El obsceno pájaro de la noche

El obsceno pájaro de la noche Citas y Análisis

Las asiladas se entretuvieron durante toda la tarde en ayudarme a decorar la capilla con colgaduras negras. Otras viejas, las íntimas de la finada, lavaron el cadáver, lo peinaron, le metieron los dientes postizos en la boca, le pusieron su ropa interior más primorosa, y lamentándose y lloriqueando durante las deliberaciones acerca de la toilette final más adecuada, se decidieron por el vestido gris-marengo y el chal rosado, ése que la Brígida guardaba envuelto en papel de seda y se ponía los domingos. Arreglamos alrededor del féretro las coronas enviadas por la familia Ruiz. Encendimos los cirios. ¡Así, con patrona como misiá Raquel sí que vale la pena ser sirviente! ¡Qué señora tan buena! ¿Pero cuántas tenemos la suerte de la Brígida? Ninguna. La semana pasada nomás, miren lo de la pobre Mercedes Barroso: un furgón de la Beneficencia Pública, ni siquiera respetuosamente negro, vino a llevarse a la pobre Menche, y nosotras mismas, sí, parece mentira que nosotras mismas hayamos tenido que cortar unos cuantos cardenales colorados en el patio de la portería para adornarle el cajón, y sus patrones, que por teléfono se lo llevaban prometiéndole el oro y el moro a la pobre Menche, espera, mujer, espera, ten paciencia, para el verano será mejor...

Narrador, Capítulo 1, pp. 22-23

Esta cita conjuga dos de los elementos más importantes de la novela. Por un lado, exhibe la presencia constante de la muerte en la narración: se cuenta que dos ancianas asiladas en la Casa han fallecido y se detalla la preparación del cadáver de la Brígida y la organización de su velorio. Por el otro, en este fragmento comienza el procedimiento de confusión de voces que Donoso aprovecha para crear una novela polifónica, coral. Hasta este punto, los lectores creemos que es una narración en tercera persona, pero aquí la voz pasa a usar la primera persona del plural en femenino ("nosotras") y, por lo tanto, narra desde la perspectiva de las viejas, que forman un sujeto colectivo. Y, todavía más, al recordar los dichos de los patrones de la difunta Mercedes Barroso, la voz narradora pasa a ser la de uno de ellos, reproduciendo una conversación telefónica del pasado en la que se dirigen en segunda persona a la propia Menche.

Cuidado con esa grada, Madre, es grada, no sombra, y desembocamos en otro patio que no es el patio donde vivía la Brígida así es que hay que seguir por más pasillos, una, otra pieza vacía, hileras de habitaciones huecas, más puertas abiertas o cerradas porque da lo mismo que estén abiertas o cerradas, más piezas que vamos atravesando, los vidrios astillados y polvorientos, la penumbra pegada a las paredes resecas donde una gallina picotea el adobe secular buscando granos. Otro patio. El patio del lavado donde ya no se lava, el patio de las monjitas donde ya no vive ninguna monjita porque ahora no quedan más que tres monitas, el patio de la palmera, el patio del tilo, este patio sin nombre, el patio de la Ernestina Gómez, el patio del refectorio que nadie usa porque las viejas prefieren comer en la cocina, patios y claustros infinitos conectados por pasadizos interminables, cuartos que ya nunca intentamos limpiar [...] este corredor que remata en otro patio más, en un nivel distinto, para cumplir con funciones olvidadas, abierto a habitaciones donde las telarañas ablandan las resonancias y a galerías donde quedaron pegados los ecos de tránsitos que no dejaron noticia, o serán ratones y gatos y gallinas y palomas persiguiéndose entre las ruinas de esta muralla que nadie terminó de demoler.

