El adversario

El adversario Resumen y Análisis Secciones 1 - 3

Resumen

Sección 1

Emmanuel Carrère cuenta que la mañana del sábado 9 de enero de 1993, mientras Jean-Claude Romand mataba a su mujer y sus hijos, él estaba en una reunión en la escuela de Gabriel, su hijo mayor. Gabriel y Antoine Romand -uno de los hijos asesinados por Jean-Claude- tenían en ese entonces la misma edad, cinco años. Luego de la reunión, Carrère se fue a comer con sus padres, mientras Jean-Claude se dirigió a la casa de los suyos, pero para matarlos luego del almuerzo. Carrère terminó su día en el estudio, dedicado a escribir un libro sobre la biografía del escritor Philip K. Dick. El martes concluyó el último capítulo y el miércoles por la mañana leyó el primer artículo en el periódico dedicado al caso Romand.

Sección 2

Emmanuel Carrère, que es al mismo tiempo autor y narrador de esta historia, se centra en Luc Ladmiral, que se había despertado ese lunes por una llamada de Cottin, el farmacéutico de Prévessin. El hombre informaba sobre un incendio en la casa de los Romand, para que fueran los amigos a rescatar los muebles que se pudieran. Cuando Luc llegó, vio a los bomberos evacuando los cadáveres de los niños y de Florence, su madre. Se subió al camión en donde Jean-Claude, el único miembro de la familia que todavía estaba vivo, descansaba inconsciente. Rimand fue transportado al hospital de Ginebra. Luc regresó a su casa para comunicarle la noticia a Cécile, su mujer, y sus hijos. Sophie, la mayor, era ahijada de Jean-Claude.

El autor explora los orígenes del vínculo entre Luc y Jean-Claude. Ambos se conocieron en la facultad de medicina de Lyon, se casaron casi al mismo tiempo y sus hijos crecieron juntos. La relación era de una confianza absoluta, en donde cada uno sabía todo de la vida del otro. Carrère afirma que una amistad así forma parte de las cosas más valiosas de la vida. En su mirada, un amigo es también un testigo, alguien desde cuya mirada se permite evaluar mejor la propia experiencia. En este sentido, las vidas de los dos hombres se asemejaban; mientras que Jean-Claude era una eminencia de la investigación, Luc se desempeñaba como médico clínico. Si bien hacía unos meses habían tenido una pequeña discusión, ahora todo le parecía irrisorio a Ladmiral. Frente a la tragedia de la familia Romand, rezó con su mujer para que Jean-Claude no recuperara el conocimiento.

Cuando Luc se dirige a su consulta médica, lo esperaban dos gendarmes para preguntarle si los Romand tenían enemigos declarados. Sorprendido por estas suposiciones, los oficiales le dijeron que el examen sobre los cuerpos probaba que habían muerto antes del incendio; Florence por heridas contundentes en la cabeza y los niños abatidos por disparos. Además, cuando el tío de Jean-Claude había ido a notificar la catástrofe a los padres de éste, descubrió a su hermano, su cuñada y el perro asesinados a tiros. Estos dos crímenes contra los miembros de una misma familia hacían pensar en una posible venganza o ajuste de cuentas. Atónito, Ladmiral explicó que Jean-Claude era investigador en la Organización Mundial de la Salud, en Ginebra. Sin embargo, cuando llamaron a la institución, confirmaron que no había ningún doctor Romand. Esto alivió a Luc, ya que confirmó que todo lo ocurrido debía ser una pesadilla, que no podía ser real.

Convocado por la tarde en la comisaría, Luc supo que habían encontrado en el automóvil de Jean-Claude una nota en la que él declaraba ser el autor de los crímenes y confesaba que todo lo relacionado con su carrera y trabajo había sido un engaño. Nadie lo conocía en la OMS, no figuraba inscrito en el colegio de médicos, su nombre no estaba en la lista de residentes de París. Ladmiral se negó a creerlo, pero con el paso de los días, tuvieron que admitir la pérdida de los fallecidos y, especialmente, de la confianza de una vida entera que fue mentira.

