El jardín de los cerezos

El jardín de los cerezos Resumen y Análisis Acto IV

Resumen

Estamos en el mismo lugar que en el primer acto. Ahora, las cortinas, los cuadros y los muebles se acumulan en un rincón de la casa.

Gáiev y Liubov Andréievna están afuera, saludando a vecinos que fueron a despedirlos. Liubov Andréievna está pálida y su hermano la regaña por haberle entregado dinero a alguien que se lo pidió. Lopajin intenta que todos brinden con un champagne que compró. Trofimov entra para despedirse; acompañará a la familia a la ciudad y luego irá a Moscú, a la universidad. Lopajin se burla de que Trofimov sea estudiante a su edad. El joven le da consejos: que no mueva tanto los brazos, que no calcule tanto. Se dan un fuerte abrazo. Lopajin le ofrece dinero, pero Trofimov lo rechaza. Es un hombre libre, dice, y la humanidad avanza hacia la felicidad más alta: si él no llega a verla, señalará a los demás el camino para llegar.

Se oyen golpes de hacha contra un árbol a lo lejos. Ania entra para pedir que no talen el jardín hasta que su madre se haya ido. Lopajin se avergüenza y sale a cumplir con lo solicitado.

Ania le pregunta a Yasha si enviaron a Firs al hospital. Yasha responde que él cree que sí, pero Ania le pide a Epijódov que lo averigüe con certeza. Yasha se siente insultado y Epijódov comenta a la ligera que desearía estar tan cerca de la muerte como Firs.

En un momento, estando a solas, Duniasha llora y se arroja a los brazos de Yasha. El joven bebe champaña y no muestra ningún asomo de afectación. Ella le ruega que le escriba desde París.

Liubov Andréievna recorre la habitación con la mirada y se despide de las paredes, que pronto serán destruidas. Ania muestra felicidad por el comienzo de una vida nueva: no se va con su madre, sino que estudiará. Gáiev se convertirá finalmente en empleado de banco. Madre e hija se despiden con ternura, planificando anticipadamente su reencuentro.

Charlotta se queja de que ahora no tiene trabajo. Lopajin promete encontrarle uno. Pischik entra y les paga a Lopajin y a Liubov Andréievna una parte de lo que le prestaron. Lopajín le pregunta cómo lo consiguió, y Pischik le cuenta que arrendó una parcela de su tierra a unos ingleses. Luego se despide de Liubov y le desea felicidad.

Liubov Andréievna manifiesta sus dos preocupaciones: Firs, que está enfermo, y Varia, que, acostumbrada a trabajar, ahora no sabrá qué hacer. Confía a Lopajin, por última vez, sus deseos de que se case con aquella. Lopajin dice que está dispuesto a hacerlo en ese mismo momento. Ofrece champagne, pero la botella está vacía.

Entra Varia a la habitación y queda a solas con Lopajin. Este le pregunta a la joven por sus planes y ella le cuenta que tomó un puesto como ama de llaves. Por su parte, Lopajin afirma que se irá a la ciudad un tiempo y que ha contratado a Epijódov para que se ocupe de la finca. Luego de unas pausas incómodas, Lopajin escucha que alguien lo llama y sale de la habitación. Varia se sienta en el suelo y llora. Su madre entra, comprende lo que sucedió, pero no hay tiempo para lamentos: deben partir.

Todos recogen el equipaje y se despiden por última vez. Luego abandonan la casa, menos Liubov Andréievna y Gáiev, quienes comparten juntos un último momento de nostalgia, abrazados entre sollozos. Instantes después, Ania los llama desde el exterior. Todos salen, cierran la puerta desde afuera y la escena queda vacía. Se oye a los carruajes partir. Recién entonces aparece Firs. Intenta abrir la puerta, pero se da cuenta de que lo han dejado olvidado dentro. Se siente sin fuerzas y se recuesta. A lo lejos, se oye cómo un hacha golpea contra un árbol.

