El jardín de los cerezos

El jardín de los cerezos Resumen y Análisis Acto III

Resumen

Salón de la casa de Liubov. Se oye música. Varia está apenada porque se haya gastado dinero en músicos. Pischik se lamenta por su situación económica. Trofimov hace un comentario que da cuenta de que ese día se está subastando la finca. Charlotta hace una serie de trucos de magia. Pischik le dice que está enamorado de ella, pero a la muchacha no le interesa.

Liubov no logra dejar de pensar en la subasta. Trofimov provoca a Varia, llamándola “Madame Lopájina” (p.133), lo que enfurece a la joven. Liubov le pregunta a su hija por qué no se casa con Lopajin, y Varia responde que eso no depende de ella: él no le ha propuesto matrimonio, debe estar muy ocupado en sus negocios. La muchacha dice que si ella tuviera dinero se iría lejos, abandonaría todo y entraría en un monasterio. Trofimov vuelve a burlarse de ella y a criticarla por no dejarla nunca solo con Ania, cuando ellos están por encima del amor. Liubov dice que entonces ella debe estar por debajo del amor, y se muestra intranquila por la tardanza de su hermano, que le impide tener novedades sobre la subasta. Trofimov plantea que da lo mismo si la finca se vendió o no, puesto que Liubov la perdió hace mucho, y debe dejar de engañarse. Liubov entonces se lanza a un discurso sobre la verdad y la mentira señalando que Trofimov es demasiado joven para entender, y luego pide piedad: durante generaciones, su familia vivió en esa finca; su hijo murió en ese río, y la venta de la casa es terrible para ella. Cuenta también que el último hombre al que amó y la dejó volvió a caer enfermo, y le escribe desde París pidiéndole que vaya con él, y ella así lo hará. Trofimov se desespera: alega que ese hombre la desvalijó y ella no debería ir. Liubov se irrita: es preciso comprender a quienes aman, dice, y luego insulta a Trofimov. El joven sale corriendo, furioso, y se cae en las escaleras. Liubov le pide disculpas.

Ania anuncia que el jardín de los cerezos se vendió, aunque no se sabe aún a quién. Liubov le pregunta a Firs a dónde irá cuando la finca se venda, y el viejo responde que a donde la señora lo mande. Yasha luego le ruega a Liubov que lo lleve con ella a París y lo saque de ese país inculto.

Pischik invita a bailar a Liubov y luego le pide otro préstamo. Epijódov persigue a Duniasha: quiere hablar con ella, pero la muchacha se excusa diciendo que tiene dolor de cabeza. Varia le echa la culpa de todo a Epijódov y alega no entender para qué la familia lo tiene a él de contable. Cuando este se va ingresa Lopajin, quien se encuentra con una Varia muy alterada. La muchacha se disculpa. Junto a Lopajin aparece Gáiev secándose las lágrimas. Todos se aproximan para oír lo que sucedió en la subasta. Lopajin anuncia que la finca se ha vendido, y quien la ha comprado es él. Liubov cae sobre una silla; Varia arroja sus llaves al suelo y sale.

Lopajin brinda un discurso emotivo acerca de que ese jardín de los cerezos en el que su abuelo y su padre fueron esclavos ahora es suyo. Piensa, emocionado, en los tiempos que vendrán. Sin poder contener su alegría, ordena a los músicos que toquen. Ania consuela a su madre, que está llorando, y le promete que algún día plantarán otro jardín.

Análisis

El tercer acto es el de mayor condensación dramática de la obra. Esto se debe, en principio, a la intriga que se apodera de gran parte del acto, en tanto la acción se desarrolla al mismo tiempo que está teniendo lugar, fuera de escena, la subasta de la finca. “Hoy mi suerte se decide” (p.133), dice al pasar Liubov, quien no puede dejar de pensar en lo que el destino le ofrecerá al final de la tarde, cuando su hermano llegue con las novedades de lo sucedido en la subasta. El parlamento de la protagonista remarca la fuerte asociación identitaria que Liubov mantiene con esa finca: lo que se decide es la suerte de la propiedad, pero la mujer no puede evitar vivirlo como si fuera ella misma la que estuviera siendo negociada en la subasta.

Es justamente esto lo que se replica poco después, en el enfrentamiento entre Liubov y Trofimov. El joven, de carácter idealista, mucho más ligado a lo racional que a lo emocional —“me encuentro muy lejos de tales vulgaridades. ¡Nosotros estamos por encima del amor!” (p.133), dice al respecto de su relación con Ania—, procura relativizar el dolor y la ansiedad de Liubov respecto del resultado de la subasta, diciéndole que de todos modos la propiedad está en realidad perdida hace tiempo. Da lo mismo, sentencia el joven, si la finca se vendió o no, e intenta empujar a la protagonista a mirar “la verdad a la cara” (p.134). Liubov no demora en enfrentarlo:

¿Qué verdad? Usted ve dónde está la verdad y dónde está la mentira, pero yo no veo nada, como si hubiera perdido la vista. Usted resuelve audazmente todos los problemas importantes, pero dígame, amigo mío, ¿no será esto porque usted es joven todavía y no ha tenido tiempo aún de sufrir por ninguno de estos problemas? Usted mira con audacia hacia adelante, pero ¿no será esto porque no ve ni espera nada terrible, pues la vida aún se mantiene velada para sus jóvenes ojos? (p.134)

