"El príncipe feliz" y otros cuentos

"El príncipe feliz" y otros cuentos Resumen y Análisis "El príncipe feliz"

Resumen

En la parte más alta de la ciudad se eleva la estatua del Príncipe Feliz. Está cubierta de láminas de oro, tiene dos zafiros por ojos y un gran rubí en su espada. Todo el mundo admira su belleza, y muchos desean ser algún día tan felices como el Príncipe Feliz.

Un día, una Golondrina vuela sobre la ciudad. Sus amigas partieron a Egipto semanas antes, pero ella se quedó porque estaba enamorada de un bello Junco al que había conocido en la primavera. Las otras golondrinas consideraban absurda su relación, pues el Junco no tenía dinero ni contactos, y finalmente la Golondrina, después de darse cuenta de que su pareja no tenía conversación ni deseos de viajar junto a ella, decidió que era tiempo de terminar la relación y emprender vuelo hacia Egipto.

Es entonces que, luego de volar un día entero y necesitada de descanso, la Golondrina acaba a los pies de la estatua del Príncipe Feliz para protegerse durante la noche, antes de continuar su viaje. Se dispone a dormir cuando empieza a sentir gotas de lluvia. Mira entonces hacia arriba y se da cuenta de que, en realidad, lo que cae sobre ella son las lágrimas del Príncipe, que está llorando. La Golondrina le pregunta por qué, llamándose como se llama, exhibe tanta tristeza. El Príncipe le responde que, cuando estaba vivo y tenía corazón humano, vivía rodeado de hermosura y placeres, en un palacio donde no dejaban entrar al dolor, por lo que no sabía qué era el llanto. Pero ahora, muerto, lo emplazaron en un lugar tan alto que puede ver toda la dolorosa miseria que azota a gran parte del pueblo, y frente a eso solo puede llorar.

El Príncipe continúa, explicando que, a la distancia, ve una pobre casita donde hay una costurera que trabaja sin descanso para terminar el vestido de una de las damas de honor de la Reina. Mientras, su pequeño hijo llora, porque está enfermo y hambriento, y ella no tiene nada para darle. El Príncipe le ruega a la Golondrina que arranque el rubí que tiene en la espada y se lo lleve a la mujer, puesto que él no puede moverse. La Golondrina se resiste, alegando que debe continuar su viaje a Egipto, pero termina cediendo. Vuela entonces sobre la ciudad con el rubí y ve a una de las muchachas en el balcón del palacio, quejándose de lo holgazanas que son las costureras. También sobrevuela el Ghetto, donde los hombres pelean por falta de dinero, y finalmente llega a la pobre casita, donde deja caer el rubí y, además, mueve sus alas para abanicar al niño y calmar su fiebre.

Al volver junto a la estatua, la Golondrina se siente acalorada a pesar del frío, y el Príncipe le explica que eso se debe a que realizó una buena acción. El ave se duerme y, al amanecer, se baña en el río. Un profesor de Ornitología se sorprende al ver una golondrina en invierno y escribe al respecto una larga nota repleta de palabras difíciles.

La Golondrina vuelve a la estatua para despedirse, anunciando su partida hacia Egipto, pero el Príncipe le ruega que se quede con él una noche más. Le dice que a lo lejos puede ver una buhardilla donde un joven con ojos soñadores está inclinado sobre un escritorio lleno de papeles. Debe terminar una obra para el dueño de un teatro, pero tiene demasiado frío y se está desmayando de hambre. El Príncipe le pide a la Golondrina que le arranque el zafiro de uno de sus ojos y se lo lleve, así el muchacho podrá comprar leña y terminar su obra. La Golondrina llora, diciendo que no puede hacer tal cosa, pero acaba obedeciendo a la voluntad del Príncipe. Le arranca un zafiro y lo lleva a la buhardilla. Al ver la joya sobre el escritorio, el muchacho sonríe de felicidad.

Al día siguiente, la Golondrina le anuncia al Príncipe que se está yendo a Egipto, pero él nuevamente le pregunta si no quiere quedarse una noche más. Ella le explica que es invierno, y que sus amigas la esperan en un bello lugar, pero que volverá la siguiente primavera a visitarlo. El Príncipe le dice que puede ver, en una esquina, a una niña que vende fósforos: los cerillos se le cayeron a la nieve y ya no sirven, su padre la golpeará si vuelve a su casa sin dinero, y por eso está llorando. No tiene siquiera zapatos. El Príncipe le pide a la Golondrina que arranque el otro zafiro de su ojo y se lo lleve a la niña. La Golondrina acepta quedarse con él esa noche, pero se niega a arrancarle el otro zafiro, pues se quedará ciego. El Príncipe insiste y la Golondrina, obedeciendo, lleva la joya a la niña, que vuelve contenta a su casa.

