2666 (Primera parte)

2666 (Primera parte) Resumen y Análisis Parte 2 (pp. 51-100)

Resumen

Pelletier viaja a Londres cada vez que lo desea, donde visita a Norton algunas noches. Luego de tener sexo, ella prefiere hablar de asuntos académicos en lugar “de examinar con franqueza lo que se estaba gestando entre ambos” (p.52).

Un sábado, Espinoza invita a Norton a Madrid, con la excusa de que hay una retrospectiva de Francis Bacon para visitar y que la ciudad en esa época del año es la más hermosa del mundo. “Voy mañana” (p.53), responde Norton a un Espinoza algo sorprendido. Pasan un domingo magnífico y por la noche se acuestan juntos. Ella le cuenta que es amante de Pelletier, sin darle mucha importancia al asunto. También explica que estuvo casada y está divorciada ahora. Espinoza siente que ella le relata cosas que están hechas para ser narradas a una amiga, no para él, con quien acaba de acostarse. Cuando Liz vuelve a Londres, Espinoza queda “aún más nervioso de lo que había estado durante los dos días que Norton permaneció en Madrid” (p.54).

En su siguiente visita, Norton le cuenta a Espinoza que ha hablado con Pelletier sobre la relación que tienen. Pelletier opina que el vínculo con Espinoza es asunto de Norton, pero que en algún momento deberá de decidirse por uno de los dos. También los dos amigos hablan por teléfono sobre este tema días después. Según dice Pelletier a Espinoza, deben “dejarlo todo en manos del tiempo” (p.56).

Mientras tanto, Morini tiene un principio de ataque vinculado a su esclerosis. Una mañana, en un hotel en Salónica, se despierta ciego. Sin embargo, pronto logra recuperar el control y no recurre a médico alguno.

Los cuatro amigos vuelven a verse juntos en 1996, en Salzburgo, durante unas jornadas de estudio. Morini está muy desmejorado en ese encuentro. La relación amorosa entre Norton, Espinoza y Pelletier se cobra una pausa en aquel viaje ante la noticia de que Archimboldi está nominado al premio Nobel de Literatura.

Por aquellos días de fervor, Pelletier encuentra un artículo escrito por el suabo que conocieron hace un tiempo. En él, el gestor cultural reproduce su encuentro personal con Archimboldi, la maestra y la viuda, y todo lo que ella contó sobre su llegada a Buenos Aires en 1927. Sin embargo, esta vez el suabo introduce un diálogo humorístico que supuestamente Archimboldi tuvo con la viuda aquella noche y que no les había relatado a los críticos. Según Norton, el hombre parece cambiar de historia según su estado de ánimo. Según Morini, el suabo es una especie de doble de Archimboldi. En cuanto a Norton, se pregunta: “¿Cabía en lo posible, incluso, llegar a pensar que ese miserable y (por qué no) despreciable suabo fuera en realidad Archimboldi?” (p.62). Sin embargo, la complexión física del suabo no encaja para nada con la descripción que se tiene del escritor.

Finalmente, Archimboldi no recibe ese año el premio Nobel, y los cuatro amigos continúan con sus vidas. Cada tanto, Norton desliza algún comentario sobre su exmarido, aparentemente un monstruo violento y desagradable. Por su parte, Espinoza y Pelletier, quienes hablan por teléfono con ella, la acompañan y se sienten “seres civilizados (…), seres capaces de experimentar sentimientos nobles (…) y están deslumbrados por su propia virtud” (p.65).

Un día, Morini lee en el diario Il Manifesto sobre los más de cien asesinatos de mujeres en el desierto de Sonora, en México. Por ese tiempo se entera del triángulo amoroso entre sus amigos. A pesar de haber previsto la posibilidad de que Pelletier y Norton tuvieran una relación, no esperaba que fuera así también con Espinoza. Una semana después de tener una pesadilla que involucraba a los cuatro amigos, Morini decide visitar Londres sin la excusa de congreso alguno. Allí cena con Liz, se aloja en un hotel y, al día siguiente, va solo a Hyde Park, donde vaga sin rumbo. Lee Il libro di cucina di Juana Inés de la Cruz, de Angelo Morino, que lo lleva a conversar con un mendigo llamado Dick y enumerarle nombres de recetas mientras el hombre cierra los ojos y las imagina. El mendigo le cuenta que en otro tiempo trabajó fabricando tazas con inscripciones.

