El jardín de los cerezos

El jardín de los cerezos Resumen y Análisis Acto II

Resumen

La escena abre en un campo. Se ve una vieja capilla abandonada y, a lo lejos, el comienzo del jardín de los cerezos. Charlotta, Yasha y Duniasha están sentados en un banco; Epijódov toca la guitarra. Charlotta medita en voz alta sobre su pasado: es una huérfana que pasó su infancia haciendo trucos en las ferias del condado y describe su constante sensación de soledad. Nadie parece escucharla. Epijódov habla de sí mismo: es un hombre cultivado, pero no comprende qué es lo que realmente quiere, si vivir o pegarse un tiro. Charlotta se va, reprochando que está siempre sola y que no sabe para qué vive. Epijódov le pide a Duniasha que hablen a solas, pero esta le pide que antes le traiga algo, como para evitar la situación. Epijódov sale entonces y Yasha se ríe de él. Duniasha habla de lo intranquila que se siente: desde niña sirve a los señores y se volvió sensible, delicada, no acostumbrada a la vida simple. Yasha la besa. Duniasha le confía que está enamorada de él, lo cual aburre al joven.

Entran Liubov Andréievna, Gáiev y Lopajin. Este último sigue intentando convencer a Liubov de su plan de transformar el jardín en casas de veraneo. Liubov no le responde y, en cambio, reflexiona sobre su escasez económica y su incapacidad para dejar de gastar: ¿por qué almorzó ese mediodía en un restaurante lujoso de la ciudad? Luego, se queja de que Gáiev habló de más en el restorán y la avergonzó.

Lopajin anuncia que un ricachón se presentará en la subasta para comprar la finca. Gáiev confía en que su tía les enviará dinero, pero la suma que espera recibir de ella sorprende a Lopajin por ser demasiado escasa. Lopajin se desespera ante la falta de planes útiles en Gáiev y Liubov, vuelve a decirles que construyan casas de veraneo y salven su economía familiar. Liubov no puede tomar la idea en serio, pues la considera demasiado vulgar, y luego habla de sus propios pecados: siempre despilfarró el dinero, se casó con un alcohólico que solo contraía deudas y, cuando este murió, se enamoró de otro hombre. Estando con este, luego, su hijo se ahogó en el rio. Entonces se fue al extranjero para no ver más ese río, compró una finca en Francia, el hombre con el cual estaba se enfermó y ella lo cuidó incansablemente durante tres años. Luego, él le quitó todo y la dejó por otra mujer. Liubov confiesa haber intentado envenenarse pero, luego, haberse sentido atraída hacia su patria. Pide perdón al cielo por sus pecados y luego cuenta que recibió un telegrama desde París: el hombre le pide perdón y le ruega que vuelva con él.

Lopajin habla de su padre y de la prácticamente nula instrucción que le dio. Liubov le sugiere que se case con Varia. Lopajin coincide en que es una buena chica, pero no se muestra muy entusiasmado. Gáiev anuncia que le ofrecieron un empleo en un banco y Liubov se burla de esa idea.

Entra Firs, quien no oye lo que le dicen y termina hablando sobre la inconveniencia de la emancipación de los siervos. Entran Trofimov, Ania y Varia. Lopajin provoca a Trofimov, burlándose de él por tener casi treinta años y, aun así, seguir vistiendo como estudiante y paseando con las señoritas. Trofimov compara a Lopajin con un animal que devora todo cuanto encuentra en su camino. Luego, se expresa en contra del orgullo y en favor de la idea de que la humanidad se perfecciona hacia el futuro. Solo es preciso trabajar, dice.

De pronto aparece un vagabundo algo borracho y le pide dinero a Liubov. La mujer no encuentra cambio, así que le da una suma considerable, lo que escandaliza a Varia. Liubov dice que ya arregló su matrimonio con Lopajin. El hombre escapa de la situación con una cita de Hamlet.

Quedan solos Ania y Trofimov. Este se queja de que Varia nunca los deje solos y de que la muchacha no entienda que ellos están por encima del amor. Ania dice que ya no quiere a su jardín de los cerezos como antes, y Trofimov replica que toda Rusia es su jardín. Habla luego sobre los siervos y sobre la necesidad de terminar con el pasado. En el futuro, asegura, está la felicidad.