Análisis

El acto se inicia con la finca definitivamente perdida para Liubov y su familia. Un fuerte giro tiene lugar entre el inicio de los actos anteriores y el de este, y todo en la escena procura dar cuenta de ello: hasta las cortinas de las ventanas se han quitado; todos los muebles, que durante cien años o más se mantuvieron esplendorosos en el salón, ahora se amontonan en un rincón junto a maletas. El movimiento de la acción es agitado, todos se mueven con los últimos preparativos, y, entre despedidas, comentan qué les depara la vida en el futuro cercano. Personajes como Liubov y Gáiev demuestran tranquilidad, y durante la mayor parte de este acto no exhiben en absoluto la desesperación y tristeza que mostraban al final del acto tercero. Lo que comparten todos los personajes durante estas escenas es la necesaria reacción ante el cambio, y lo que los diferencia es el modo en que logran más o menos exitosamente adaptarse a los nuevos tiempos.

Aquellos personajes que mayor capacidad de adaptación a los tiempos nuevos evidenciaban en los actos anteriores conservan sus caracteres definitorios en este final de obra. Lopajin, por ejemplo, se muestra en estas escenas apurado, hablando de horarios y alertando a los demás sobre los minutos que faltan para la partida. Pareciera ser también quien más entusiasmo siente por el hecho de partir: “Aquí me he pasado el tiempo charlando con ustedes, torturándome de inacción. No puedo estar ocioso, no sé qué hacer con los brazos, me cuelgan de una manera extraña, como si no fueran míos” (p.140), admite el personaje, siempre incómodo con la pasividad que suelen habitar los demás personajes.

La despedida es el motivo que atraviesa este último acto, y la mayoría de las escenas definen el futuro de los personajes, así como las relaciones entre estos, ya que dejarán de verse al menos por un tiempo. En esta línea, el diálogo que mantienen Lopajin y Trofimov resulta conmovedor, debido a la ternura que se muestran estos dos personajes que solíamos ver enfrentados. En el momento de despedida, se da un sincero diálogo final entre los hombres, quienes procuran ayudarse el uno al otro. “Permíteme que te dé un consejo de despedida: ¡no gesticules tanto con los brazos! Quítate esa costumbre. Y eso de construir casas de veraneo, eso de calcular con los veraneantes, con el tiempo (...) también significa gesticular” (p.140), le dice Trofimov a Lopajin, sin dejar de manifestar su aprecio por él y por su alma, que le parece pura. El comerciante responde con un genuino abrazo y un ofrecimiento: “Adiós, amigo. Gracias por todo. Si hace falta, puedo darte dinero para el viaje” (p.140). Así, cada uno le ofrece al otro su mayor posesión: Trofimov, joven culto y educado, le brinda un consejo al hombre en el cual ve gestos demasiado torpes que podrían perjudicarlo y que no se corresponden con la delicadeza de su interioridad; Lopajin, rico comerciante, le ofrece al joven dinero, recurso que a él le sobra y al otro podría resultarle de ayuda.

En ese mismo diálogo Lopajin vuelve a disculparse, humildemente, por su condición de mujik, evidenciando así su sensación de inferioridad y el hondo respeto y admiración que siente por el resto de los personajes, criados en la cultura y en la delicadeza. La respuesta de Trofimov traza un puente entre lo que hasta el momento se presentaba, en la obra, enfrentado: “Tu padre era un mujik; el mío, un boticario; pero de ello no se sigue absolutamente nada” (p.140). El joven manifiesta así su filosofía, embanderada en la noción de igualdad, según la cual los hombres no deberían diferenciarse por el origen de sus antepasados. En voz de Trofimov, la obra establece una ruptura filosófica respecto al antiguo orden feudal, que concebía el valor de las personas según su linaje —aristócratas versus mujiks—, y propone una perspectiva más igualitaria y justa para el futuro de la humanidad.