Al día siguiente, Morini almuerza con Norton en un barrio cercano al río. Ella le cuenta la historia de un pintor que se mudó allí hace tiempo, un tipo solitario que se sintió cómodo entre los obreros y esas calles despobladas y decadentes. El pintor realizó una de las obras que inauguraron el movimiento del nuevo decadentismo en Inglaterra: una mañana, luego de días de inspiración febril, se cortó la mano con la que pintaba, la hizo embalsamar y la exhibió como obra. Su nombre es Edwin Johns. Luego, Norton le regala a Morini un voluminoso catálogo del artista mutilado.

En un texto, Pelletier se entera de que Archimboldi ha comprado un billete de avión a Marruecos. “A partir de ahora podemos imaginarlo en una cueva del Atlas” (p.38), dice Morini. En el texto, se describe físicamente a Archimboldi. Es evidente, sin embargo, que la descripción ha copiado distintas descripciones que otros hicieron antes.

A principios de 1997, Norton experimenta un deseo de cambio y viaja a Irlanda para alejarse de Pelletier y Espinoza. Un día, los cita para conversar y suspender por el momento el vínculo amoroso. Durante el tiempo que sigue, se ven algunas veces, pero hablan menos por teléfono. Norton se siente responsable del distanciamiento entre los amigos.

Cuando llevan más de tres meses sin ver a Norton, se proponen visitarla en Londres. Desde la vereda de la casa de su amiga, al bajarse del taxi, ven la sombra de un hombre que los deja helados. Ella se acerca a la ventana y los ve. Ya dentro, les sirve whisky y les presenta a Alex Pritchard, quien se sienta junto a ella y le pasa el brazo detrás del hombro. Tienen un altercado con él debido a sus burlas a la literatura alemana, y Norton le pide a Alex que se vaya de la casa. Esa noche, cenan los tres juntos. Pelletier y Espinoza le dejan en claro que pretenden casarse con ella, pero, ante todo, quieren tener su amistad.

Análisis

Tres de los cuatro amigos, Pelletier, Norton y Espinoza, comienzan una relación amorosa, liberal y moderna, acorde a su calidad de intelectuales europeos progresistas. En un principio, cuando Espinoza se entera de que no es el único que se acuesta con Liz Norton, piensa en quién le comunicará a Pelletier que ambos están teniendo relaciones sexuales con ella. También se molesta por el hecho de que Norton le cuente confidencias sobre otros amantes o su exmarido:

Cosas todas que descentraban a Espinoza y que, cuando estaba solo, le provocaban retortijones en el estómago y ganas de ir al baño, tal como le había explicado Norton que le ocurría a ella (¡pero por qué le permití que me hablara de eso!) cuando veía a su exmarido, un tipo de metro noventa y destino incierto, un suicida en potencia o un homicida en potencia, posiblemente un delincuente menor o un hooligan cuyo horizonte cultural se cifraba en canciones populares que cantaba junto con sus amigotes de infancia en algún pub, un gilipollas que creía en la televisión y cuyo espíritu enano y atrofiado era semejante al de cualquier fundamentalista religioso, en cualquier caso y hablando claro el peor marido que se podía echar encima una mujer (p.55).

La mirada de Espinoza sobre el relato de Norton está marcado por su condición (o percepción de sí) de hombre culto y civilizado: el ex de Norton representa, para él, la barbarie, lo ordinario y grosero, y, por ende, todo aquello que él no desea conocer de su amiga.

Esta cualidad de hombre civilizado que Espinoza se atribuye se exacerba en el momento en que conversa con su amigo sobre el trío amoroso que protagonizan con Norton. En ese momento se vanaglorian de su generosidad mutua y se sienten “seres civilizados (…), seres capaces de experimentar sentimientos nobles (…) y quedan deslumbrados por su propia virtud” (p.65). Este hecho contrasta fuertemente con la escena que, más adelante, protagonizarán con un taxista paquistaní, al que golpearán salvajemente, generando un fuerte contraste respecto a las virtudes que se atribuyen y comportamiento real.

