Plata quemada

Plata quemada Resumen y Análisis Capítulo 9

Resumen

Capítulo 9

Dorda está solo y espera en el punto ciego del departamento. Se sorprende de que sean tantos los policías que están afuera; piensa que es una buena señal, que tiene tiempo, porque está seguro de que, a la hora de su muerte, vendrá solo el comisario Silva. Le vuelve al Gaucho la voz de su madre: “vos vas a terminar mal”. Con entusiasmo se dice que no. Que terminó bien. Sin traicionar a nadie, sin haber sido traicionado, sin dar el brazo a torcer.

Tirado, con la cocaína y las armas a mano, Dorda recuerda sus años de pupilo, los abusos del celador y sus compañeros en el colegio; recuerda a la Rusita, la primera mujer con la que estuvo. A la Rusa la habían llevado a Argentina a través de un engaño. Le habían prometido casarla con un hombre de buena posición y formar una familia, pero la llevaron a un prostíbulo del interior. Allí la conoció el Gaucho. La Rusa fue una de las primeras víctimas: las voces que Dorda escucha en su cabeza le dijeron aquella vez que la mate. Que ella se lo pedía por favor.

En el marco de la puerta del departamento, el Cuervo y los mellizos hicieron pequeñas marcas para llevar la cuenta de los oficiales que mataban. Dorda mira las marcas en la madera y se promete a sí mismo matar a todos los policías que pueda antes de morir, y arenga al comisario Silva para que vaya a buscarlo. Luego reza en voz alta por la ventana; su voz parece la de un dios. Recuerda a su padre en el campo. Pide un cura para confesarse, pero le responden con tiros. Le vienen a la memoria las imágenes claras de la cosecha en Tandil en su infancia. Tira una ráfaga de metralleta para que los policías sepan que aún sigue con vida.

Dorda siempre había sido objeto de interés por los médicos y psiquiatras. Era un criminal nato, un hombre que desde chico era conducido como por arte del destino al delito y el mal. En el año 63 escapó por última vez de una institución psiquiátrica y fue allí que se reencontró, en una estación de tren, con el Nene Brignone. El Gaucho no pudo reconocerlo por el efecto de las drogas, pero le pareció que Brignone era un Cristo. El Nene lo reconoció inmediatamente y lo llevó a vivir con él. Desde ese momento, jamás se separaron.

Mientras Dorda recuerda aquel encuentro con el Nene, aparece por el pasillo el comisario Silva. Dorda se para con dificultad e intenta disparar una ráfaga de metralleta; está muy débil, ya no puede mantenerse en pie y se deja caer. Lo sacan con vida los camilleros, pero la furia fuera del edificio es descomunal. Periodistas, policías y vecinos están indignados porque lo hayan sacado vivo del departamento. Comienzan a golpearlo; los periodistas con las cámaras, los policías con las culatas de las armas, incluso el comisario Silva se jacta de haberle dado el último puñetazo. Detrás de toda la sangre y huesos rotos, el joven delincuente parece sonreír, mientras reza un Ave María. Logran sacarlo del tumulto que insiste con lincharlo y lo meten en la ambulancia. Dorda solo piensa en que quiere estar abrazado con el Nene en algún hotel perdido en la provincia, mientras la ambulancia se aleja de la calle que por fin queda vacía.

Análisis

Es útil recordar una cita del capítulo 4 para comprender las reflexiones del Gaucho Dorda en esta escena. Allí, Emilio Renzi decía, con respecto a la aparición de Giselle y el departamento en el relato: “(...) el destino había empezado a armar su trama, a tejer su intriga, a anudar en un punto (y esto lo escribió el chico que hacía policiales en El Mundo) los hilos sueltos de aquello que los antiguos griegos han llamado el muthos” (p.97). Haciendo eco de cómo Emilio Renzi pensaba en la trama, en el papel del destino en el armado de este relato trágico, el Gaucho Dorda, en esta escena final, se remonta más atrás, a su infancia y adolescencia. Recapitula y observa lo que es para él el verdadero origen de esta trama que conduce a este desenlace. Vuelve entonces la voz del Dr. Bunge (“Si sigue así va a terminar mal, Dorda”, p.204) y de la madre (“vos vas a terminar mal”, p.205). El Gaucho ya sabía que no había retorno, que era su destino: “Yo voy mal -dificultoso para expresarse el Gaucho Rubio-. Vengo mal desde chico, yo soy desgraciado. No sé expresarme, doctor” (p.205).

El destino es uno de los motivos principales a la hora de ordenar los hechos o explicar los impulsos violentos y el carácter de los personajes de Plata quemada, sobre todo en referencia al Nene Brignone y el Gaucho Dorda. Dorda “Siempre había sido objeto de interés para los médicos, los psiquiatras. El criminal nato, el hombre que se ha desgraciado de chico, muere en su ley. Era un destino al que no podía escapar y al que era conducido como Anselmo en el vagón de segunda del Ferrocarril del Sur (p.212)”. El destino es ineludible e implacable; lo que caracteriza al héroe es la aceptación. Piglia incluso exagera este gesto de aceptación mediante un oxímoron en el epílogo, al decir que los héroes “eligen la muerte como destino”(p.225). Pero podemos pensar esta contradicción como algo más que un oxímoron. Si el destino es todo lo contrario a la posibilidad de elegir, ¿qué pasa con el libre albedrío, la capacidad de las personas de elegir y tomar sus propias decisiones? No olvidemos que estamos ante un texto plagado de liturgia cristiana, y hay abundantes referencias bíblicas que le atribuyen a los hombres la capacidad de elegir un camino. Entonces, más que una contradicción estética, esto puede verse como una paradoja que resulta muy productiva para el texto.