El narrador describe la vida en la comarca de Gex, zona donde vivían los Romand, los Ladmiral y los amigos en común, como una zona residencial y acomodada, en donde suelen asentarse funcionarios que trabajan en Suiza. En este espacio, Jean-Claude y Florence eran personas conocidas y apreciadas. La gran pregunta es de dónde salía el dinero para sostener este estilo de vida, si Jean-Claude no era quien se suponía que era.

Se empezó a hablar de que sus ingresos podían venir del tráfico de armas, del de órganos o de la mafia rusa. Luc, sin embargo, quería seguir creyendo que todo había sido una maquinación, en la que si bien Jean-Claude podía ser un espía, bajo ningún punto de vista podía haber matado a su familia.

La nota de despedida que Romand había dejado en su coche hablaba de un accidente banal que lo condujo a la locura. Además, le pedía perdón a Corinne, a sus amigos y a la junta escolar de Saint-Vincent. Los amigos de la familia suponían que ese accidente podía estar ligado con una discusión que Romand había tenido con los miembros de la junta, pero que era una locura pensar que realmente había una relación entre esa pelea y masacrar a su familia.

En relación con Corinne, era nombrada en la prensa como una amante misteriosa de Jean-Claude. Aparentemente, el mismo sábado en que había asesinado a su familia, Romand la había pasado a buscar para llevarla a cenar a la casa de su amigo Bernard Kouchner y, en el camino, también había intentado asesinarla a ella en un lugar aislado del bosque. Ella forcejeó, y él desistió, argumentando que su grave enfermedad lo había llevado a enloquecer. Cuando la mujer se enteró de que casi era la sexta víctima, llamó a la policía que, a su vez, se comunicó con Kouchner, que negó conocer al doctor Romand.

Corinne era una mujer conocida en la localidad, pero solo Luc y su mujer sabían que tenía una aventura con Romand. Así, Ladmiral supuso que las idas y vueltas en la relación entre ambos, sumado al cáncer que padecía Jean-Claude, seguro lo habían hecho enloquecer. Sin embargo, en ningún hospital francés existía un historial médico a nombre de Romand. Sobre la mujer, se supo que le había entregado sus ahorros a Romand con el encargo de depositarlos en una cuenta en Suiza, pero que el hombre los había malversado. Esto se sumó a las revelaciones provenientes de los Crolet, la familia de Florence. También le habían confiado dinero a Jean-Claude; esta suma estaba definitivamente perdida y una sospecha torturadora los amenazaba. El señor Crolet había muerto al caer por una escalera un día en que se encontraba a solas con Jean-Claude.

Todo su entorno se preguntaba cómo habían podido vivir tanto tiempo sin sospechar nada. Tildado de hermético, Jean-Claude contaba con una extraordinaria capacidad de desviar la conversación en cuanto se centraba en él.

Tres días después del incendio, se supo que Romand viviría. En el velorio de los padres de Jean-Claude, el clima era de vergüenza y rechazo, ya que el hombre había sido el orgullo del pueblo. Admirado por su profesión, cariñoso con sus padres, responsable, era ahora considerado un monstruo. El padre había recibido disparos en la espalda y la madre en el pecho. Carrère teoriza sobre ese último momento en la vida de ambos, en los que en vez de ver a Dios, vieron a Satán en la forma de su hijo.

Si bien Romand había sufrido quemaduras, a partir del lunes siguiente estaría en condiciones de ser interrogado. El autor afirma que la presencia de Jean-Claude en el mundo de los vivos era una certeza de que el horror no conocería nunca fin.

El capítulo concluye con uno de los hermanos de Luc proponiéndose como padrino de su hija, Sophie. Esta ceremonia marcó el principio del duelo.

Sección 3

Carrère introduce la historia de Déa, una conocida en común que tenía con Elisabeth, una de sus amigas más cercanas. Déa, que se estaba muriendo de sida, se prendió fuego de manera accidental con una vela y pasó sus últimos días internada en la unidad de quemados. Una de esas noches, Carrère estaba especialmente sobresaltado y molesto hasta que, de improvisto, una gran liberación lo invadió: luego de llorar de alegría durante horas en esa madrugada, al día siguiente se enteró de que Déa había muerto.