La Golondrina vuelve a la estatua y le dice que ahora se quedará para siempre con él, pues está ciego. El Príncipe le dice que no, que debe irse a Egipto, pero la Golondrina se queda dormida a su lado.

Al día siguiente, la Golondrina se sienta al hombro del Príncipe y le cuenta historias acerca de lo que vio en tierras extrañas. El Príncipe le agradece que le cuente cosas maravillosas, pero le dice que nada es más maravilloso que el sufrimiento de los hombres y las mujeres, puesto que no hay misterio más grande que la miseria. Le pide luego que vuele sobre la ciudad y le cuente qué ve en ella.

La Golondrina se lanza entonces al vuelo y ve a los ricos divertirse en sus hermosas casas mientras los mendigos se sientan a sus puertas. También ve a niños famélicos, abrazados, procurando darse calor, hasta que un guardia los echa y deben alejarse sin rumbo bajo la lluvia. Vuelve entonces y le cuenta al Príncipe lo visto, y este le pide que desprenda las hojas de oro que lo envuelven y se las lleve a los pobres. La Golondrina obedece y el Príncipe queda deslustrado y gris. Ella vuela y lleva hoja por hoja a los pobres, cuyas caras se vuelven más rosadas y risueñas.

Llega a la ciudad la nieve y la escarcha. La Golondrina sufre cada vez más el frío pero no quiere abandonar al Príncipe, a quien ahora quiere profundamente.

Un día, la Golondrina se da cuenta de que va a morir. Vuela por última vez hasta el hombro del Príncipe, le dice adiós y le pregunta si puede besarle la mano. El Príncipe dice alegrarse de que por fin se vaya a Egipto, y le confiesa su amor, diciéndole que quiere besarla en la boca. La Golondrina dice que no es a Egipto donde va, sino a la Casa de la Muerte. Besa al Príncipe y al instante cae, muerta, a sus pies. En ese momento, se oye un crujido dentro de la estatua: es el corazón de plomo que se partió en dos.

A la mañana siguiente, el Alcalde camina con los Concejales y se indignan ante el mal aspecto de la estatua, diciendo que el Príncipe, despojado de las láminas de oro y las piedras preciosas, parece más bien un mendigo. Se horrorizan, también, al ver un pájaro muerto a sus pies. El Alcalde decide derribar la estatua del Príncipe Feliz, fundir el metal y levantar otra estatua en su lugar, esta vez de sí mismo.

En el proceso de fundición, uno de los obreros observa que el corazón de plomo no se funde, así que lo tira sobre una pila de basura donde también yace la Golondrina muerta. Entonces Dios pide a uno de sus Ángeles que vaya a la ciudad y le traiga las dos cosas más bellas. El Ángel le lleva el corazón de plomo y el cuerpo de la Golondrina.


Análisis

“El príncipe feliz”, cuento que encabeza la colección que lleva su nombre, es probablemente el más popular de los cinco relatos. Es, también, el que instala el tono en que se enmarcará el resto de los cuentos: el universo maravilloso, donde personajes no humanos no solo aparecen dotados de habilidades propias de nuestra especie, como el habla, sino que también son acechados por cualidades y sentimientos profundamente humanos, como la compasión, el egoísmo, el amor, el sacrificio en pos de la generosidad o caridad, la empatía.

Dichos atributos aparecen entrelazados, en “El príncipe feliz”, con una característica siempre presente en la literatura de Wilde, en base a la que se estructura el inicio del cuento: la ironía: el Príncipe Feliz, protagonista del relato, está inmerso en una honda tristeza. El contraste entre el atributo incluido en su nombre y los apesadumbrados sentimientos de la estatua se agudizan por el juicio de la mirada ajena que solo se fija en la apariencia: “-¿Por qué no puedes ser como el Príncipe Feliz?- preguntó una sensata madre a su hijito, que lloraba por la luna-. Al Príncipe Feliz jamás se le ocurre llorar por algo” (p. 183). La estatua, elevada sobre una alta columna y revestida de oro y joyas, causa en quienes la contemplan una admiración en parte dolorosa, como la que se tiene ante un símbolo de perfección a la cual es inútil, siquiera, aspirar: “-Me alegra que exista alguien en este mundo que sea tan feliz- murmuró un hombre desilusionado, mientras contemplaba la maravillosa estatua” (p.183). Sin embargo, presentando la verdadera interioridad del Príncipe es que Wilde realiza un movimiento muy propio de su literatura: resquebraja toda apariencia para evidenciar que nada ni nadie, si es expuesto a la crudeza de la realidad, puede estar exento de dolor, ni siquiera el Príncipe Feliz.