Narrador, Capítulo 1, p. 35

Esta cita es la primera y la más extensa descripción de la Casa de la Encarnación de la Chimba. Se la presenta como un espacio gigante, que se multiplica al infinito en habitaciones, pasillos y patios. Es una construcción caótica y laberíntica, los personajes se pierden en su interior. A su vez, se describe su estado de deterioro y abandono: hay muchos rincones deshabitados y en desuso; está sucia, polvorienta; la invaden las telarañas, los roedores y otros animales. Esta Casa es un símbolo de la trayectoria histórica de la aristocracia chilena. Tiene un pasado grandioso: fue creada, en la época gloriosa de la familia, por un antepasado de los Azcoitía, como convento de monjas de clausura, donde encierra a su hija, la niña-beata. Esta construcción afianza durante mucho tiempo la relación estrecha de la familia con la Iglesia católica y, de hecho, es allí donde la chica hace su milagro: durante un terremoto se para en medio del patio de la palmera y, abriendo sus brazos en cruz, evita el desmoronamiento de la Casa. Su estado decadente, en el presente de la narración, representa el declive de la familia como representante de la aristocracia. Es un linaje en vías de extinción que pierde su poder tradicional.

No es verdad que las manden a esta Casa para que pasen sus últimos días en paz, como dicen ellos. Esto es una prisión, llena de celdas, con barrotes en las ventanas, con un carcelero implacable a cargo de las llaves. Los patrones las mandan encerrar aquí cuando se dan cuenta de que les deben demasiado a estas viejas y sienten pavor porque estas miserables, un buen día, pueden revelar su poder y destruirlos.

Narrador, Capítulo 4, pp. 81-82

Estas líneas evidencian la centralidad del tema del encierro y su estrecha relación con las desigualdades sociales que caracterizan a la sociedad chilena descrita en el texto. La Casa es una prisión donde encierran a las viejas que han sido sirvientas toda la vida y ya no están en condiciones de trabajar. Los patrones, miembros de la clase alta que emplean a estas mujeres, saben que las han explotado y las encarcelan para protegerse de ellas. Es interesante notar que, en sus orígenes, la construcción también es un espacio de encierro, ya que es un convento de clausura. Por último, en la cita también se pone de manifiesto el doble carácter del Mudito en relación con esa falta de libertad de movimiento: por un lado, es víctima, porque él también vive encerrado allí, pero, por otro, él mismo es el carcelero, el guardián de las llaves, y garantiza así el encierro de las otras figuras.

Me la pones por encima, ritualmente, como el obispo mitrado coronando al rey, anulando con la nueva investidura toda existencia previa, todas, el Mudito, el secretario de don Jerónimo, el perro de la Iris, Humberto Peñaloza sensible prosista que nos entrega en estas tenues páginas una visión tan sentida y artística del mundo desvanecido de antaño cuando la primavera de la inocencia florecía en jardines de glicinas, la séptima bruja, todos nos disolvimos en la oscuridad de adentro de la máscara.

Narrador, Capítulo 5, p. 110

Estas líneas exhiben las identidades múltiples del Mudito, que son la contracara de su despersonalización, de su falta de una identidad completa y coherente. Se describe el momento en que él se introduce por primera vez en la cabeza de cartonpiedra del Gigante para tener sexo con Iris. Usar esa máscara lo transforma en otro, y esta mutación del personaje se incluye en una lista de versiones diferentes de su identidad: además de ser el Gigante, es el Mudito, es Humberto Peñaloza, es perro de Iris, es sirviente de la Casa, es empleado de Jerónimo, es la séptima bruja, es un joven escritor.

Cuando Jerónimo de Azcoitía entreabrió por fin las cortinas de la cuna para contemplar a su vástago tan esperado, quiso matarlo ahí mismo: ese repugnante cuerpo sarmentoso retorciéndose sobre su joroba, ese rostro abierto en un surco brutal donde labios, paladar y nariz desnudaban la obscenidad de huesos y tejidos en una incoherencia de rasgos rojizos... era la confusión, el desorden, una forma distinta pero peor de la muerte [...] Pero Jerónimo no mató a su hijo. El espanto de verse padre de esta versión del caos logró interponer unos segundos de sorpresa paralizadora entre su primer impulso y la acción, y Jerónimo de Azcoitía no mató. Eso hubiera sido ceder, incorporarse al caos, ser víctima de él...