El joven estudiante, al rechazar el ofrecimiento de dinero de Lopajin, se diferencia, a su vez, de los valores económicos según los cuales se rige la mayoría: “Aunque me dieras doscientos mil rublos no los aceptaría. Soy un hombre libre. Y lo que es tan estimado y alto para todos vosotros, ricos y pobres, no tiene sobre mí ningún poder” (p.140). Este personaje se define así en su idealismo, que es la base, a su vez, de su pensamiento esperanzado respecto del futuro, en el que los hombres, según su perspectiva, no se diferenciarán por el dinero, ya que no se interesarán tanto por él: “¡La humanidad avanza hacia una verdad suprema, hacia la felicidad más alta que pueda darse en la tierra, y yo estoy en las primeras filas!” (p.140).

El ánimo de los personajes en este último acto depende en gran parte de lo que les depara su futuro cercano. Pischik hace entrada en escena ofreciendo una animosidad drásticamente positiva en relación a la mantenida los actos anteriores, en tanto entre el tercer y el cuarto acto tuvo lugar para él una sorpresiva salvación: “un acontecimiento extraordinario” (p.142) lo sorprendió, pudo iniciar un negocio junto a comerciantes ingleses y ahora su economía empieza a reactivarse. Así es como este personaje, que funcionaba para acompañar a Liubov y a Gáiev en la representación de una aristocracia en declive, ahora brinda un giro en la obra para mostrar otra cara posible de ese estrato social en la época: Pischik representa ahora a aquellos aristócratas que consiguieron adaptarse y negociar para tornar los cambios sociales a su favor, en lugar de ser derribado por estos. En cierta medida, también Gáiev, al emplearse en un banco y disponerse a trabajar por primera vez en su vida, demuestra una capacidad de adaptación frente a los evidentes cambios en la sociedad.

Otra animosidad positiva se presenta en este acto de la mano de la joven Ania, quien festeja su próximo ingreso a la universidad: “¡Comienza una nueva vida, mamá!” (p.141), y luego: “ante nosotros se abrirá un mundo nuevo, un mundo de maravilla” (p.142). La muchacha tiene una perspectiva idealista respecto del futuro que se corresponde con ciertos privilegios que la diferencian de otros personajes: es joven, no precisa trabajar y puede estudiar y soñar con una vida maravillosa. Distinta es la posición de Charlotta, afectada indirectamente por la venta de la finca que la dejó sin trabajo, y la de Duniasha, quien pasará a ser la doncella de otra familia pero quedará sola, abandonada por su amado Yasha, quien logró que Liubov lo lleve con ella a París. La diferencia entre los destinos de los personajes funciona en la obra para relativizar y dividir la emocionalidad del final: si bien algunos pueden mostrar optimismo y esperanza respecto de los tiempos que siguen al de la acción de la obra, otros se ven claramente perjudicados por los cambios que tuvieron lugar en ella, quedando desamparados frente a un futuro incierto.

En relación a lo anterior debe pensarse la escena final de Liubov y Gáiev. Estos se mostraban optimistas y esperanzados desde el comienzo del acto, pero una vez solos, parados por última vez en lo que fuera la casa de su familia durante tantos años, no pueden evitar unirse en un llanto desesperado. En uno de los momentos más conmovedores de la obra, Liubov se quiebra al despedirse de una propiedad que es el escenario de los mejores momentos de su vida: “¡Oh, mi querido, mi dulce, mi hermoso jardín!.. Vida mía, juventud, felicidad, ¡adiós!.. ¡adiós!” (p.145). Por más que pueda contenerse y seguir hacia adelante, la protagonista de la pieza sabe que, al decir adiós a su hogar, está dejando todo lo que era su vida hasta entonces.

