El adversario

El adversario Resumen y Análisis Secciones 10 - 11

Resumen

Sección 10

Carrère comenta que en este último año, Romand ya sabía que había llegado la hora de que su impostura saliera a la luz. Si Corinne le hubiera pedido que le devolviera el dinero una semana después de habérselo confiado, todavía habría podido hacerlo pero, con el pasar de las semanas y los meses, la suma depositada disminuía de manera vertiginosa. Además, no contaba con nadie a quien pedirle ayuda, ya que también había despojado de todo a sus padres, su tío y hasta a su familia política.

El narrador se pregunta qué podría hacer Romand y llega a la conclusión de que el suicidio era la respuesta más lógica. Ya no atendía las llamadas de Corinne, fingía hacerse el muerto. Por su parte, la mujer no llamaba al hogar del protagonista por miedo a que la atendiera Florence. Luego de que pasaran meses sin respuesta, en julio se animó a contactarlo a través del teléfono de la familia de Jean-Claude. El hombre argumentó que estaba muy cansado por las sesiones de radioterapia y, cuando Corinne le pidió recuperar parte del dinero, Romand respondió que debería esperar hasta septiembre para no cobrar penalizaciones y porque el propio estado de salud de Jean-Claude le impedía ir hasta Ginebra. Le ofrecía vender su auto para sacarla del apuro pero ella no aceptó. Así, logró apaciguarla.

El narrador describe el rol de Florence como vicepresidenta de la asociación de padres de alumnos de Saint-Vicent. La mujer se ocupaba del catecismo, de organizar la fiesta de la escuela y, para distraer a Romand de sus padecimientos, lo invitó a participar. Esto representaba una forma de insertarse en la vida real, en donde una vez al mes acudía a una cita real, con gente real y hablaba con ella.

Un hecho causó una gran conmoción en este espacio: el director de la escuela, un hombre casado y padre de cuatro hijos, se había enredado con una de las maestras, que también estaba casada. Algunos padres empezaron a decir que no valía la pena confiar a sus hijos a una escuela católica para que recibieran este ejemplo. La junta decidió intervenir, con la iniciativa de pedir al director que renunciara y que fuera reemplazado por otra docente. Así, se arregló el asunto. Sin embargo, los testimonios de los asistentes afirmaron que la decisión se tomó por unanimidad, mientras que Jean-Claude afirmó que él no estaba de acuerdo con ellos y que hubo una discusión al respecto. Carrère comenta que no hay razón alguna para pensar que los demás hayan mentido, y que cree que efectivamente Romand expresó su desacuerdo, pero de una manera tan insegura que ni siquiera había sido advertido su descontento. Al regresar a casa, el hombre le contó todo a Florence, que se conmovió de ver a su marido defendiendo la vida privada del director. Así, cuando se reanudaron las clases, Florence encabezó una cruzada a favor del defendido, lo que provocó una enemistad con la junta de gobierno, dirigida por Luc Ladmiral. Jean-Claude aportó su granito de arena, hablando con los padres a la salida de la escuela, plantéandose como una persona capaz de comprender y ayudar antes que juzgar y condenar. Por primera vez, en su pequeña comunidad, se interesaban por él; todo posible enfrentamiento podía conducir a que se revelara toda su verdad.

El narrador introduce la presencia de Claude Romand, el tío de Jean-Claude, en el juicio. El hombre encaró a su sobrino en el tribunal, con una actitud tan virulenta que dejó en evidencia el terror que el acusado le tenía a la violencia física, que llegaba al punto de angustiarlo.

Carrère retoma la narración de los hechos antes del asesinato de Romand. A la salida de misa del último domingo de Adviento, previo a la Navidad, Luc habló con Florence para poner fin a esos desencuentros ridículos que había entre ellos por la situación del director de escuela. Sin embargo, Ladmiral le aclaró que si Jean-Claude disentía sobre la resolución tomada en la junta, hubiera podido decirlo de inmediato y lo habrían discutido entre todos. Florence, confundida, afirmó que era lo que había hecho su marido, pero Luc le respondió que no había sido así, y que justamente era esto lo que le reprochaban; no el hecho de haber tomado partido por el director, sino haber votado su destitución y luego haber emprendido una campaña contra lo que él mismo había aprobado. El hombre vio que Florence se descomponía al conocer la mentira de su marido.

