El camino

El camino Resumen y Análisis Capítulos 19-21

Resumen

Una mañana, el Tiñoso, el Mochuelo y el Moñigo juegan a la vera del río y discuten sobre las propiedades de los pájaros. En un momento, ven una culebra de agua y Germán, el Tiñoso, les dice que no deben dejarla subir por la cuesta porque puede atacarlos. El niño salta de piedra en piedra para intentar darle con un pedrusco, pero de pronto pisa mal y cae contra las rocas, golpeándose la cabeza. Roque y Daniel ven que su amigo ha perdido el conocimiento y tiene una herida grave en la nuca. Lo llevan a cuestas hasta lo de Quino, donde la Guindilla lo asiste, hasta que finalmente Esteban, el panadero, los lleva al pueblo.

En la casa del Tiñoso, Ricardo, el médico, anuncia que el niño tiene una fractura de cráneo y deben llevarlo de urgencias a la ciudad. Durante ocho horas, el niño se debate entre la vida y la muerte y, cuando llega la ambulancia de la ciudad trayendo a Tomás, el hermano del Tiñoso, su madre lo recibe con la noticia de que Germán ha muerto. Todos se lamentan y Daniel no se anima a llorar, a pesar de sus ganas, pues Roque vigila sus reacciones.

A continuación, Daniel acompaña a Roque a su casa y le cuentan a Paco que el Tiñoso ha muerto. El herrero, apesadumbrado, dice que los hombres se hacen y les ordena que beban vino. Los amigos, por consejo de Paco, encargan a la ciudad por teléfono una corona fúnebre para Germán, y en seguida regresan a la casa de su amigo, donde Rita, la madre de Germán, los recibe emocionada.

Daniel observa cómo los grandes preparan el cuerpo de Germán para el funeral y piensa que los adultos nunca se percatan del dolor de los niños. Su padre, sin ir más lejos, dice que la muerte de su amigo sirve como escarmiento para advertirlo de los peligros de las travesuras, pero Daniel entiende que los adultos suelen culpar a los niños sin darse cuenta de que ellos también cometen imprudencias, como sucedió durante la caza, cuando su padre lo lastimó.

Daniel pasa la noche en vela, al lado de su amigo muerto, y siente una revelación al comprender que la infancia no es eterna, como creía, y que todos los hombres acaban muriendo. Por la mañana, luego de pasar por su casa, ve un tordo, lo caza con el tirachinas y se lo guarda. Al llegar a la casa de Germán, decide depositar el pájaro muerto dentro del cajón fúnebre, al lado del cadáver de su amigo, en homenaje al amor del Tiñoso por los pájaros. Pero de pronto Tomás, el hermano de Germán, encuentra el tordo y pregunta alarmado quién lo ha metido allí. Daniel no se anima a confesar, por lo que todos empiezan a decir que es un milagro y que los pájaros han venido a morir con Germán.

En eso llega José, el cura, y todos le piden que confirme si es un milagro. El cura les dice que hará averiguaciones, pero sugiere que alguien debe haber introducido al pájaro allí, y mira sugerentemente a Daniel. Al salir de la casa, el cura se encuentra con el niño, le sonríe y festeja su ocurrencia con el tordo.

El día del entierro, Daniel siente angustia al pensar en su amigo Germán, en su próximo viaje a la ciudad y en cómo los hechos pasan a ser tan fácilmente recuerdos y no volverán a repetirse. Se siente oprimido por la sensación de que es imposible hacer retroceder el tiempo y de que jamás volverá a ver al Tiñoso. Mientras piensa en esto, siente en su bolsillo una moneda y planea ir a comprarse un dulce luego del entierro.

Al entrar al cementerio, Daniel observa la fosa donde enterrarán a su amigo y de pronto siente que su amiga, la Uca-uca, lo toma de la mano. El niño desearía poder llorar abrazándola, pero no se atreve. Entonces ve cómo el sacristán extiende una bolsa al lado del cajón y todos los presentes empiezan a arrojar allí monedas. Daniel aferra la moneda en su bolsillo y lo embarga una sensación de avaricia, pensando en el dulce que se comerá, pero luego siente culpa de hacerlo mientras su amigo Germán ya no puede disfrutarlo. Entonces, justo antes de que el sacristán se lleve la bolsa, Daniel le pide que espere y, mientras todos lo observan, arroja su moneda.

Al salir del cementerio, la Uca-uca lo espera en la puerta y caminan juntos de la mano. Daniel siente deseos de llorar pero se contiene porque delante suyo el Moñigo lo vigila para constatar que no lo haga.