Análisis

Una constante en los personajes de Chéjov suele ser la soledad. La escena que abre el segundo acto muestra a un conjunto de personajes que se sienten solos, al mismo tiempo que, efectivamente, hablan sin que los demás los escuchen y sin escuchar a los demás. “Tengo unas ganas locas de hablar y no hay con quién… No tengo a nadie” (p.124), dice Charlotta en una situación en la que, paradójicamente, está rodeada de personas. Continúa la muchacha: “Siempre sola, sola, no tengo a nadie y… no sé quién soy ni para qué vivo” (p.124).

La soledad y el sinsentido son sentimientos comunes a varios de los personajes, pero estos no pueden ayudarse entre sí, principalmente porque no tienen más oídos que para sí mismos, para su propio dolor. Charlotta busca atención en Epijódov, pero este no responde sino hablando de su propio pesar: “Yo soy un hombre cultivado, leo libros magníficos, pero no llego a comprender qué camino he de seguir ni lo que realmente quiero, si continuar viviendo o pegarme un tiro” (p.124). Ciertos atributos de Epijódov expresos en este parlamento lo oponen a Lopajin: el hombre es culto pero desgraciado, incapaz de encontrarle un porqué a su propia existencia. Pareciera que una nube recubre a todos los personajes secundarios, que ocupan el espacio de la acción sin comprender por qué están ahí ni a dónde ir cuando tengan que irse.

La sensación de soledad adquiere una dimensión particular cuando se asocia a la temática del amor no correspondido. Charlotta busca, exponiendo su dolor y fragilidad, conmover a Epijódov, quien sin embargo no se interesa más que por Duniasha, cuya atención intenta llamar al anunciar que podría matarse. La muchacha, por su parte, utiliza la misma técnica -exponer su propia fragilidad, su indefensión- frente a Yasha: “Me he vuelto inquieta, siempre estoy intranquila”, dice, y: “si usted, Yasha, me engaña, no sé lo que ocurrirá con mis pobres nervios” (p.124). Pero la soledad aparece en la obra como una enfermedad terminal, incurable, y el caso de Duniasha y Yasha no es la excepción: el joven se aburre de la muchacha apenas oye sus palabras de amor.

En este segundo acto se desarrollan las fortalezas y debilidades de los distintos personajes, a la vez que sus opiniones acerca de ciertos hechos de la historia rusa, el cambio social y económico y el concepto de progreso. En muchos casos, en las opiniones y los comportamientos de los personajes se manifiesta su capacidad o incapacidad de adaptación a los cambios que les presenta el paso del tiempo.

En relación a esto, son significativos los parlamentos de Firs, un personaje altamente simbólico. Siendo el más entrado en edad, aparece en escena como un remanente del pasado. Pasó casi toda su vida como siervo en la finca, y la emancipación de los esclavos no cambió su destino, como sí sucedió con Lopajin. Aunque ninguno de los dos es un siervo en el presente de la acción, Firs actúa en gran parte como si lo fuera, probablemente porque el cambio social llegó cuando él ya era demasiado viejo y no tenía forma de adaptarse ni otro lugar a donde ir. Dice ante Lopajin: “Hace ya mucho que estoy en el mundo. No había nacido aún su padre y a mí ya querían casarme… (Se ríe.) Cuando se emancipó a los siervos, yo ya era primer ayuda de cámara. Entonces no quise aquella emancipación, y me quedé en casa de los señores” (p.125).

Así, mientras Lopajin hizo uso de la emancipación para hacer un giro de 180 grados en el destino de su familia y convertirse en un terrateniente rico, Firs permanece sirviendo en la casa de Liubov, como si nada hubiera cambiado. Estos dos personajes crean una imagen bastante completa de lo que fue el destino de los esclavos o herederos de los esclavos, así como de las opiniones que los representantes de esa clase social podían tener sobre aquel hecho histórico. Firs manifiesta en más de una ocasión el disgusto que llegó a producirle lo que ve como un cisma en la sociedad rusa. Rusia se presentaba ante él como una sociedad ordenada, y ese orden se rompió con la abolición de la esclavitud, hecho al cual se refiere como “desgracia”: “Los mujiks estaban con los señores; los señores, con los mujiks. Ahora, cada uno va por su lado, no comprendo nada” (p.126). En el personaje de Firs, Chéjov encarna un problema tan social como filosófico, y es el de la libertad: Lopajin vio en el cambio social una oportunidad de aprovechar al máximo aquella libertad de la que no pudieron gozar sus padres ni abuelos; Firs, no sabiendo qué hacer con esa libertad, no puede más que observar con disgusto la deformación de aquel orden que, aunque injusto, él comprendía, y en el cual tenía un lugar claro que ocupar.

