El desierto de los tártaros

El desierto de los tártaros Imágenes

La Fortaleza Bastiani

La Fortaleza Bastiani, el cuartel en el que Giovanni Drogo pasa su vida de servicio es el espacio más importante de la novela, y sus descripciones, profusas y detalladas, están cargadas de imágenes sensoriales visuales, auditivas y hasta táctiles y olfativas.

Las primeras imágenes corresponden a la llegada de Drogo a la Fortaleza:

Realmente, parecía pequeña comparada con la visión de la tarde anterior. Del fuerte central, que en el fondo se parecía a un cuartel con pocas ventanas, salían dos bajos murallones almenados que lo unían con los reductos laterales, dos a cada lado. Las murallas cortaban así débilmente todo el desfiladero, de unos quinientos metros de ancho, cerrado en los costados por rocas altas y abruptas. A la derecha, justamente bajo la pared de la montaña, la altiplanicie se hundía en una especie dé puerto de montaña; por allí pasaba la vieja carretera del desfiladero, y terminaba contra las murallas.
El fuerte estaba silencioso, inmerso en el pleno sol meridiano, carente de sombras. Sus murallas (el frente no se divisaba, pues estaba orientado a septentrión) se extendían desnudas y amarillentas. Una chimenea emitía un pálido humo. A lo largo de todo el borde del edificio central, de las murallas y de los reductos se veían docenas de centinelas, con el fusil al hombro, caminando metódicos de un lado a otro, cada uno por un breve trecho. Semejantes a un movimiento pendular, escandían la marcha del tiempo, sin romper el encanto de aquella soledad que resultaba inmensa. (p. 26)

Las descripciones visuales se continúan y dan una impresión precisa de cómo Drogo percibe la Fortaleza y cómo esta cobra dimensiones desproporcionadas en su cabeza:

...le pareció ver los muros amarillentos del patio alzarse altísimos hacia el cielo de cristal, y sobre ellos, al otro lado, aún más altas, solitarias torres, murallones sesgados coronados de nieve, aéreas escarpas y fortines, que nunca había observado antes. Una luz clara de occidente los iluminaba aún y resplandecían misteriosamente con una impenetrable vida. Nunca se había dado cuenta Drogo de que la Fortaleza fuera tan complicada e inmensa. Vio una ventana (¿o una tronera?) abierta sobre el valle, a una altura casi increíble. Allá arriba debía de haber hombres que él no conocía, quizá también algún oficial como él, del que habría podido ser amigo. Vio sombras geométricas de abismos entre un bastión y otro, vio frágiles puentes colgados entre los tejados, extraños portones atrancados al ras de las murallas, viejos despeñaderos bloqueados, largas aristas curvadas por los años.
Vio, entre faroles y teas, sobre el fondo lívido del patio, soldados enormes y fieros desenvainar las bayonetas. Sobre la claridad de la nieve formaban filas negras e inmóviles, como de hierro. Eran bellísimos y estaban petrificados, mientras comenzaba a tocar una trompeta. Sus sonidos se ensanchaban por el aire vivos y brillantes, penetraban rectos en el corazón. (pp. 80-81)

La noche en la Fortaleza

La noche es un escenario recurrente en la novela en el que la percepción se agudiza, y la Fortaleza se despliega de una forma completamente diferente al día. Drogo está atento a los sonidos de la noche que delatan la vida oculta del cuartel y convierten a la Fortaleza en un lugar espectral y misterioso.

Incluso cuando los personajes se encuentran en las habitaciones interiores del cuartel, la noche es una presencia de la que todos son conscientes, como se observa en este pasaje: "Callaron. Fuera, en la noche, bajo la lluvia otoñal, caminaban los centinelas. El agua chaparreaba sobre las terrazas, gorgoteaba en las gárgolas, corría murallas abajo. Fuera la noche era cerrada, y Angustina tuvo un pequeño acceso de tos" (p. 71).

Estas descripciones cargadas de imágenes sensoriales dan paso a la percepción metafórica; además de una "visión", existe un "sentimiento" de la noche, que también está cargado de imágenes y figuraciones: "Pesaba ahora sobre la sala el sentimiento de la noche, cuando los miedos salen de los decrépitos muros y la infelicidad se vuelve dulce, cuando el alma bate orgullosas las alas sobre la humanidad dormida" (p. 72).