Quizás el momento más tenso y conmovedor de la obra se dé en este último acto, en la escena entre Lopajin y Varia. Las expectativas sobre la concreción de esa relación en una propuesta matrimonial se fueron construyendo a lo largo de toda la pieza, y gran parte de la intriga se centra en lo que acabará por suceder entre estos personajes. A dicha intriga se le suma el hecho de que en una obra que pareciera terminar negativamente para la familia protagonista, la última esperanza parecería vislumbrarse en la posibilidad de un final feliz dado por la concreción de este amor. La escena, así, construye su fuerza dramática más por las expectativas puestas desde el exterior que por lo que realmente sucede en la interioridad de esa habitación. Entre Lopajin y Varia no se intercambia una sola palabra de amor ni nada relacionado con lo esperable en ese encuentro: el diálogo se tensiona en un absurdo intercambio sobre los planes laborales de ambos y el clima, y culmina aun más ridículamente con la súbita salida de Lopajin en respuesta a un llamado en absoluto urgente proveniente de una voz externa a la habitación.

El genio de Chéjov queda evidenciado así en esta escena, compuesta enteramente por el recurso de la acción indirecta: nada importante se dice, y, sin embargo, todo existe en el plano del significado; el resultado es un momento de extremo dramatismo que se condensa al máximo hasta dejar a Varia sola en el escenario, llorando no por lo que se dijo, sino por lo que no se dijo. Las palabras tampoco las precisa Liubov, que comprende de inmediato lo sucedido al instante en que entra a la habitación. Como ella, el público comprende que ese amor ya nunca se concretará, aunque no se sepa por qué, y que tampoco hay tiempo para lamentarlo: deben partir de inmediato, hacia un futuro en el que cada vez resulta más difícil imaginarse feliz.

En una obra en la que gran parte de los personajes tendían a identificarse con el pasado y a sumirse en la nostalgia, el último acto obliga a estos a reaccionar, aunque sea forzosamente, frente al cambio, y a adaptarse de alguna manera a los nuevos tiempos. Una serie de símbolos relacionados con el paso del tiempo protagonizan el cierre de la obra: los personajes desaparecen para subirse a un ferrocarril, símbolo del progreso; el último sonido de la obra es el de los árboles siendo talados, lo cual indica la ruptura irremediable con el pasado; el sirviente Firs, símbolo del viejo orden señorial y de la incapacidad de adaptación a los nuevos tiempos, queda olvidado, con una muerte anunciada, en una casa que dejará de existir para transformarse en lo que la modernidad disponga. Así, un personaje más bien secundario acaba protagonizando el momento más simbólico del cuarto acto. “La vida ha pasado y es como si yo no hubiera vivido” (p.145), se lamenta Firs, cuya vida se abocó enteramente a la fidelidad a sus amos, los mismos que ahora lo han dejado olvidado, creyendo que estaba en el hospital. Ahora que su ama abandonó la casa para siempre, él ya no tiene razón para vivir.

La obra termina entonces con un hombre inmóvil, próximo a la muerte, acurrucado en el piso de una casa en la que nació siervo y nunca dejó de serlo. El fin de la vida de Firs coincide con el fin de la obra en un símbolo: el antiguo orden señorial no existe ya más que en un pasado a punto de ser destruido para siempre. Los tiempos avanzan sobre él, un nuevo sistema de clases acaba de configurarse con el fallecimiento de los últimos siervos y la integración de sus hijos en la sociedad. La presunta muerte de Firs representa la conclusión de un largo proceso de cambio, que comienza con la emancipación de los siervos, sigue con el avance del campesinado y el consecuente declive de la aristocracia, y acaba con la muerte de los últimos que seguían viviendo acorde al antiguo sistema.

Así, El jardín de los cerezos pone en escena los dolores que participan del crecimiento de una sociedad. En esta línea, no debe concebirse que el hecho de que el fin de la obra coincida con la muerte de un personaje convierte la pieza en una tragedia: lo que se escenifica es el ciclo de la vida, a la par que los ciclos de la historia; un ciclo que incluye muertes así como infinitas posibilidades vitales. Es por eso que solo vemos partir al resto de los personajes, sin ninguna certeza de si estos triunfarán o fracasarán en lo que el futuro les depare.