El autor hipotetiza sobre la salida del coma de Jean-Claude Romand y lo que encontraría a su alrededor: una habitación pintada de blanco, una enfermera que seguro sabría quién era él a partir de las fotografías de los diarios sobre el caso. Cuando Carrère decidió empezar a escribir sobre Romand, al principio pensó en instalarse en Ferney-Voltaire pero desistió rápidamente ya que no se imaginaba hablando con las familias enlutadas ni investigando con la secretaría del juzgado. Por esto, decidió escribirle una carta a Romand y hacérsela llegar por medio de su abogado.

En ella, le explicaba que era escritor de siete libros y que quería tratar de comprender lo ocurrido con su caso para escribir un libro al respecto. Sin embargo, Carrère quería dejarle en claro que no se dirigía a él por curiosidad o morbo, sino para intentar entender qué fuerzas terribles llevaban a un hombre a tomar esa decisión. También le enviaba el último libro que había publicado como regalo.

Luego de haber echado la carta al correo, el autor hipotetizó sobre qué pasaría con Romand. Si el criminal le contestaba, llevaría adelante el proyecto pero, si no lo hacía, armaría una ficción con esta historia. Como Jean-Claude no le respondió, empezó a escribir una novela basada en su caso.

Análisis

En estos primeros capítulos, Emmanuel Carrère plantea el eje estructural de la novela: el caso de Jean-Claude Romand, el criminal que asesinó a sus hijos, esposa y padres en una plácida comarca francesa. La narrativa plantea un primer desafío: la necesidad de poder poner en palabras con la profundidad necesaria la historia sin caer en el morbo o en el sentimentalismo. En este punto, la elección del género de no ficción trae aparejada una serie de decisiones estéticas y narrativas. En primer lugar, la figura del autor coincide con el narrador de la novela. Emmanuel Carrère reconstruye su interés por la figura de Romand desde su punto de vista como narrador. Además, a la relación entre narrador y autor se suma la dimensión del personaje. Emmanuel Carrère es un agente activo que toma decisiones fundamentales a la hora de decidir contar una historia. De esta manera, autor, narrador y personaje se transforman en una tríada con aspectos en común. El personaje Carrère es un escritor de novelas, que queda absolutamente impresionado por la tragedia de la familia Romand.

Ya en el comienzo, el rol del escritor emerge como uno de los temas fundamentales de la novela. Cuando Romand asesina a su familia, Carrère está abocado a la escritura de otro libro: “la biografía del novelista de ciencia ficción Philip K. Dick” (p. 7). En este sentido, es significativa la representación que Carrère hace del caso; si bien irrumpe en su trabajo cotidiano, no llega a desconcertarlo. La disciplina del autor a la hora de trabajar lo obliga a centrarse primero en terminar el último capítulo de su libro y después leer los artículos dedicados al asunto de Romand.

La tarea de escribir se le propone como una difícil disyuntiva: en un caso tan mediático, es fácil caer en la truculencia del hecho y dejar de lado la naturaleza humana del personaje. El mismo Carrère es consciente de la dificultad de su tarea y de las decisiones estéticas que emergen a la hora de querer contar la historia. “Pensé en desplazarme al lugar de los hechos. Instalarme en un hotel de Ferney-Voltaire, representar al reportero inquisitivo y tenaz. Pero no me veía haciendo cuña con el pie en las puertas que familias enlutadas querrían cerrarme en las narices…” (p. 27-28) comenta el narrador. En este punto, el autor desecha una posible forma de narrar el caso Romand, vinculada con lo inmediato. Esta perspectiva, más afín a las demandas del periodismo, trae una limitación: obliga al interesado a concentrarse únicamente en los hechos, en responder a la preguntas sobre qué fue lo que pasó con la familia Romand. Si bien estas respuestas pueden ser pertinentes e interesantes, para Carrère representan una limitación. “Todo eso, que yo llegaría a saber en su momento, no me enseñaría lo que quería saber realmente: lo que había en su cabeza aquellos días que supuestamente pasaba en su despacho” (p. 28). En este punto, el autor ofrece una respuesta clara sobre el desafío que implica escribir: estar atento a la novedad o a la inmediatez puede impedir un acercamiento más profundo al asunto. De alguna manera, la posibilidad de demorarse, de no estar obligado a responder a la urgencia le otorga la posibilidad de rastrear en los orígenes de los actos de Romand. En este sentido, la novela pone en primer plano que la elección estética implica también una búsqueda ética; centrarse en los hechos implica abordar al criminal en una dimensión casi monstruosa, en donde el enfoque está puesto en la atrocidad y no se le ofrece la posibilidad de intentar comprender a este “hombre empujado hasta el fondo por fuerzas que le superan” (p. 29).