Las imágenes de la noche revelan también, en ocasiones, un paisaje fantástico que ejerce un hechizo poderoso sobre Drogo, como se observa en este pasaje: "A causa del frío los centinelas caminaban sin tregua y sus pasos rechinaban en la nieve helada. Una luna grande y blanquísima iluminaba el mundo. El fuerte, los peñascos, el valle pedregoso al norte estaban inundados de maravillosa luz, resplandecía hasta la cortina de nieblas que se estancaban en el último septentrión" (p. 87).

La ciudad

La ciudad es un espacio que, simbólicamente, se opone a la Fortaleza Bastiani. En este sentido, el narrador también describe la ciudad con nutridas imágenes sensoriales:

... detrás de sus palabras apareció ante sus camaradas la imagen de la lejana ciudad con sus edificios y sus inmensas iglesias, sus aéreas cúpulas, sus románticas avenidas a lo largo del río. A esa hora, pensaban, debía de haber una fina niebla y los faroles daban una tenue luz amarillenta; a esa hora negras parejas por las calles solitarias, gritos de cocheros ante las vidrieras iluminadas de la Ópera, ecos de violines y de risas, voces de mujer (desde los tétricos portones de las ricas casas), ventanas encendidas a increíble altura, entre el laberinto de los tejados; la fascinante ciudad con sus sueños de juventud, sus aún desconocidas aventuras. (p. 73)

Cuando la Fortaleza cobra importancia en la mente de Drogo, las imágenes de la ciudad comienzan a deslucirse: "Pasó por la mente de Drogo el recuerdo de su ciudad, una imagen pálida, calles fragorosas bajo la lluvia, estatuas de yeso, humedad de cuarteles, escuálidas campanas, caras cansadas y deshechas, tardes sin fin, cielos rasos sucios de polvo" (p. 82).

El clima y el paso del tiempo

El paso del tiempo y sus connotaciones metafísicas conforman uno de los principales temas de la novela. Por ello, el narrador describe con minuciosidad el paso del tiempo sobre la Fortaleza y las imágenes del clima marcan el ritmo del paso de las estaciones, como puede observarse en los siguientes pasajes:

Las terrazas de la Fortaleza estaban blancas, como el valle del sur y el desierto del septentrión. La nieve cubría totalmente las escarpas, había extendido un frágil marco a lo largo de las almenas, se precipitaba con pequeñas zambullidas desde los canalones, se desprendía de vez en cuando del costado de los precipicios, sin ninguna razón comprensible, y horribles masas retumbaban humeando en las torrenteras. No era la primera nieve, sino la tercera o la cuarta, y servía para indicar que habían pasado bastantes días. «Me parece que fue ayer cuando llegué a la Fortaleza», decía Drogo, y era exactamente así. Parecía ayer, pero el tiempo se había consumido lo mismo con su inmóvil ritmo, idéntico para todos los hombres, ni más lento para quien es feliz ni más veloz para los desventurados. (p. 77)

Las imágenes sensoriales del clima se suceden conforme los años de Drogo en la Fortaleza transcurren. Los inviernos se repiten, y el narrador observa esos cambios como indicadores de los ciclos naturales: "Había llegado repentinamente el invierno, una larga estación. Caería la nieve, primero cuatro o cinco centímetros; después, tras una pausa, una capa más gruesa, y después más y más veces, parecía imposible echar la cuenta..." (p. 161).

Tras el invierno, la primavera recibe un tratamiento análogo: "Las praderas son verdes y han nacido hace poco pequeñas flores de un presumible color blanco. También los árboles, como es debido, han echado hojas nuevas" (p. 168).

El desierto

La llanura que da su nombre a la novela es una presencia constante a lo largo de todo el relato. Como espacio misterioso y amenazante, los centinelas se pasan días enteros contemplando su extensión rocosa y monótona. A lo largo de toda la novela, las imágenes del desierto se suceden, como puede observarse en el siguiente pasaje:

Desde la Fortaleza sólo había podido ver un pequeño triángulo, por culpa de las montañas de delante. Ahora la podía divisar toda, en cambio, hasta los últimos límites del horizonte, donde se estancaba la habitual barrera de niebla. Era una especie de desierto, empedrado de rocas, con manchas aquí y allá de bajas matas polvorientas. A la derecha, al fondo de todo, una tira negra podía ser incluso un bosque. A los costados, la áspera cadena de montañas. Las había bellísimas, con inmensos murallones cortados a plomo y la cumbre blanca con la primera nieve otoñal. Pero nadie las miraba: todos, Drogo y los soldados, tendían instintivamente a mirar hacia el norte, a la desolada llanura, carente de sentido y misteriosa. (p. 100)