A pesar de las múltiples referencias al destino de Dorda, que se presenta como inevitable, el narrador del epílogo nos dice que los héroes, que resisten y deciden enfrentar lo imposible, eligen este destino de sangre. Esta contradicción tiene lugar y no termina de resolverse en el texto, pero decimos que es productiva porque en ella conviven, por un lado, motivos de la tragedia griega y, por el otro, motivos cristianos, ambos ampliamente citados.

Este comentario del epílogo sobre la elección de los héroes viene a abonar una imagen insistente: la del Gaucho Dorda y el Nene Brignone como mártires. En el capítulo anterior, el Nene, antes de morir como un Cristo en los brazos del Gaucho, le entrega la medalla de la Virgen de Luján. Además, una vecina declara: “Los cazan como a ratas... Me dieron lástima, no se mata así a un cristiano…” (p.189). En el capítulo 9 se hace más fuerte la imagen de esta elección de un destino trágico, y la religión cobra definitivamente protagonismo.

Dorda está “dispuesto a morir, como quien lleva un estigma de chico” (p.199). Recordemos que un estigma es una señal o marca que aparece en el cuerpo de santos y mártires como forma de señalar su participación en la pasión de Cristo. En ese momento, al Gaucho los dichos de su madre le vuelven “como un rezo” (p.199). Recuerda las torturas y sufrimientos en el colegio de curas, y recuerda también a la Rusa, su primera víctima, que se pintaba las uñas y él sentía el deseo de “arrodillarse a besarla, como a una virgen” (p.202). Le vienen también imágenes de cuando el Nene lo llevó a vivir con él: “parecía un Cristo el Nene parado contra la claridad de la estación” (p.216).

Hay algo epifánico en este último capítulo, si pensamos la epifanía no tanto como presagio, que es su acepción más común, sino como acontecimiento religioso. Este acontecimiento religioso se traslada de los recuerdos de Dorda al departamento donde espera el asalto de los policías. Habla por la ventana: “La voz, al Gaucho, le salía firme y toda la ciudad estaba quieta, en silencio, y la voz sonaba como la voz de Dios que llega desde lo alto, la voz del Santísimo, allá en el pueblo. Santa María Madre de Dios ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte amén” (p.206). Inmediatamente el Gaucho siente el deseo de confesarse y reza hasta que ya no le queda voz. El pensamiento repentino de su padre se parece más a una aparición que a un recuerdo, al igual que las imágenes claras de la cosecha. Las palabras de su madre, “vas a terminar mal” (p.205), son como ese estigma que Dorda siente que lleva de chico: “cosidas, las palabras, a su cuerpo, con hilo engrasado, un tatuaje llevaba adentro, con las palabras de su finada madre grabadas como en un árbol” (p.208).

El traslado de Dorda desde el departamento hacia la calle, por su parte, tiene las características del padecimiento y el sufrimiento de Cristo: “Dos camilleros entraron y levantaron al herido, que seguía sonriendo, con los ojos abiertos y un murmullo ininteligible en los labios” (p.217). El héroe-mártir es, también, un incomprendido por destino: “Mi madre siempre supo que yo estaba destinado a no ser entendido y nadie me entendió nunca pero a veces he logrado que algunos me quisieran” (p.220). Cree que “tal vez si pudiera confesarse podría hacerse perdonar”, pero Dorda se ve en cambio rodeado por una avalancha que pide su muerte. El mártir, incomprendido, sufre como “un Cristo, anotó el chico de El Mundo, el chivo expiatorio, el idiota que sufre el dolor de todos” (p. 217). Los mártires comparten, por supuesto, muchas características con los héroes trágicos: mueren solos y abandonados, o rodeados de espectadores sádicos, y su muerte es un espectáculo. Si pensamos en las representaciones de la muerte en Plata quemada, el sufrimiento de Dorda no solo está humanizado, sino santificado. Esto se hace más claro si pensamos en el modo distante y superficial en que fue representada la muerte de la niña en el tiroteo en el capítulo 3 o el joven alcanzado por la bala perdida en el asalto en el capítulo 2, víctimas inocentes de la violencia de los pistoleros.

Piglia dice, en “Conversación en Princeton”, que define a la tragedia

como la llegada de un mensaje enigmático, sobrenatural a veces, que el héroe no alcanza a comprender. La tragedia es un diálogo con una voz que habitualmente aparece ligada a los dioses o a la sombra de los muertos (es la voz del padre de Hamlet o la voz del oráculo), es decir, hay una frase hermética, escrita en una lengua a la vez familiar y sobrenatural, y hay un problema de desciframiento; pero el que tiene que descifrar tiene la vida puesta en ese desciframiento.

(2015: pp.170-171)

Hasta el último momento, en que entra en la ambulancia, Dorda escucha esas voces, a la vez herméticas y familiares (la de su madre, la del Dr. Bunge) con respecto a lo mal que terminaría su vida. Y las niega: se dice a sí mismo que terminó bien; jamás fue un delator, jamás fue delatado, jamás dio el brazo a torcer. A la vez, le da la razón a esa voz familiar, ya que, como su madre siempre le dijo advirtió que sucedería, él fue un incomprendido.