Para responder a su deseo, Carrère le escribe directamente al criminal para “tratar de comprender lo que ha ocurrido y escribir un libro al respecto” (p. 29). En este sentido, Carrère no concibe la tarea de escritor sin la posibilidad de la palabra de Romand; esta es otra decisión estética que exhibe también una postura ética, ya que no se limita a recopilar información de la prensa o a hablar con allegados, sino que entiende que para entender las circunstancias es necesario acceder al criminal, sin mediaciones. En este punto, el libro como texto de no ficción corre riesgo. En palabras de Carrère “si, como es lo más probable, Romand no me responde, escribiré una novela «inspirada» en este caso, cambiaré los nombres, los lugares, las circunstancias, inventaré a mi gusto: será una ficción” (p. 29-30). En este sentido, es tal la influencia del caso en la tarea del autor que no limita a Carrère sino que le ofrece dos alternativas; si el asesino se involucra, será el caso de un libro de no ficción pero, si no hay respuesta, el autor cuenta con los recursos de la ficción para escribir. En este punto, el libro muestra que las preguntas sobre Romand trascienden las limitaciones de la realidad y son, también, motores pertinentes para escribir un libro nuevo que responde a la lógica de la invención y de la ficción.

En un primer momento, Romand no le contesta al autor y lo obliga, entonces, a abocarse a una nueva narración que se transforma en “lo mejor que había escrito” (p. 30). Esta situación coloca al lector en una posición hipotética: si el criminal no responde, ¿cómo seguirá la novela?, ¿habrá desistido Carrère de su propósito fundamental?, ¿qué habrá cambiado para que exista, efectivamente, la historia de Romand? Estas preguntas dejan ver las potenciales formas que puede tomar esta novela; sólo una de ellas es, efectivamente, la versión final de El adversario.

La atracción que el autor siente por Romand no se limita únicamente a la naturaleza siniestra del hecho sino también a cierta identificación entre los hijos de la víctima y los propios hijos del autor. En este sentido, el comienzo de la novela resulta significativo: “La mañana del sábado 9 de enero de 1993, mientras Jean-Claude Romand mataba a su mujer y a sus hijos, yo asistía con los míos a una reunión pedagógica en la escuela de Gabriel, nuestro hijo primogénito. Gabriel tenía cinco años, la edad de Antoine Romand” (p. 7). Esta semejanza entre la trayectoria de ambos niños logra que Carrère, autor y narrador, se involucre con la historia a contar, en donde Antoine Romand es percibido como un personaje que podría ser hasta su propio hijo. En este punto, el inicio de la novela fusiona ambas historias y exhibe hasta qué punto la trayectoria de Romand le permite conectar sus propias percepciones sobre la vida, la paternidad y la naturaleza humana.

En este sentido, el relato sobre Déa tiene una función que va más allá de la anécdota. El autor utiliza la agonía de su amiga como una excusa para hablar sobre el propio sufrimiento de Romand, que estaba en coma luego de la muerte de toda su familia. Carrère conecta estos sucesos para exhibir sus propias reflexiones sobre la vida; sobre Déa afirma: “Lo terrible era que aún vivía” (p. 25). En esta frase, el narrador determina que hay vidas que son peores que la muerte. Con esta definición, deja entrever su propia percepción sobre Jean-Claude Romand; vivir en un mundo en donde uno es el asesino de toda su familia puede ser más terrible que la propia desaparición física.

Sin embargo, lo terrorífico del caso Romand es que no se reduce únicamente a ser la historia de un asesino. De alguna manera, esto es sólo el síntoma, la punta del iceberg que esconde en realidad un hecho aún más siniestro. La perversión del asesino radica en otra verdad, más prolongada en el tiempo y que excedía únicamente a su seno íntimo: con la muerte de la familia Romand, se descubre que la existencia de Jean-Claude fue, durante más de veinte años, una farsa absoluta. Él, que era conocido como un reputado doctor funcionario de la prestigiosa Organización Mundial de la Salud, no había terminado los estudios ni había trabajado nunca en este organismo. Había estafado a conocidos y mantenía su nivel de vida a partir del dinero de otros. Esos días que supuestamente pasaba en su despacho, en realidad los “empleaba (...) en caminar por el bosque” (p. 28).