La realidad interior del Príncipe, que contrasta con su orgullosamente fastuoso exterior, es producto de una percepción sensible de la realidad: desde su elevada ubicación, el protagonista del relato tiene una visión total de la vida de los habitantes de la ciudad, y por primera vez lo real del sufrimiento humano se presenta ante sus ojos:

-Cuando estaba vivo y tenía corazón humano -respondió la estatua-, no sabía qué era el llanto, porque vivía en el Palacio Sans Souci, donde no permiten entrar al dolor. Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín y por las tardes iniciaba el baile en el Gran Salón. Alrededor del jardín se extendía una pared muy alta, pero nunca se me ocurrió preguntar qué había más allá, pues todo cuanto me rodeaba era muy hermoso. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y feliz, en verdad, era yo, si acaso el placer fuese la felicidad. Así viví y así morí. Y ahora que estoy muerto me han emplazado aquí, tan en lo alto, que puedo ver toda la fealdad y miseria de mi ciudad y, aunque mi corazón está hecho de plomo, no puedo elegir sino llorar (p.185).

La felicidad o la tristeza aparecen como cuestiones de perspectiva: cambiado el punto de vista, y ampliado en consecuencia el campo de visión, el sentimiento se transforma. Hay algo que se mira o se ignora, y de eso depende la empatía. Ese algo es, en este caso, la pobreza.

Un tema presente en gran parte (si no toda) la obra de Wilde es el de la diferencia de clases socioeconómicas que resulta en el placer de unos pocos y en el padecimiento de muchos otros. El tema se hace presente en esta colección y se instala desde este primer cuento. En el pasado del relato, el Príncipe gozaba de la belleza palaciega y, obnubilado por la hermosura que le había tocado en suerte, ni siquiera se le ocurría preguntarse “qué había más allá” (p.185). Ese “más allá” es, justamente, todo ese sufrimiento ajeno que en el presente ya no puede ignorar.

El llanto del Príncipe se debe a la tristeza que le produce la contemplación de la injusticia, pero también a la angustia inherente a la imposibilidad de actuar al respecto, ya que su condición de estatua le impide el movimiento. Es este segundo aspecto el que justifica el ingreso a la historia del segundo personaje, la Golondrina. La relación entre el Príncipe y la Golondrina se construye, en principio, a causa de su complementariedad: es la estatua quien posee la sensibilidad y la compasión que le generan la necesidad de ayudar, pero solo puede hacerlo a través de la Golondrina, que con su rápido vuelo puede encarnar el papel de mensajera en esta suerte de redistribución de la riqueza que el protagonista propone.

-Allá lejos -prosiguió la estatua en voz baja y musical-, allá lejos, en una callejuela, hay una humilde casa. Una de las ventanas está abierta, y a través de ella puedo ver a una mujer sentada a una mesa. Su cara es macilenta y está ajada; tiene las manos ásperas y enrojecidas, todas pinchadas por la aguja, porque es una costurera. Está bordando pasionarias sobre un vestido de raso que habrá de usar la más linda de las damas de honor de la Reina en el próximo Baile de la Corte. En una cama, contra un ángulo de la habitación, su hijito yace enfermo. Tiene fiebre y pide naranjas. Su madre nada tiene para darle, salvo agua del río, y por eso él llora. Golondrina, Golondrina, pequeña Golondrina, ¿no le llevarías el rubí que hay en la empuñadura de mi espada? Mis pies están sujetos a este pedestal y no puedo moverme (pp.185-186).

En cuanto al modo que encuentra para pedirle a la Golondrina que lo ayude a despojarse de sus riquezas para entregárselas a quienes las precisan con desesperación, la estructura de las intervenciones del Príncipe se conserva a lo largo del relato: primero, la estatua describe una triste escena, siempre protagonizada por alguien que es azotado por condiciones de extrema pobreza y que, evidentemente, no recibe ayuda alguna. Estos personajes suelen estar llevando a cabo una tarea a pesar de las dificultades, del hambre, la angustia, el sueño y la falta de fuerzas. El Príncipe impregna su discurso de impotencia y de una interminable tristeza que aún no logra digerir: no es solo el angustiante escenario lo que lo perturba, sino también la culpa por haberlo ignorado durante toda su vida en el palacio, en la que hubiera dispuesto de los medios para actuar al respecto.