Otra situación que deja en evidencia la capacidad o incapacidad de los personajes frente al cambio histórico es la que se presenta cuando Lopajin insiste en su sugerencia de convertir la finca en casas de veraneo. “El jardín de los cerezos y la tierra hay que hacerlo ahora mismo, cuando antes, ¡la subasta es inminente! ¡Compréndalo!” (p.126), presiona Lopajin, cuya identificación con el progreso le hace no solo ver con claridad las posibles soluciones ante un conflicto de negocios, sino además comprender la urgencia con que deben tomarse ciertas decisiones. El hecho de que tanto Liubov como Gáiev se resistan a aceptar esta sugerencia evidencia, por un lado, su incapacidad para reaccionar ante la urgencia -su tiempo no es el presente ni el futuro, sino el pasado- y, por el otro, su imposibilidad para comprender los cambios sociales que se desenvuelven ante sus ojos. “Casas de veraneo y veraneantes, perdone, pero todo esto ¡es tan vulgar!” (p.126), declara Liubov, evidenciando un arraigado criterio aristocrático que le impide accionar en el presente, adecuarse al progreso: la protagonista está lejos de comprender el fluir del cambio social que está convirtiendo a los antiguos campesinos pobres en miembros de una nueva clase social, quizás incapaz de poseer una propiedad en el campo pero con la naciente posibilidad de alquilar una pequeña casa para pasar el verano. Esta nueva clase social es, como se ha dicho, consecuencia directa de la emancipación: los antiguos siervos ahora son libres de adquirir riquezas, y este reordenamiento de las clases rusas amenaza la posición económica de la clase alta, antes asegurada en sus privilegios. Sin embargo, Liubov y Gáiev no comprenden la emergencia de la situación ni pueden, por lo tanto, tomarse en serio dicha amenaza a lo que hasta ahora fuera su cómodo estilo de vida.

Así como no puede comprender la urgencia de la sugerencia de Lopajin, Liubov tampoco puede modificar sus comportamientos para adaptarlos a la situación económica que atraviesa: "¿Por qué habré ido a comer a la ciudad? Ese restaurante, con orquesta (...). ¿Por qué beber tanto, Lionia? ¿Por qué comer tanto? ¿Por qué hablar tanto? Hoy, en el restaurante, otra vez has hablado mucho sin que viniera a cuento” (p.125). Los hermanos, aún a sabiendas de que toda la casa está ajustándose para no gastar dinero, no solo no pueden pensar seriamente cómo enfrentar la situación, sino que tampoco logran frenar el comportamiento excesivo de quienes fueron educados en el lujo. El hecho de que Liubov deje caer su monedero, haciendo rodar por el suelo monedas de oro, funciona como un símbolo de su actitud de derroche y de su incapacidad para proteger sus propiedades aun en momentos de crisis.

En relación a Liubov, gran parte de la perturbación del personaje es justificada en este acto por medio de la acción indirecta, en tanto la protagonista da cuenta en sus parlamentos del pasado que la condujo a su tormentoso presente: "¡Oh, mis pecados!... Siempre he tirado el dinero por la ventana, como una loca; me casé con un hombre que solo contraía deudas. Mi marido murió de tanto beber champaña -bebía terriblemente-, y, por desgracia mía, me enamoré de otro, cedí, y precisamente entonces ahí, en el río… -aquél fue mi primer castigo, un mazazo en la cabeza- se ahogó mi pequeño" (p.126).