Al día siguiente, a la salida de la escuela, la mujer habló con otra madre cuyo marido trabajaba también en la OMS, que pensaba llevar a sus hijos a ver el árbol de Navidad del personal. Florence empalideció y prometió enojarse con Romand.

Durante el proceso, cuando se intentó interpretar este testimonio, Jean-Claude dijo que Florence estaba al tanto de la existencia de este árbol, pero que él se había negado a llevar a los niños porque no le gustaba aprovecharse de aquella clase de privilegios. Para el acusado, su esposa no sospechaba de nada y, si hubiera tenido dudas, le habría bastado llamar a la OMS.

Justo antes de las vacaciones de Navidad, el presidente de la junta de gobierno escolar quiso hablar con Romand. Buscó su teléfono en la guía telefónica de la OMS y en el banco de datos de la caja de pensiones de los organismos internacionales, sin éxito. Intrigado por no encontrarlo en ninguna parte, se lo comentó a Florence cuando se la encontró en la calle principal de Ferney. La mujer reaccionó con benevolencia, pensando que era algo extraño y que se lo diría a Jean-Claude. Sin embargo, no volvieron a verse; una semana más tarde ella estaba muerta.

Romand sabía que su final estaba más cerca, que en su entorno comenzaban a darse cuenta de cosas extrañas. Llamó a Corinne, que acababa de separarse, y estaba deprimida. Fue a verla a París y la llevo a cenar, durante dos horas interpretó al doctor Romand pensando que era la última vez, que pronto estaría muerto y que ya nada tenía importancia. Al final de la cena, Corinne le dijo que quería recuperar su dinero; él, en vez de buscar una escapatoria, sacó su agenda para concertar una cita para devolvérselo. El 9 de enero fue el día elegido. En el viaje de regreso, siguió estudiando su agenda para decidir el día de su muerte. Eligió que fuera después de Año Nuevo.

Romand fue a buscar a sus padres para festejar Navidad con ellos; llevaba en el baúl una caja llena de papeles: cartas viejas, blocs de notas, un cuaderno. Los quemó en el fondo del jardin, junto con sus libretas personales. A lo largo de los años, Romand había llenado cuadernas con textos más o menos autobiográficos para desorientar a Florence. Entre Navidad y Año Nuevo no paró de hacer borradores de cartas y de cintas, para dejarle un mensaje a Florence y a sus hijos luego de su muerte.

Sección 11

La última semana, Jean-Claude se sentía cansado. Mientras la vida en familia para Florence y sus hijos era cálida y dulce, él se sentía podrido por dentro. Su final era inminente.

El lunes por la mañana, la madre de Romand lo llamó, inquieta, ya que acababa de recibir del banco un extracto que indicaba una comisión bancaria que le habían cobrado por el hecho de quedarse sin saldo en su cuenta. Romand dijo que iba a solucionarlo, que se quedara tranquila. Romand se dispuso a leer el libro de Bernard Kouchner, La infelicidad de los demás, que tenía una dedicatoria para él; el autor lo nombraba como un colega del corazón. Compró un perfume y tomó el avión a París. Una vez a bordo, escribió una carta para Corinne y buscó en el libro de Kouchner un pasaje que lo había impresionado sobre el suicidio de un amigo de la juventud. El hombre había absorbido un cóctel letal mientras hablaba por teléfono con una mujer querida. Así, la obligó a seguir su muerte en directo. Confiando en que Corinne leería este pasaje y comprendería, dejó la carta y el perfume en el consultorio de la mujer. Es lo único que Romand recuerda de su paso por París.

El martes, Jean-Claude no fue a trabajar; se dirigió a la farmacia Cottin para pedir medicamentos, excluyendo los que provocan una muerte instantánea para optar por barbitúricos recomendados para un adormecimiento. Argumentó que los necesitaba para sus investigaciones; Cottin le dijo que la mezcla estaría lista para el viernes.

Esa noche, su ahijada Sophie se quedó a dormir; Romand le leyó un cuento a los tres niños. Al día siguiente, compró en una armería cartuchos, un silenciador, dos bombas lacrimógenas y un artefacto capaz de neutralizar a un agresor. La presidenta del tribunal destacó que entonces él pensaba matar a su familia. Romand titubeó, y argumentó que él creía que las compraba por otro motivo, pero que, efectivamente, esas balas luego matarían a sus hijos. Se explicaba a sí mismo que ese material era para Corinne y para su padre, que casi ciego, hacía años no podía servirse de su carabina. Mientras él hacía estas compras, Florence tomaba el té con sus amigas, a las que les mostró una foto enmarcada de un niño, argumentando que esa mirada no podía esconder nada malo. Las mujeres, pasmadas, reconocieron que Jean-Claude era un niño tierno.

