La invención de Morel

La invención de Morel La invención de Morel. Fantasía y ciencia

Los estudios críticos sobre la historia de la narrativa fantástica en la Argentina suelen identificar a la década de 1940 como el momento de consolidación del género. Ese mismo es el año de publicación de La invención de Morel. En su Prólogo a la novela, Borges afirma: “En español, son infrecuentes y aún rarísimas las obras de imaginación razonada”. Bioy, según la crítica, es uno de los grandes innovadores en el género y trabaja sobre él de un modo singular. Sus cuentos y novelas de la década del cuarenta tienen en común ciertos tópicos y cierta impronta de la época: el imaginario cientificista de entresiglos, donde confluían tanto nociones propiamente científicas con cierta zona del ocultismo, lo paranormal y el psiquismo. Bioy Casares, a pesar de escribir ya tiempo después del furor del espiritismo cientificista, retomó esos imaginarios levemente anacrónicos para pensar muchas de sus ficciones fantásticas y revestirlas de cierto aire de cientificidad.

La presencia de lo científico en Bioy se aleja de la ciencia que le era contemporánea al autor. Delata la pervivencia de temas como el magnetismo y los pases (en su cuento “La trama celeste”), las teorías psicológicas de William James (en la novela Plan de evasión) o las máquinas que captan efluvios humanos (La invención de Morel), es decir, elementos cuyo protagonismo cultural se produjo entre el último tercio del siglo XIX y principios del siglo XX, y que, al tiempo de publicarse sus narraciones, ya eran parte del pasado de las ciencias o de las pseudociencias.

La máquina de Morel -científico independiente, emancipado de las academias- no solo reproduce imágenes; reproduce todo el cuerpo de las personas ausentes con sus olores, sus pensamientos, su volumen y su densidad, y aún más: su “alma”, o aquello que le insufla la vida, dado que, al ser captadas por la máquina y filmadas, todas las personas, animales y plantas mueren, tal como le acontecerá eventualmente al narrador. Se trata de una idea mecánica de la eternidad, que da forma material a una suma de abstracciones difíciles de concebir y que es deudora de una lógica decimonónica en su concepción de la máquina.

Una zona del ocultismo en la Argentina de entresiglos buscaba materializar, sopesar y dominar entidades abstractas como el pensamiento, y para ello, lo dotaba de consistencia lumínica, fluida o gaseosa, para poder así capturarlo con máquinas. Tanto los aparatos empleados como la forma de razonar en esos experimentos (atribuyendo materialidad a lo abstracto del ‘ser’), recuerdan las exposiciones cientificistas de La invención de Morel. En la conferencia que explica su invento, por ejemplo, Morel compara los olores y el tacto con ondas, cuya frecuencia bastaría captar para eternizarlos en la máquina.

Otro de los elementos ligados a lo científico o cientificista presentes en la novela tiene que ver con el fenómeno de la cinematografía. Uno de los mitos existentes en relación al tema tenía que ver con la idea de cine total, donde la imagen proyectada posee, en realidad, todas las cualidades sensibles. No hay pantallas; las imágenes, como espectros, se autonomizan y se proyectan directamente sobre el mundo real. De esta clase de mito participa La invención de Morel, fusionándolo con otro más primitivo: el del doble y la inmortalidad. En el cine total, el doble, que es imagen, se inmortaliza en el filme. Por eso el protagonista, finalmente, decide filmase y pasar a ser una imagen eterna, aun cuando no tiene la certeza de que su alma migrará con él, ya que morirá. El motor de esa decisión es la búsqueda de reunión con Faustine, quien parece ser a su vez el reemplazo de un amor que dejó en Venezuela, tras la huida. En La invención de Morel se representa, así, la posibilidad de la eternidad a través de un doble (la imagen del “cine total”) y la fusión total del amor entre dos (reunirse con la conciencia de Faustine).