Narrador, Capítulo 9, p. 191

A lo largo de la novela, encontramos tres variaciones de este fragmento: la primera es esta misma, ubicada en el capítulo 9; la segunda está en el capítulo 13 y la tercera, entre las páginas del capítulo 16. En estas palabras se destacan la presencia de la muerte, la monstruosidad y la decadencia de los Azcoitía. Si bien no se encuentra ni al comienzo ni al final de la obra, es la marca nítida de un principio y de un fin: cuenta el nacimiento de Boy, que indica el fin de la estirpe Azcoitía como representante del poder oligárquico. Dentro de la ficción, el fragmento es escrito por Humberto Peñaloza y puede formar parte de dos proyectos literarios diferentes, pero muy interconectados: en un momento se dice que es el inicio de la biografía de Jerónimo y, en otro, pertenece a la crónica de la vida de Boy en la Rinconada, ambas escrituras que Humberto lleva a cabo financiado por don Jerónimo.

Por otra parte, Donoso declara en "Claves de un delirio" que ese párrafo es el primer fragmento que escribe de la obra. Esto genera una confusión entre la escritura del autor y la escritura de su personaje: El obsceno pájaro de la noche integra los textos escritos por su protagonista dentro del universo ficcional, y Donoso crea un narrador que es escritor de su propia obra.

Ahora, cualquier cosa sería insuficiente para que los peones endomingados que galoparon desde los pueblos hasta la cabeza de la provincia desencadenaran la violencia y hasta hicieran correr la sangre. Pero la multitud achispada por el vino se paseaba sin centro por la plaza. Fumaban, se repartían en grupos murmuradores, pero sin motivación inmediata para enardecerlos.

Don Jerónimo de Azcoitía pasó toda la tarde encerrado en el Club Social, consumiendo más y más botellas de tinto con sus correligionarios, esperando a que la multitud se dispersara. Pero la multitud no se dispersó. Cayó una tarde opaca. Una masa gris, susurrante, se iba aglomerando bajo la doble fila de palmeras que bordeaba la plaza por los cuatro costados. Y los faroles no se encendían.

Narrador, Capítulo 12, p. 229

En este segmento, el Mudito recupera en tercera persona el relato de un episodio concreto de su pasado junto a don Jerónimo. El fragmento se destaca por estar narrado de manera ordenada y tradicional: no hay saltos delirantes en el tiempo y en el espacio. En definitiva, es un trecho realista de la novela.

Se trata de una anécdota que ilumina la centralidad de las clases sociales en la obra. En medio de una jornada electoral, cuando Jerónimo ya avanza en su carrera política, se roban la urna del lugar donde votan unos mineros. Indignados, los trabajadores de la región se dirigen a la plaza central de la ciudad para protestar y reclamar justicia. La escena deja en claro el contraste entre esos hombres, que conforman una masa a la intemperie, y los hombres ricos y poderosos que se resguardan de la multitud dentro del Club Social. A su vez, esto representa las transiciones en el poder político características de la época: los aristócratas se tienen que encerrar para protegerse porque los trabajadores han ganado peso político y exigen que se garanticen sus derechos.

Como los trabajadores sospechan que Jerónimo es responsable del robo de la urna, esperan en la plaza, al acecho. Él quiere salir normalmente del club y regresar a su casa porque asegura que es inocente. Sin embargo, el escape es un episodio que desencadena una de las instancias más carnales de la confusión de identidades del Mudito y su patrón. Humberto Peñaloza, por entonces, es secretario de Jerónimo y se hace pasar por él: sale del Club Social escondido bajo su poncho y luego se escapa por un techo. Recibe un balazo en el brazo. Más tarde, Jerónimo se pone vendas en su propio brazo y se mancha con sangre de Humberto para simular que fue él quien recibió el disparo. Así, se profundiza la confusión de sus identidades y la mezcla de sus cuerpos.

