacia su muerte. En contraste con los personajes virtuosos de la historia, como Lucie Manette o Charles Darnay, Thérèse Defarge posee todas las características de una antagonista desalmada y poderosa. Tal carácter emblemático la hace trascender el contexto histórico de la trama, puesto que, como dice el narrador, “habría destacado en cualquier época turbulenta”. No obstante, son estas circunstancias concretas las que la han convertido en una persona deshumanizada, que no posee compasión ni para sí misma. Recordemos que la señora Defarge vivió en carne propia los crímenes cometidos por la nobleza, puesto que el tío de Darnay, el marqués de Evrémonde, fue quien violó a su hermana y asesinó a sus dos hermanos. Esto la hace una víctima de aquella “clase social” de la que juró vengarse. Pero su odio ha escalado tanto que ya no es capaz de distinguir el bien y el mal, por eso no puede empatizar con Lucie, porque para la señora Defarge el dolor de madre, esposa o hermana –dolor que sufrió personalmente– ha dejado de tener importancia frente la causa mayor de aniquilar el orden establecido. Esto no la exime de las crueldades que ha perpetrado, pero nos permite verla como un personaje más interesante y complejo.

Veo a Barsad, a Cly, a Defarge, a La Venganza, a los jurados, al juez, a la larga fila de opresores de la humanidad, que se han alzado para destruir a los antiguos, caer bajo esta misma cuchilla, antes de que deje de emplearse en su actual función. Veo una hermosa ciudad y un pueblo admirable surgir de este abismo y, en su lucha por gozar de la verdadera libertad, en sus triunfos y en sus derrotas, durante muchos años aún por llegar. Veo la maldad de esta época y de la anterior, de la cual es heredera directa, expiar sus culpas poco a poco y desaparecer al fin.

Sydney Carton, Libro Tercero, Capítulo 15, p. 479.

El narrador de Historia de dos ciudades cierra su relato imaginando las palabras que hubiera dicho Sydney Carton justo antes de morir, profetizando el porvenir de los personajes de la trama, en especial los de sus seres queridos. Pero antes de esto, augura el fin de esta época de terror con la muerte de los personajes que lo encarnan en la novela: los espías ingleses al servicio de los revolucionarios, Barsad y Cly, y los principales antagonistas de la historia, los Defarge y sus secuaces, a quienes coloca en el mismo nivel que otros tantos “opresores de la humanidad”. Es así como Carton establece una relación de continuidad entre la época revolucionaria y la monárquica, porque comprende que la maldad de la primera es heredera de la maldad de la segunda. Asimismo, augura el fin de esta era y el comienzo de un futuro mejor por la autodestrucción de estos personajes, que pagarán por sus crímenes como víctimas de la misma cuchilla que emplearon como victimarios. De este modo, el fin de estos personajes coincide con el fin que tuvieron actores revolucionarios como Robespierre, que murieron en la guillotina.