Como todos los jueves, Romand visitó a sus padres y repasó allí los viejos cursos de toxicología. Tranquilizó a su madre sobre su situación bancaria. En el trayecto de regreso, llamó a Corinne y le recordó la cena el sábado próximo; también pasó por la casa de los Ladmiral para entregarles algo que Sophie había olvidado. Romand dijo que esperaba ver a Luc para confesarle la verdad, pero lo atendió Cécile.

El viernes llevó a los niños a la escuela y recogió sus frascos de barbitúricos en la farmacia. Luego compró dos bidones, que llenó de gasolina. Al regresar a su casa para la comida, se encontró con una invitada, la maestra de Caroline. A la noche, luego de acostar a los niños, Florence mantuvo una conversación telefónica con su madre que la hizo llorar, ya que la mujer se quejaba de ser viuda y del abandono en el que la tenían sus hijos. Jean-Claude intentó consolarla. Esa es la última imagen que tiene de su mujer, dijo que no recordaba sus últimas palabras.

En la autopsia se halló alcohol en la sangre de Florence, lo que implica que, si tuvo una noche completa de sueño, se habría dormido casi en embriaguez. A Romand le sugirieron la secuencia de una pelea conyugal, en la que ella lo increpó por sus mentiras. Por no poder responder a sus argumentos, había asesinado a Florence a la mañana siguiente. Sin embargo, el acusado respondió que no hubo una pelea conyugal, y que no recuerda nada de la escena del asesinato, que es incapaz de reponer lo que ocurrió entre el consuelo a su mujer y el momento en el que se despertó con el rodillo manchado de sangre en las manos.

Los niños se despertaron cuando sonó el teléfono; Jean-Claude les dijo que su mamá estaba durmiendo. Los tres se sentaron en el sillón a ver una película de dibujos animados mientras desayunaban. En el juicio, el acusado dijo que después de haber matado a Florence, también debía matar a sus hijos. Aquel momento delante de la televisión había sido el último que pasaron juntos. En la sala, Romand comenzó a temblar y se arrojó al suelo. En un diálogo con la presidenta del tribunal, dijo que había disparado a su hija, que se había tirado en la cama. Su testimonio fue confuso, los gendarmes lo sujetaban por los brazos. El protagonista se excusó, diciendo que no tenía una imagen de ese momento concreto; la presidenta preguntó si Antoine no se había acercado a la cama de Caroline, que había sido tapada con el edredón para que el niño no sospechara nada.

El fiscal intervino acotando que, luego de los crímenes, Romand salió a comprar el diario, con un aspecto totalmente normal. Le preguntaron por qué había limpiado la carabina, antes de salir hacia Clairvaux, donde vivían sus padres. El acusado respondió que para matarlos, pero que se había dicho a sí mismo que era para devolverle el arma a su padre.

Fue a la casa de sus padres. Comieron los tres juntos. Hizo lo mismo que con sus hijos: por turnos, uno después del otro, su padre y su madre subieron al piso de arriba. Primero Aimé, con la excusa de examinar una ventilación que despedía malos olores. El señor se arrodilló para mostrarle el origen de la fetidez y recibió dos balas en la espalda. Acto seguido, fue en busca de su madre. Fue la única que recibió los balazos de frente. El perro también había subido, corría de un lado a otro. Romand lo mató, también, para que su hija Caroline, que adoraba al animal, lo tuviera a su lado. Bajó a la planta baja, lavó la carabina y emprendió el viaje a París, para ver a Corinne.

Jean-Claude fue a la casa de la mujer. Ella se maquilló y cambió para la cena; en el camino le pidió el dinero, él se disculpó por no haber tenido tiempo, pero le dijo que iría sin falta el lunes siguiente por la mañana. Luego de una hora de dar vueltas en redondo por el bosque, ya que no encontraban la casa de Kouchner donde irían a cenar, el acusado se detuvo para buscar el teléfono de su amigo pero no lo encontró. Ella, crispada, se impacientaba. Sin éxito, Romand dijo que no encontraba el papel pero sí un collar que tenía intención de regalarle. Él se lo puso, y le pidió que cerrara los ojos. Ella notó en la cara y el cuello una quemadura proveniente de una bomba lacrimógena; empezó a luchar contra él con todas sus fuerzas y rodaron por el suelo al costado del vehículo. Convencida de que iba a morir, ella gritó que no la matara, que pensara en sus hijas. Abrió los ojos y cruzó su mirada con la de Jean-Claude. Todo terminó.