La trama amorosa tiene, como vimos, una pausa, justamente en el momento en que se enteran de que Archimboldi es nominado al Premio Nobel. Esta nominación excita a los críticos, no solo por el reconocimiento que, por desprendimiento, puede derramarse sobre sus propios trabajos académicos en torno a la obra del alemán, sino también porque puede acercarlos a la posibilidad de, finalmente, verlo personalmente. Hasta ahora, tan solo cuentan con vagas descripciones físicas de Archimboldi, tomadas de fuentes dudosas, y con su literatura, la cual no aporta mucho en relación con la identidad del autor. Estas descripciones físicas, además, no siempre coinciden entre sí: Archimboldi podría ser cualquiera, inclusive quien les cuenta una anécdota sobre el escritor: “¿Cabía en lo posible, incluso, llegar a pensar que ese miserable y (por qué no) despreciable suabo fuera en realidad Archimboldi?” (p.62), se pregunta Norton mientras escuchan a un gestor cultural suabo hablarles sobre su encuentro cara a cara con el alemán misterioso. Por su parte, Morini habla del informante suabo como una especie de doble de Archimboldi, algo que sucederá más adelante con la figura del profesor Amalfitano. Todo esto da cuenta no solo de la poca información que tienen sobre el escritor, sino también de cómo el entusiasmo por saber de él deforma su percepción, al punto de sospechar de lo evidente y exagerar lo poco fidedigno.

En estas páginas encontramos dos relatos secundarios o periféricos respecto a la trama central que, a simple vista, pueden parecer arbitrarios: el del pintor británico Edwin Johns y el relato de Dick, el mendigo londinense que conversa con Morini en Hyde Park. La literatura de Bolaño suele estar plagada de pequeños retratos, anécdotas o cuadros de vidas menores. Cuando hablamos, como lo hicimos, de la fractalidad de su literatura, utilizando el término que acuñó la crítica literaria argentina Celina Manzoni y que circula por casi toda la producción crítica referida a Bolaño en el mundo, nos referimos, por ejemplo, a esto: en el caso de “La parte de los críticos”, breves historias como la de Johns o Dick parecen venir a dispersar nuestra atención, a hacernos perder en el laberinto de posibles personajes para posibles futuras novelas. Así como uno de los cuentos de La literatura nazi en América Latina se expandió hasta convertirse luego en la novela Estrella distante, Edwin Johns podría sin esfuerzo protagonizar una extensa novela, o también desaparecer sin dejar rastro ni alterar en absoluto el núcleo narrativo de la novela. Ahora bien, estos fragmentos existen, evidentemente, como todo componente de un texto, por una razón. En este caso, podemos pensar en cómo dialogan y se vinculan estos dos relatos entre sí y con la historia principal.

Por un lado, Dick es un mendigo londinense que supo ser un trabajador bien pago de una empresa que fabricaba tazas con inscripciones generalmente humorísticas. El hecho de que las tazas se hayan comenzado a fabricar con dibujos de colores, algunos de ellos eróticos, deprimió a Dick a tal punto de abandonarlo todo y dedicarse a vagar y mendigar. En cuanto a Edwin Johns, se trata de un pintor británico que interesa mucho a los críticos por tener un nivel de compromiso artístico que parece bordear el delirio creativo: Edwin Johns procedió a cortarse la mano como último autorretrato, embalsamarla y exhibirla. Ambos relatos hablan de hasta qué punto vida y obra se vinculan. La distancia con la obra es, para Bolaño, el estado natural de este vínculo. En su obra en general, cada vez que un artista busca acortar esta distancia entre arte y realidad, entre obra y vida, se hace presente la violencia.

El relato de Dick parece inmotivado en un principio, pero visto desde esta óptica, es una breve parodia de otro aspecto de esta misma relación: el hombre que no puede separarse de lo que produce y que se identifica con su obra a tal punto de enloquecer, deprimirse, mutilarse, a fin de cuentas, acercarse a la destrucción. A Dick, las tazas nuevas no le dan más trabajo, solo más dinero. Sin embargo, antes de irse de la empresa le dice al encargado que las tazas antes no eran tan modernas: “Antes las tazas hijas de puta no me herían y ahora me están destrozando por dentro” (p.76), dice.