La reflexión del Príncipe acerca de la indiferencia e ignorancia que mantuvo en su vida palaciega, así como la claridad y variedad de imágenes de la pobreza que se presentan en el cuento, parecen obedecer a un gesto crítico por parte del autor a la injusticia social de la época. Las abismales diferencias entre clases socioeconómicas en la Europa de la época victoriana, así como la indiferencia propia de los dirigentes respecto de su ciudadanos, aparece ya en la obra de otros autores, como Hans Christian Andersen. Uno de los cuentos de este autor, “La niña de los cerillos”, en el que pinta con crudeza los padeceres de los niños pobres obligados a trabajar, es aludido en “El príncipe feliz” a modo, probablemente, de homenaje:

Allá abajo, en la esquina -dijo el Príncipe Feliz- se ha instalado una pequeña vendedora de fósforos. Dejó que los fósforos cayeran a la cuneta y todos se han arruinado. El padre la golpeará si no lleva algo de dinero a su casa, y por eso está llorando. No tiene zapatos ni medias y lleva la cabecita al aire. Arráncame el otro ojo y dáselo, y así su padre no la golpeará (p.189).

La escena presenta claramente una situación muy similar a la retratada en el cuento de Andersen, donde una niña pasa la noche en la calle, entre la nieve, encendiendo los cerillos que salió a vender para no morir de frío. Pero si en “La niña de los cerillos” el destino fatal se presenta como terriblemente ineludible, en “El príncipe feliz” Wilde construye un mínimo ápice de esperanza, en tanto el protagonista y su aliada ayudan a la niña: la Golondrina “arrancó el otro ojo del Príncipe y se lanzó hacia abajo con él. Al llegar hasta la pequeña vendedora de fósforos descendió y dejó resbalar la joya en la palma de su mano. -¡Qué lindo pedacito de vidrio! -exclamó la niñita y corrió a su casa, riendo” (p.189).

Volviendo al modo en que el Príncipe estructura sus relatos sobre la tristeza visible en su ciudad, debemos tener en cuenta la inmovilidad a la que está condenada la estatua: el protagonista, para ayudar a quienes lo necesitan, precisa de la colaboración de un otro. Sus relatos se estructuran entonces con el fin de desarrollar una compasión similar en la Golondrina, apelar a su sensibilidad y convencerla de que lo ayude. Sin embargo, la Golondrina no cede de inmediato. “Me esperan en Egipto” (p.186), responde a este pedido del Príncipe, y “Egipto” se instala así como un escenario de la ilusión, una promesa de placer que contrasta fuertemente con las condiciones que presenta la fría ciudad donde se instala la estatua: "Es invierno -contestó la Golondrina- y la nieve helada pronto estará aquí. En Egipto el sol calienta sobre las verdes palmeras y los cocodrilos yacen en el lodo y miran lánguidamente a su alrededor. Mis compañeras están construyendo un nido en el Templo de Balbec, y las palomas rosadas y blancas las contemplan y se arrullan unas a otras" (p.188).

Egipto reúne un conjunto de imágenes paradisíacas, un destino cálido y alegre, un punto de llegada que la Golondrina, finalmente, no alcanzará. La belleza y felicidad que promete Egipto se enarbola cada vez más en tanto avanza la trama, y funciona para ilustrar la dimensión del acto de amor de la Golondrina al renunciar a él: es ese paraíso soñado el que ella sacrificará en pos de ayudar al generoso Príncipe. El cuento presenta así, entonces, no solo la transformación del protagonista de origen noble (de una vida lujosa e indiferente a un alma compasiva y generosa) sino también la de la Golondrina, que pasa de ceder, desganada, a los ruegos de la estatua, a decidir, ella misma, quedarse junto a su compañero en una vida de sacrificios: “-Ahora estás ciego- le dijo -y, por eso, me quedaré siempre contigo-” (p.189).

El amor aparece en el cuento ligado a una suerte de gesto sacrificial: a la par del trabajo conjunto por medio del que la Golondrina y el Príncipe se entregan a la ayuda de los necesitados, se teje un sentimiento amoroso entre ambos personajes. Y el avance de la trama propone, a su vez, una nueva dimensión en la relación de complementariedad antes mencionada: ante la ceguera del Príncipe, es la Golondrina quien pasa a relatar las miserias que observa al sobrevolar la ciudad. El gesto de sacrificio se hace mayor, al mismo tiempo, en tanto las condiciones se agudizan:

Entonces llegó la nieve, y después de la nieve la escarcha. Las calles se veían como si estuviesen hechas de plata, de tan brillantes y relucientes (...) La pobre y pequeña Golondrina sintió más y más frío, pero no deseaba abandonar al Príncipe, porque lo quería demasiado. Recogía migajas delante de la puerta del panadero cuando éste no miraba e intentaba mantenerse abrigada agitando las alas (p.190).