Para dar cuenta de lo terrible que resulta esta estafa emocional, el autor decide contar el acto desde la perspectiva de Luc Ladmiral. Esta elección no es casual: Ladmiral era el mejor amigo de Romand, ambas familias eran íntimas y vivían muy cerca. Poner el foco en su perspectiva permite que los lectores accedamos a otra mirada sobre el duelo, ya que no significa únicamente la conmoción que trajo la tragedia de la familia Romand, sino también lo que implica la pesadilla de una “vida entera gangrenada por la mentira” (p. 14). En este sentido, la novela refleja un espíritu comunitario que une a las familias; la muerte no es un hecho individual que les ocurrió a los Romand, sino un hecho que vino a desestabilizar las existencias de todos aquellos que los conocieron. Es ejemplar al respecto la mención de que el grupo de amigos se reunió en la casa de los Ladmiral durante una semana entera luego del asesinato; evidencia de un espíritu colectivo afectado que se juntó para plantear hipótesis y poder contenerse luego del episodio.

Esta idea de que las vidas no son trayectorias independientes, sino que resuenan en un conjunto de otras vidas reaparece con el interrogante fundamental de la novela: “¿cómo hemos podido vivir tanto tiempo al lado de este hombre sin sospechar nada?” (p. 20). La presencia explícita de este interrogante nos interpela como lectores ya que es también la gran pregunta que nos hacemos al leer la novela. Si bien Carrère teoriza potenciales respuestas, ninguna es del todo satisfactoria; Romand era lo suficientemente hábil como para camuflar su realidad y parecer discreto y modesto frente a los demás. En este sentido, la novela exhibe una paradoja presente en el protagonista; a la hora de inventar una vida, eligió una lo suficientemente megalómana, desprovista de sencillez. No se conformó con ser un médico corriente, sino que debía ser un ejecutivo de una organización internacional; no se limitaba a ser un adulto intrascendente sino que era “el orgullo del pueblo “ (p. 21). Una vez más, la novela subraya la idea de que las vidas no dependen de los individuos, sino que forman parte de un entramado mayor; de alguna manera, es el mismo Romand el que se aterroriza de no poder responder a las expectativas y deseos depositados en él.

El personaje de Ladmiral complejiza también alguno de los temas más trascendentales de la novela: la mentira y la verdad como dimensiones que conviven en el ser humano de las formas más invisibles. En este sentido, el autor utiliza la relación entre Ladmiral y Romand como una forma de representar la dualidad del asesino. Así, también Luc se ve agobiado por los mismos terrores que asfixiaron a Romand; en palabras del narrador a Ladmiral lo obsesiona el “miedo de perder a los suyos, pero también de descubrir que detrás de la fachada social no había nada” (p. 13). La mención a la fachada social introduce uno de los ejes de la novela: la idea de que Romand no es un monstruo, sino un hombre que hizo todo para sostener una vida modelo que respondiera a las expectativas de la burguesía francesa.

La idea de que el mismo orgullo del pueblo puede llegar “a ser un monstruo” (p. 22) permite la inclusión de uno de los temas más recurrentes de la narrativa de Carrère: el discurso religioso. En este punto, la liturgia católica ofrece una mirada dual del mundo que subraya la tensión entre el bien y el mal que ronda al personaje de Jean-Claude Romand. De alguna manera, el hombre admirado por todos era, en realidad, la encarnación de la maldad en la Tierra. Es significativo al respecto el pasaje que da título a la novela. El autor ficcionaliza la escena del encuentro entre Romand y sus padres en el momento del asesinato. Si para ellos su hijo encarnaba el ciclo de una vida de expectativas superadas -matrimonio, hijos, un trabajo prestigioso-, el narrador comenta que, en su lugar “habían visto (...) a aquel a quien la Biblia llama Satán, es decir, el adversario” (p. 22). Una vez más, la narrativa deja en claro que en la naturaleza humana, el mal puede existir y pasar desapercibido durante décadas. Es justamente esta inestabilidad la que deja intranquilo al lector.