Como sucede a menudo con la lectura de Bolaño, muchas veces su forma de expresarse arroja preguntas tan ineludibles como complejas: ¿qué significa que una producción artística hiera a su autor por dentro? De eso se trata el tema del vínculo entre vida y obra en Bolaño. No necesariamente se desprende de una visión romántica del arte como una forma de trascendencia o elevación del artista a un nivel superior espiritual o de conciencia. Tampoco podríamos decir que se establece una idea de vida y obra puramente mercantilista y atada a la demanda de la sociedad moderna. En la literatura de Bolaño esta relación se problematiza y se mantiene en una tensión que nunca termina de resolverse. Los artistas se comprometen con su labor, como Edwin Johns se consagran a su obra al punto de cortar su propia mano y exhibirla como el último autorretrato posible. Sin embargo, en la próxima sección descubriremos que, ante la pregunta de por qué se cortó la mano, la respuesta de Johns es que lo hizo por dinero. La ironía es impactante: pasamos de la mayor utopía romántica de inmolación del artista en función de su obra, a recibir, ante la pregunta del por qué del gesto de mutilación, la respuesta más atada al mercado y a la lógica del dinero posible. Diríamos que Johns pasa a encarnar, en ese momento, la imagen más absoluta y literal de la palabra mercenario en relación con el arte. Y, sin embargo, no deja de ser un artista, no deja de ser admirado por los críticos, y no hay una valoración moral negativa del texto sobre su accionar.

Quizá, lo más preciso que podamos extraer de todo esto es la idea de que el vínculo arte y vida es complejo, dinámico y escapa muchas veces del purismo de los postulados éticos fijos. Por esta razón, se trata de una tensión que no puede resolverse. Johns comprende demasiado bien la dinámica del mercado y la abraza. Eleva el conjunto de su obra a la categoría de arte que vende, arte sublime, arte respetable, al cortarse la mano y exhibirla. Quizá no esté completamente loco, sino, por el contrario, sea más que lúcido en cuanto al papel que cumple el arte en el sistema capitalista. De hecho, lo comprende tan bien que lo lleva a sus últimas consecuencias, con la seguridad de que, al cortarse la mano, su arte ingresará al mercado de forma triunfal.

Encontramos entonces críticas al mercantilismo, es decir, al arte puesto al servicio del dinero y la lógica del mercado, excluyendo el don o la virtud creativa. Pero también, como vemos, críticas al romanticismo. Es decir, a la mirada sobre el arte que proviene del movimiento de fines del siglo XVIII por el cual, ante todo, se le da prioridad absoluta a los sentimientos y el genio creativo y, por ende, supone que el arte es completamente ajeno a las lógicas del sistema de mercado. También, encontramos críticas a la burocratización del arte y de la industria cultural (quizá estas sean las más enfáticas y ácidas en la literatura de Bolaño). De lo que no se encarga el texto es, sobre todo, de la condena: no se condena a los críticos por su pasión y consagración romántica a sus estudios; tampoco por soñar con encontrar a Archimboldi, y triunfar en el mundo de la crítica literaria y los congresos al proyectar traer al misterioso autor de la mano a la luz; ni siquiera se los condena por hacer lobby, aprovecharse de la condescendencia con que son tratados en ciertos espacios, o dar clases y conferencias poco interesantes por dinero. Las cosas son como son y el narrador se dedica nombrarlas. En este nombramiento está la audacia y el gesto político de Bolaño. Por ejemplo, dirá el profesor Amalfitano, a quien conoceremos más adelante:

El intelectual, por su parte, puede ser un fervoroso defensor del Estado o un crítico del Estado. Al Estado no le importa. El Estado lo alimenta y lo observa en silencio (…). Un intelectual puede trabajar en la universidad o, mejor, irse a trabajar a una universidad norteamericana, (…) pero esto no lo pone a salvo de recibir una llamada telefónica a altas horas de la noche y que alguien que habla en nombre del Estado le ofrezca un trabajo mejor, un empleo mejor remunerado, algo que el intelectual cree que se merece, y los intelectuales siempre creen que se merecen algo más (p.172).

Con todo, no podemos decir que Amalfitano, o inclusive en otros momentos el narrador, voces de mirada ácida y punzante, sean unos idealistas románticos que señalan con el dedo a los parásitos del Estado. Con la misma perspectiva afilada, el texto también se encargará de atender incisivamente los utopistas, aquellos que creen en la posibilidad de una sociedad perfecta y justa, donde todo discurre sin conflictos y en armonía. Cabe sumar a esto que la utopía, en la literatura de Bolaño, más de una vez deviene en horror: el nazismo, la revolución rusa, los golpes de estado latinoamericanos son algunos de los grandes temas de su obra. El escritor chileno retrata en su literatura la ideología de los movimientos sociales que han tomado el poder, o pretendido hacerlo proponiendo un sueño de una pureza rígida, y cómo, muchas veces, estas intenciones terminan desembocando, paradójicamente, en el autoritarismo, la violencia y el horror absolutos.