Él la hizo sentarse en el coche. Corinne le preguntó si irían a la casa de Kouchner a cenar, decidieron no hacerlo. Lo que había ocurrido era incomprensible para ambos, y él intentó convencerla de que ella había comenzado el ataque. En el primer pueblo, el protagonista llamó a Kouchner para disculparse; a Corinne no le llamó la atención que ahora tuviera el número. Cuando volvió al auto, ella se percató de que en ningún momento había visto el collar, pero sí recordaba un cordón de plástico que parecía hecho para estrangular a alguien. Durante todo el trayecto de regreso, ella le habló como una amiga afectuosa que era, a su vez, profesional de la psicología. Aterrada de que el instinto homicida la atacara de nuevo, culpó al cáncer que asediaba a Romand y le sugirió consultar un psiquiatra.

Al llegar a Prevéssin, encontró su casa acogedora y se adormeció un rato encima del sillón. A eso de las once, tuvo miedo de que al ver su coche algún amigo tuviese la idea de visitarlo, así que fue a dejarlo a un estacionamiento en las afueras.

El narrador comenta que hay dos elementos para reconstruir el resto de ese día. El primero es un video, que da cuenta de que durante ciento ochenta minutos, Romand grabó fragmentos de programas, pero cortados por un zapping frenético, cada video duraba un segundo o dos segundos. De esto, se dedujo que permaneció sentado tres horas, jugando con el control remoto. El segundo elemento son las llamadas telefónicas al número de Corinne; la duración confirma que Romand se limitó a escuchar nueve veces seguidas la voz del contestador. La décima vez, ella atendió. Le dijo que había pasado un día espantoso, muy trastornada por las quemaduras; él se mostraba empático y pedía disculpas, hablaba de su propio estado depresivo. En relación con su enfermedad, ella no quería denunciarlo a la policía, pero le subrayó la urgencia de que hablara con algún profesional.

Al caer la noche, comprendió que había llegado su hora; sin embargo, recién alrededor de las tres de la mañana esparció el contenido de los bidones por sobre los niños, Florence y la escalera. Romand prendió fuego el desván, la escalera, el cuarto de los niños y el suyo. No tomó los barbitúricos comprados, sino un fármaco vencido. Pensaba que igualmente haría efecto. Quiso acostarse al lado de Florence, pero veía mal, le picaban los ojos y todavía no había prendido el fuego en la habitación. Abrió la ventana, los bomberos oyeron crujir el postigo y lo rescataron. Perdió el conocimiento.

Análisis

En estos capítulos, se da a conocer el hecho que conocemos desde la primera página de la novela: el asesinato de la familia Romand en manos de Jean-Claude. Como en una novela policial, los lectores accedemos a los hechos criminales desde el inicio; la diferencia fundamental con este género es que conocemos quién llevó adelante el asesinato. La intriga y el suspenso que priman en el relato policial, las ansias de conocer quién es el asesino no aparecen en esta novela; en este sentido, los lectores accedemos a las últimas horas de la familia Romand a partir de los testimonios y evidencias recolectados principalmente en el juicio.

En este sentido, Carrère reconstruye las peripecias de Jean-Claude y su entorno íntimo a partir de las propias palabras del acusado. En una narrativa en la que la mentira constituye uno de sus temas fundamentales, creer en las palabras de Romand conlleva una tarea compleja. Si bien el protagonista está obligado a decir la verdad por encontrarse en una audiencia judicial, a medida que avanza la novela queda claro que el mismo personaje vive a partir de sus invenciones, sin saber realmente si ocurrieron o no. De alguna manera, estas ideas falsas, estos proyectos falsos encubren otras intenciones, de las que Romand ni siquiera puede ser deliberadamente consciente. Es ejemplar al respecto la respuesta que da cuando la presidenta del tribunal lo interroga sobre su deseo de matar a su familia. El acusado argumenta “Me decía que estaba haciendo otra cosa, que era por otro motivo, y al mismo tiempo…, al mismo tiempo compraba las balas que iban a atravesar el corazón de mis hijos…” (p. 121). Este testimonio ejemplifica hasta qué punto las mentiras de Romand son la única verdad que él conoce; sostiene el discurso hasta creérselo, aunque sus acciones digan brutalmente lo contrario.