Las viejas como la Peta Ponce tienen el poder de plegar y confundir el tiempo, lo multiplican y lo dividen, los acontecimientos se refractan en sus manos verrugosas como en el prisma más brillante, cortan el suceder consecutivo en trozos que disponen en forma paralela, curvan esos trozos y los enroscan organizando estructuras que les sirven para que se cumplan sus designios. Se trataba de que Inés le diera un hijo a Jerónimo [...] No oí los gemidos de la perra porque Inés u Jerónimo estaban en su dormitorio haciendo el amor aislados por otro silencio distinto al que nos aislaba a nosotros, pero a quiénes aislaba, a quiénes, Madre Benita, en esas tinieblas yo puedo no haberle dado mi amor a Inés sino a otra, a la Peta, a la Peta Ponce que sustituyó a Inés por ser ella la pareja que me corresponde.

Narrador, Capítulo 13, pp. 261-262

En esta cita, el Mudito describe el poder mágico de la Peta Ponce para analizar lo que ha sucedido esa noche cuando Jerónimo, Inés, la Peta y él mismo tienen sexo conformando dos parejas, pero no queda claro quién se acuesta con quien. De esta manera, se relacionan directamente los poderes mágicos de la bruja con la lógica caótica del universo ficcional: la bruja repliega el tiempo, lo corta y lo reproduce, y así permite que las identidades se transformen, que un personaje encarne en otro, para lograr lo que ella se propone. Resulta fundamental notar que el propio Mudito narra la novela usando los mismos procedimientos: divide, multiplica y confunde los tiempos, los lugares, los hechos y los personajes.

Se trataba al fin y al cabo, no solo de rodear directamente a Boy de monstruos con conciencia de lo que estaban haciendo, sino también de proporcionar a estos monstruos de primera clase un mundo de submonstruos que los rodearía, sirviéndolos a ellos, panaderos, lecheros, carpinteros, hojalateros, hortaliceros, peones, en fin, todo, de modo que el mundo de lo normal quedara relegado a la lejanía y por fin llegara a desaparecer.

Narrador, Capítulo 14, p. 273

En este segmento de la novela se explica con detenimiento el plan de Jerónimo para la vida de Boy en la Rinconada, aislado de la realidad exterior. En primer lugar, se propone rodearlo exclusivamente de monstruos, es decir, seres humanos nacidos con deformidades muy marcadas. Así, pretende construir un mundo paralelo donde la monstruosidad sea la regla, lo normal, para que el chico crezca sin sentirse marginado. En ese punto, el plan es un claro ejemplo de la carnavalización explorada por Donoso en la novela. La Rinconada se convierte en un mundo al revés, donde se invierten las nociones de lo normal y lo monstruoso. Tanto es así que, más adelante, los habitantes del lugar se burlarán del Mudito y hasta de Jerónimo por ser normales.

En segundo lugar, este universo invertido repite la estructura jerárquica de la sociedad organizada en clases sociales. Los monstruos que viven en la Rinconada se agrupan en primera, segunda, tercera, cuarta, quinta y hasta sexta clase. El plan original incluye la creación de distintos estratos socio-económicos de acuerdo con las tareas de cada uno. Así, los monstruos de la élite, como Emperatriz y el doctor Azula, reciben salarios muy altos, tienen responsabilidades relacionadas con el cuidado directo de Boy y viven con él en la casona, gozando de los mayores lujos. Por el contrario, los monstruos de las clases trabajadoras viven en peores condiciones y más alejados de la casa. Resulta significativo el hecho de que esos monstruos de clases bajas solo sean mencionados como grupo; ninguno llega a ser un personaje de la obra, no conocemos sus nombres, sino que apenas sabemos que están ahí trabajando para sostener el universo de Boy.

... los monstruos desnudos se cubren la cara con pañuelos blancos, se tapan las narices, huyen, no me soportan, soy demasiado asqueroso, el doctor Azula opina que debo llevar varios días desangrándome, esto es muy grave, hay que operar, no se puede operar porque estoy demasiado débil, he perdido demasiada sangre, me abre el párpado, blanco, necesario el examen de sangre, tomar presión, tráiganme mis aparatos, baja y baja y baja la presión de la sangre, los monstruos se tapan las narices asqueados de mi persona pero la curiosidad los clava cerca, se cubren la cara con pañuelos porque sigo cagándome, transfusiones de sangre, dice Azula, no puedo temer nada en manos del doctor Azula. Quién quiere donar sangre para don Humberto, yo, yo, yo, yo, todos quieren donar su sangre monstruosa como si desearan deshacerse de ella...