El público se entera, de esta manera, que el exceso es una marca arrastrada por la familia desde tiempo atrás, y que, por lo tanto, no es solo un comportamiento que le impide a Liubov accionar en su presente, sino que es precisamente, también, aquello que la condujo hasta la penosa situación en la que se encuentra: "Compré una villa cerca de Menton, allí él se puso enfermo, y yo no supe lo que era descanso ni de día ni de noche durante tres años; el enfermo me atormentó, se me secó el alma. El año pasado, cuando vendí la villa para pagar deudas, me fui a París y allí él me lo quitó todo, me abandonó, se unió a otra; yo intenté envenenarme…" (p.126). La delicada situación económica de Liubov y su familia tiene entonces causas concretas: un hombre al que ella amaba se enfermó, ella debió usar fondos para cuidarlo, y ya en la salud el hombre le quitó más dinero. Estos episodios configuran además parte de la vergüenza familiar por la cual, a su vez, los parientes ricos se niegan a prestarle dinero a Liubov.

Mientras que Lopajin se identifica con el futuro en términos de un progreso concreto, material, ligado a los cambios sociales, Trofimov se presenta como el personaje portavoz de una reflexión filosófica acerca de las características de ese futuro al que se avanza y su relación con el presente. “La humanidad avanza perfeccionando sus fuerzas”, declara el estudiante, y agrega: “Todo cuanto ahora le resulta inasequible, algún día le será próximo y comprensible. Sólo que hace falta trabajar, ayudar con todas las fuerzas a quien busca la verdad” (p.128). El discurso recuerda al de otros personajes de obras de Chéjov (como Vershinin en Las tres hermanas) por su perspectiva esperanzadora acerca del futuro de la humanidad, ligada a su vez a una reflexión crítica sobre el presente: se avanza hacia tiempos mejores, parece prometer el personaje, pero las personas deben mejorar para alcanzarlos, deben trabajar y dejar de lado su orgullo. “La felicidad está ahí, avanza, se acerca cada vez más y más, ya oigo sus pasos. Y si nosotros no la vemos, si no la conocemos, ¿qué importa? ¡La verán otros!” (p.131), afirma.

El jardín de los cerezos se estrena en 1904 en Moscú, es decir, trece años antes de que la revolución socialista emergiera en la ciudad para derrocar al zarismo y su sistema de clases, y transformar el territorio ruso y el de otros países lindantes en la Unión Soviética. Es posible pensar que en el discurso de Trofimov se estén condensando ideas del contexto social en el que la obra fue escrita. La “felicidad” a ser conseguida por medio del trabajo bien puede asociarse a esa revolución que llegaría años después con la voluntad de acabar con el injusto sistema que obligaba a muchos a vivir en la pobreza mientras que otros pocos, solo por haber nacido en familias aristocráticas y, por lo tanto, ancestralmente adineradas, podían subsistir cómodamente sin siquiera pensar en trabajar. Esto se puede observar también en el intercambio que mantiene el joven con la hija de Liubov:

ANIA: Cómo me ha hecho cambiar, Petia. ¿Por qué ya no quiero el jardín de los cerezos como antes? Sentía tanta ternura por él. Me parecía que no hay en la tierra un lugar más hermoso que nuestro jardín.

TROFIMOV: Toda Rusia es nuestro jardín. Es una tierra grande y hermosa, hay en ella muchos lugares maravillosos. (Pausa.) Piense en esto, Ania: su abuelo, su bisabuelo y todos sus antepasados fueron señores, dueños de siervos, de almas vivas; ¿no le parece que de cada cereza del jardín, de cada hoja, de cada tronco la están mirando seres humanos? (...) está bien claro que para comenzar a vivir en el presente debemos rescatar primero nuestro pasado, acabar con él, y sólo puede rescatarse con el sufrimiento, con un trabajo extraordinario e ininterrumpido (p.130).

Trofimov postula la necesidad de redimir las injusticias del pasado y encaminarse, por vía del trabajo conjunto, hacia la felicidad. Con la frase “Toda Rusia es nuestro jardín”, el joven parece proponer una noción menos capitalista y más comunitaria de los bienes, por vía de la cual no se piense el país como parcelas de tierra de las que algunos pocos se adueñan, sino como un gran territorio en el que todos trabajen, en condición de iguales, por el futuro de la humanidad.