En estos capítulos, la novela presenta uno de los desafíos más grandes: cómo narrar los asesinatos de la familia Romand, más específicamente, el de los niños. La muerte de un niño siempre es una tragedia, en el sentido de que rompe con los supuestos naturales y “normales”; no forma parte del designio infantil morir a tan corta edad. El filicidio de Romand añade una segunda ruptura a este pacto de “normalidad”: un padre, una figura que suele ser protectora, cariñosa, no puede ser el responsable del fin de la vida de sus hijos. Ambas leyes son incumplidas por el protagonista; así, la escena en la que relata el asesinato de Caroline y Antoine se hace eco del horror que siente la audiencia en el tribunal y el mismo acusado. La descripción de Carrère es pertinente: “[Romand] Empezó a temblar, su cuerpo se derrumbó. Se arrojó al suelo. (...) Con una voz aguda de niño pequeño, gimió: «¡Mi papá! ¡Mi papá!»” (p. 126). El protagonista sufre en su cuerpo los efectos del crimen cometido; es consciente del acto siniestro que llevó adelante contra sus propios hijos. En una vida en la que todo es impostura, Romand también actúa la voz de un niño pequeño, y repite las palabras que se imagina que sus hijos habrán dicho antes de su trágico final. La diferencia fundamental es que, esta vez, su audiencia es impasible; ve en esta actuación una estrategia para generar empatía con el jurado. Así, le exigen detalles sobre las escenas del crimen, aunque esto pueda conmover y alterar profundamente al acusado. Hay una insistencia en intentar comprender la secuencia lógica de los hechos, más allá de sentir empatía o lástima por Romand. En este punto, el lector no puede olvidar que en este proceso judicial se decide el destino del protagonista; para actuar de la manera más justa posible, se debe acceder al relato de los asesinatos, a pesar de los efectos que puede generar esta historia en el acusado y también en su audiencia.

Romand argumenta acordarse de algunas cosas, y no de otras. Así, cuando los lectores leemos su testimonio, introducido por rayas de diálogo, sus palabras no son claras y están mediadas por la falta de recursos para contar la tragedia familiar. “No tengo una imagen de ese momento concreto” (p. 127), “No me acuerdo de sus últimas palabras” (p. 124), “Soy incapaz de decir lo que pasó entre el momento en que consolaba a Florence en el sofá y el momento en que me desperté con el rodillo de repostería manchado de sangre” (p. 125) son algunas de las declaraciones que hace Romand en el juicio. Si la voz del protagonista carece de los recursos necesarios para contar su propia historia, es el mismo narrador el que intenta reconstruir los detalles de la tragedia. Una vez más, el rol del escritor aparece tan legítimo como el más fiel de los testigos; los lectores confiamos en su palabra y creemos que los hechos se dieron, efectivamente, como él los cuenta. Sin embargo, Carrère da lugar a las lecturas hipotéticas; introduce preguntas retóricas que no se responden porque ni Romand ni las víctimas pueden hacerlo. Cuando el narrador comenta que en la autopsia de los padres del acusado, se reveló que sus estómagos estaban llenos, Carrère se pregunta “¿Comió Jean-Claude? ¿Insistió su madre en que comiera? ¿De qué hablaron” (p. 129). Estos interrogantes subrayan la idea de que la cena era tan habitual como cualquier otra; un hijo que cena con sus padres ancianos, la insistencia de la señora, preocupada por su niño, las charlas cotidianas en la familia Romand. El narrador pone el foco en la normalidad de los hechos, la imposibilidad de prever el desenlace. Esta decisión subraya aún más la atrocidad de los hechos; a Aimé Romand, ver a su hijo subir las escaleras con la carabina no le había llamado la atención. “¿Por qué Aimé Romand habría de alarmarse al ver a su hijo transportar la carabina que había ido a comprar con él el día en que cumplió dieciséis años?” (p. 129) se pregunta Carrère. Una vez más, la pregunta retórica aparece para reforzar la única respuesta posible: no había ningún motivo de alarma porque era absolutamente insospechado el trágico final de los Romand.