El recurso del símil utilizado para la descripción de las calles cubiertas por la escarcha resulta en una imagen de dulce ironía: la ciudad que fue caracterizada mayoritariamente por la hostilidad a la que condenaba a los más pobres, que, además de pasar hambre, ahora deben hacer frente a las frías punzadas de la nieve, es sin embargo descrita por medio de la imaginería propia de la riqueza, como lo es la plata. Dicha hostilidad no solo perjudica a quienes padecen la pobreza, sino también a la Golondrina, cuyo amor por el Príncipe se entreteje ahora en un hacer generoso, y se consolida en un acto sacrificial. La Golondrina, finalmente, “supo que iba a morir. Sólo le quedaba la fuerza suficiente para volar una vez más hasta el hombro del Príncipe” (p.190) y despedirse definitivamente de él. La estatua le confiesa su amor y, al mismo tiempo, su alegría porque finalmente su amada cumpla su sueño de viajar a Egipto. “No es a Egipto adonde voy -respondió la Golondrina-. Me voy a la Casa de la Muerte” (p.191), y al terminar sus palabras y besar al Príncipe, cae muerta a sus pies. El destino final de todo sacrificio es la muerte, y en este cuento el lazo amoroso conduce a las almas enamoradas a ese destino en simultáneo: “en ese momento un extraño crujido sonó dentro de la estatua, como si algo se hubiera roto. El hecho es que el corazón de plomo se había partido en dos mitades” (p.191). La imagen del corazón de plomo quebrándose a causa del dolor por la muerte del ser amado adquiere fuerza simbólica, en tanto el sentimiento sensible pareciera ser más intenso que toda lógica material. Esto mismo se completa instantes después, en tanto el corazón de plomo es la única pieza que no se funde cuando los obreros trabajan en la fundición de la estatua. El corazón de plomo se erige entonces como un símbolo de la resistencia del amor por sobre la violenta voluntad utilitarista de los hombres por destruirlo y convertirlo en un bien intercambiable.

Los personajes que aparecen hacia el final de la historia funcionan como contrapunto de la voluntad puramente generosa de los personajes principales. El Alcalde y los Concejales, cuyos cargos en el gobierno los obligarían a ocuparse de atender a las injustas miserias a las que parece condenada gran parte de los ciudadanos, evidencian estar movidos únicamente por el egoísmo y la vanidad: “-Debemos levantar otra estatua, claro, y será la mía propia” (p.191), dice el Alcalde tras comunicar su decisión de derribar al Príncipe Feliz a causa de la decepcionante imagen que ofrece ahora que, despojado de joyas, parece un mendigo. Los Concejales pelean, a su vez, porque quieren ser ellos los inmortalizados en un monumento.

En relación a esto, es preciso atender al movimiento inverso que propone Wilde: mientras que el Príncipe y la Golondrina se entregaron, con total humildad y generosidad, a la ayuda de los desposeídos en detrimento de su propio bienestar, los miembros del gobierno solo evidencian una voluntad de enarbolarse majestuosamente a sí mismos, desatendiendo sus obligaciones sociales obnubilados por la codicia y el egoísmo. Atendiendo a esto, es preciso tener en cuenta un gesto del autor: el universo maravilloso creado por el relato permite, entre otras, cosas construir cierta ironía, en tanto las características generalmente atribuidas a la humanidad, como la compasión y la generosidad, se reúnen en personajes no humanos, como la Golondrina y la estatua, mientras que los humanos solo aparecen, paradójicamente, para evidenciar su inhumana indiferencia y brutal egoísmo. Por otra parte, y atendiendo particularmente a la situación en que se presentan el Alcalde y los Concejales, dicho egoísmo aparece ligado a la voluntad de ser representado en un monumento: de algún modo, se trata de un deseo de trascendencia que, sin embargo, reduce toda su atención a una cuestión material, y este asunto es el que probablemente conduce al autor a elegir una intervención del plano celestial (espiritual) para terminar el cuento. La trascendencia de lo sensible por sobre la materia aparece, al final del relato, en una clara victoria de lo espiritual: el corazón de plomo y la Golondrina muerta, reducidos a condición de deshechos por la ignorancia propia del materialismo de los hombres, son elevados por la sensibilidad divina y unidos, por siempre, en condición sagrada.