Narrador, Capítulo 16, pp. 317-318

El capítulo 16 incluye algunos de los pasajes donde la paranoia del Mudito es más evidente. Se encuentra a sí mismo en una especie de clínica, está recostado en una cama y comienza a creer que lo tienen prisionero allí, que no puede salir. Además, se siente rodeado por figuras que lo atormentan. Entre ellas está el doctor Azula, a cargo de hacerle cirugías y transfusiones: el Mudito piensa que han planeado secuestrarlo y retenerlo allí para sacarle sus órganos y su sangre e intercambiarlos con partes de los cuerpos de los monstruos. Asegura que lo están "monstruificando" (p. 318). Si bien este es uno de los puntos más delirantes del relato, el proceso coincide con las experiencias que el protagonista vive a lo largo de toda la obra, ya que se enfatiza la pérdida de su identidad y la confusión de su cuerpo con los de otros personajes. Por otra parte, la secuencia coincide con una anécdota que Donoso cuenta en "Claves de un delirio": mientras está escribiendo la novela, el autor debe ser operado de urgencia. Le dan morfina y tiene una reacción alérgica que lo lleva al delirio. Esas alucinaciones vividas por el autor resuenan en el relato del Mudito en esta parte de la novela.

No veo. Soy ciego. Y otras se acercan con otro saco y me vuelven a meter y me vuelven a coser mientras murmuran jaculatorias que casi no oigo, para que haga el milagro [...] cosen, amarran más sacos sobre mi cabeza y otras se acercan y siento levantarse alrededor mío otro envoltorio de oscuridad, otra capa de silencio que atenúa las voces que apenas distingo, sordo, ciego, mudo, paquetito sin sexo, todo cosido y atado con tiras y cordeles, sacos y más sacos, respiro apenas a través de la trampa de las capas sucesivas del yute, aquí adentro está caliente, no hay necesidad de moverse, no necesito nada, este paquete soy yo entero, reducido, sin depender de nada ni de nadie, oyéndolas dirigirme sus rogativas, prosternadas, implorándome porque saben que ahora soy poderoso y voy a hacer el milagro.

Narrador, Capítulo 29, p. 613

En los capítulos finales, la narración vuelve a enfocarse en la Casa de la Encarnación de la Chimba, a punto de ser desalojada. Mientras el Padre Azócar se encarga de sacar las últimas cosas valiosas que quedan en el lugar, Inés de Azcoitía pierde la razón y es enviada a un manicomio, y las viejas quedan completamente desamparadas, refugiándose en la capilla. En ese contexto, parece nacer el bebé de Iris Mateluna, pero, al mismo tiempo, el Mudito se transforma en ese niño. Las viejas se deshacen de Iris, la dejan en la calle, y se apropian del bebé/Mudito. Comienzan a meterlo en sacos que cosen amarrando su cuerpo; queda inmovilizado y pierde la visión. De esa manera se consuma la transformación del Mudito en el bebé milagroso, porque ese encierro dentro de sacos parece llevarlo al punto exacto desde el cual puede hacer el milagro que las viejas esperan desde el comienzo de la novela.

En el capítulo siguiente, el último del libro, se narra cómo, en efecto, sacan a las viejas de la Casa y se las llevan a una Nueva Casa construida con la fortuna que deja la Brígida al morir. Las ancianas viven el momento como un milagro. El paquete que guarda al bebé/Mudito queda dentro de la Casa al cuidado de otra anciana. Si bien el texto no menciona su nombre, sus características coinciden con las de la Peta Ponce. Por último, ella se va con el paquete de sacos hasta abajo de un puente, donde comparte una fogata con otros mendigos. En las líneas finales se cuenta que el fuego parece consumir a la anciana y a su paquete.