Para entender de manera completa las motivaciones del protagonista, es fundamental el rol que cumple en la historia el personaje de Corinne. En primer lugar, la mujer le puso un fin a las mentiras de Romand, al obligarlo a entregarle el dinero de los depósitos en Suiza. Esto obligó al hombre a tomar una decisión; en un principio, aceptó el suicidio como única alternativa. “Pronto estaría muerto y ya nada tenía importancia” (p. 114) acota el narrador. Sin embargo, los lectores sabemos que, finalmente, no se limitó a quitarse la vida sino que asesinó a toda su familia e intentó hacerlo también con Corinne. ¿A qué se debió este cambio? ¿En qué momento Romand asimiló que la única salida posible era matar a todos? Si bien la novela no ofrece una respuesta única, la hipótesis más coherente tiene que ver con la imagen que esto implicaba para la comunidad y su familia. Jean-Claude se declaró incapaz de dejar a su familia en la ruina, incapaz de aceptar que sus seres queridos siguieran viviendo con su recuerdo como un estafador o un farsante. Esta imposibilidad de aceptar que su círculo íntimo conociera su verdadera imagen y tuviera que vivir con ella lo condujo finalmente a matar a todos los Romand. Una vez más, el protagonista muestra hasta qué punto los mandatos sociales y la necesidad compulsiva de satisfacerlos puede llevar al peor de los finales.

En este sentido, es interesante el hecho que convulsiona la tranquila comunidad en donde viven Romand y su familia: el romance del director de la escuela, un señor casado, con una maestra de la institución. Este hecho le dio al protagonista la posibilidad de manifestar por primera vez una voz propia, disidente del discurso sostenido por la comunidad de padres. Esta posibilidad de distinguirse y recortarse de la masa implica también aceleró su caída; de alguna manera, pasó a ser el centro de interés de una comunidad que conocía poco sobre su vida.

Es significativo que un personaje lo suficientemente hábil como para matar a cinco seres humanos no haya sido tan preciso como para quitarse la vida. En una lectura sencilla, es fácil de entender que, probablemente, no tenía tanto interés en suicidarse como lo tuvo en asesinar a su familia. En una mirada más compleja de los hechos, es posible comprender que estas muertes le dieron la única posibilidad de mostrarse al mundo como una verdad; después de dieciocho años de mentiras, era, finalmente, un ser humano excepcional, fuera de norma. Los motivos son incorrectos y repudiables, pero, gracias a su tragedia, Romand tiene la posibilidad de exhibirse y conocerse sin máscaras ni disfraces.

Tampoco Corinne terminó sus días asesinada por Romand. Es interesante destacar que, a pesar de haber sido la única persona que efectivamente lo confrontó y le exigió una respuesta sobre los depósitos de dinero, el protagonista no logró matarla. Si bien su salvación pudo haber parecido convincente -”Cruzar la mirada con la de Jean-Claude la salvó la vida” (p. 133) dice el narrador-, haber asesinado a Corinne hubiera alimentado la mirada banal del protagonista. Hubiese sido un estafador, que, con el fin de borrar todas las sospechas, había matado de manera premeditada a la única persona que había desconfiado de él. Una vez más, una explicación simple para un personaje que no sólo tiene muchas dificultades para justificar las motivaciones de sus actos sino que cuenta con un deseo descomunal de trascender y permanecer.

En relación con esta necesidad de interpretar y entender las acciones de Romand, son significativos los elementos que se utilizaron para reconstruir el día de los hechos. En una vida acostumbrada a sostener un rol para los demás, no sorprende que el protagonista haya mantenido “un aspecto totalmente normal” (p. 128), aún cuando acababa de matar a sus hijos y a su esposa. Sin embargo, en total soledad, una pista exhibía la verdadera perturbación que lo torturaba. Así, la grabación de programas de televisión, cortados por un zapping compulsivo, exhiben “un caos tétrico e insoportable que los investigadores, sin embargo, se obligaron a ver” (p. 136). De alguna manera, Romand se permitió expresar algo genuino; si para los demás seguía siendo el profesional de siempre, impecable y prestigioso, en su intimidad ya daba rienda suelta a la confusión. Esta posibilidad de dar a entender la presencia del desorden, de una existencia atormentada que, finalmente, fue percibida por los demás, aún cuando nadie sabía todavía lo que había ocurrido con la familia Romand.