La temática del paso del tiempo y la relación que los personajes tienen con él se complejiza en esta escena de la pieza. Liubov parecería saberse nostálgica y aferrada al pasado, así como ve en Trofimov una tendencia a mirar “con audacia hacia adelante”, pero ella encuentra a su vez, en esta diferencia, una distancia que tiene que ver con lo emocional y lo racional. Trofimov puede pensar y juzgar con cierta objetividad y supuesta claridad, según la protagonista, porque su juventud no le ha hecho sentir aún ningún dolor fatal, porque en su corta vida nada lo ha decepcionado o golpeado todavía. Liubov tiene sobre sus hombros una carga diferente: no es que no querría accionar fríamente en el presente y así quizás perseguir mejores resultados que los cultivados hasta el momento, sino que la vida la ha golpeado ya demasiado como para que ella pueda posicionarse con esperanzas hacia el futuro. El bienestar, la alegría, la tranquilidad, quedaron para ella alojados para siempre en un pasado en el cual su marido y su hijo aún vivían, y las deudas no la torturaban. Todo ese pasado armonioso tiene una locación, y es la finca: “yo amo esta casa, sin el jardín de los cerezos no concibo mi existencia y si tan necesario es venderlo, vendedme a mí con él” (p.134), acaba por decir la protagonista.

Una misma oposición entre racionalidad y emotividad se manifiesta en la breve discusión que ambos personajes mantienen cuando Liubov comunica que volverá junto al hombre que ha despilfarrado su dinero en París y la ha dejado, y ahora, enfermo, pide su regreso. “Le quiero, le quiero…”, admite la mujer, y agrega: “Es una piedra que llevo colgada del cuello, con esta piedra me hundo y me ahogo, pero yo quiero esta piedra y no puedo vivir sin ella” (p.134). Trofimov no se deja conmover por los sentimientos de Liubov, y juzga sin ninguna piedad su accionar. Ella responde: “Hay que ser hombre, a su edad es necesario comprender a quienes aman. Y también hay que amar… ¡es preciso enamorarse! (Enojada.) ¡Sí, sí! En usted no hay pureza, usted es simplemente un puritanoide, un ridículo extravagante, un adefesio…” (p.135). Así, mientras Trofimov ataca a Liubov por lo poco racional de su decisión de volver a París, la mujer se defiende criticando la falta de comprensión del joven, cuya perspectiva idealista no se deja doblegar ni siquiera ante el dolor de los demás.

Mediante este tipo de escenas, donde se contraponen dos personajes como Liubov y Trofimov, que difieren en sus perspectivas sobre un mismo asunto, la obra logra mostrar distintas facetas de los personajes, a la vez que relativiza las ideas postuladas por estos, comparándolas con otras. Este es un movimiento recurrente en la dramaturgia de Chéjov, quien siempre intentó que cada uno de sus personajes tuviera su verdad y su motivación: así como no hay una única verdad posible, ninguna de las perspectivas está equivocada; solo difieren, y los modos de pensar de los personajes se justifican en su pasado, su presente y sus consecuentes deseos respecto del futuro.

Es preciso tener en cuenta lo anterior para comprender el final del acto tercero, cuando Lopajin anuncia que fue él quien compró la finca. Por más que Liubov, Ania, Gáiev y Varia reaccionen con horror frente a la noticia, no debe suponerse que la motivación de Lopajin es causarles dolor: el mismo personaje se encontraba en los actos anteriores intentando explicarle a Liubov lo que debía hacer para salvar la propiedad, y ofreciéndole incluso prestarle dinero para tal fin, pero la mujer no pudo escucharlo. En la subasta, Gáiev ya había perdido la propiedad; lo único que hizo Lopajin fue competir con otro comerciante que se proponía a comprarla. El discurso de Lopajin que cierra el acto muestra al personaje extasiado, no en virtud del sufrimiento de la familia de Liubov, sino por la gloria simbólica implicada en que él sea ahora el propietario de esa finca:

Ahora el jardín de los cerezos es mío. ¡Mío! (...) ¡Si mi padre y mi abuelo se levantaran de la tumba y vieran lo que ocurre, si vieran que su Ermolái apaleado, poco instruido, que hasta en invierno iba descalzo, si vieran que ese mismo Ermolái ha comprado la finca más hermosa del mundo! He comprado la finca en que mi abuelo y mi padre fueron esclavos, donde no les dejaban entrar ni siquiera en la cocina (p.138).

El jardín de los cerezos es de por sí una pieza simbólica, en tanto el arco argumental representa el declive de la aristocracia a fines del siglo XIX en Rusia y el ascenso del campesinado. Pero el gran valor artístico de la obra reside probablemente en la conjunción de lo dramático y lo simbólico: la acción que configura el significante metafórico, el hecho de que la familia de Liubov pierda la finca y esta sea apropiada por Lopajin, es sentida también por los personajes con la fuerza de lo simbólico. Lo que emociona al comerciante hijo de siervos es justamente ese giro abismal que habita en ese cambio de suerte, es la dimensión altamente simbólica de una acción que hubiera sido impensada para sus antepasados. “Estoy soñando”, dice Lopajin en su discurso, sin poder creer en el significado de sus propias palabras: “esto no es más que una ilusión mía, un desvarío… Para vosotros también ha de ser fruto de vuestra imaginación, cubierta por las tinieblas de lo desconocido…” (p.138).

Aunque Lopajin esté tomado por la felicidad y Liubov y su familia estén hundidos en la tristeza, un sentimiento es compartido: la sensación de que está sucediendo lo impensable, lo incomprensible. Chéjov encuentra en esa dimensión del contexto histórico la mayor fuerza dramática y emotiva: los personajes que son protagonistas del cambio son sorprendidos por el mismo. Esas “tinieblas de lo desconocido” a las que alude Lopajin son una metáfora del avance del futuro sobre el presente, un futuro que atemoriza a los personajes como Liubov porque no pueden asociarse a nada de su mundo conocido, sepultado ya en el pasado.