Amanece en el valle y el narrador describe a Daniel en su cama, sin haber dormido en toda la noche, rememorando sin cesar la historia del valle. Daniel mira por la ventana y siente el deseo de fusionarse con la naturaleza, pues se siente parte del valle, mientras que, a la par, transita la angustia de tener que partir en menos de dos horas. Piensa que no le interesa el progreso y, en cambio, le interesa todo lo relacionado con el valle, pero que aún no tiene la autonomía suficiente para decidir su rumbo, pues la opinión de un niño de once años no tiene valor por sobre la de un adulto.

Daniel sabe que su padre, el quesero, está orgulloso de la vida que elige para su hijo. El día anterior, lo lleva a despedirse de la gente del pueblo y, al anunciar que partirá hacia la ciudad a estudiar, la gente le desea que se convierta en un hombre y llegue lejos. Al despedirse del cura José, este le dice que todos los hombres tienen un camino marcado en la vida, aunque se puede renegar de ese camino por ambición. Ante esto, Daniel piensa que él está renunciando a su camino por ambición de su padre y siente tristeza de pensar que, cuando vuelva, quizás el cura ya no esté vivo. Por último, decide no saludar a Roque porque sabe que su amigo irá a despedirlo a la estación para vigilar que sea un hombre y no llore.

Mientras cavila en su cama, Daniel escucha una voz afuera y, al asomarse por la ventana, encuentra a la Uca-uca, quien, como debe ir a buscar leche, no podrá despedirlo en la estación. Daniel siente un dolor profundo en el pecho y le dice adiós a su amiga. Ella le pregunta si se acordará de ella y Daniel, a pesar de su vergüenza, le pide que no deje que la Guindilla le quite las pecas. Se retira entonces de la ventana, porque no quiere que la Uca-uca lo vea llorar. Al empezar a vestirse, lo invade la sensación clara de que está tomando un camino distinto al que el señor le ha marcado y entonces, finalmente, se larga a llorar.


Análisis

En esta sección final, se cierra el aprendizaje de Daniel en el valle y el niño se prepara para partir a la ciudad. Luego de haber aprendido sobre experiencias elementales como la amistad, el amor, el origen de la vida y la maternidad, las diferencias sociales y la relación con los adultos, Daniel accede a una última experiencia traumática que marca una ruptura en su ilusión de niño y el final de la infancia: la muerte de su amigo Germán.

Durante la convalecencia de Germán, el estado de ánimo de Daniel y de sus vecinos vuelve a espejarse en la naturaleza, que asume un rol central y acompaña a los personajes. Una vez más, los sentimientos de Daniel se traducen transformando la fisonomía del valle: “De repente, el valle se había tornado gris y opaco a los ojos de Daniel, el Mochuelo. Y la luz del día se hizo pálida y macilenta”.

En medio del revuelo que el accidente de Germán genera en el pueblo, Daniel opera de espectador y observa con detenimiento cómo se comportan los adultos ante la tragedia. Esto lo lleva a reflexionar nuevamente sobre la actitud de los adultos sobre los niños e identifica que “Los grandes raramente se percatan del dolor acervo y sutil de los pequeños”. Así, mientras Daniel sufre el trauma de la muerte de su amigo, tanto Paco, el herrero, como su padre, deciden utilizar el suceso para impartir una lección, sin empatía. Paco les ordena a Daniel y a Roque que beban, porque son los sucesos como esos los que hacen a los hombres; el padre de Daniel usa la muerte de Germán como una excusa para infundirle miedo a las travesuras. Así, Daniel expresa nuevamente su disconformidad con el sistema de castigos y lecciones de los adultos y pone sobre el tapete su hipocresía: “Los mayores atribuían las desgracias a las imprudencias de los niños, olvidando que estas cosas son siempre designios de Dios y que los grandes también cometen, a veces, imprudencias”. Incluso se anima a cuestionar la autoridad de su padre, recordando que este también puso en peligro a su hijo cuando fueron a cazar.

Con la partida de su amigo, Daniel aprende sobre la muerte y la fragilidad de la vida. Sus ilusiones de niño se estrellan contra la realidad y se produce en él un crecimiento amargo e inevitable. La muerte del Tiñoso le hace notar que hasta ahora creía en la eternidad de la infancia, pero que la vida es falible: “Algo se marchitó de repente muy dentro de su ser: quizá la fe en la perennidad de la infancia. Advirtió que todos acabarían muriendo, los viejos y los niños (...). Vivir era ir muriendo día a día, poquito a poquito, inexorablemente”.

Este aprendizaje viene acompañado de una certeza angustiante sobre la irreversibilidad del tiempo, sobre el ritmo vertiginoso en que la vida avanza y sobre cómo también su vida está a punto de cambiar:

Le dolía que los hechos pasasen con esa facilidad a ser recuerdos; notar la sensación de que nada, nada de lo pasado, podría reproducirse. Era aquélla una sensación angustiosa de dependencia y sujeción. Le ponía nervioso la imposibilidad de dar marcha atrás en el reloj del tiempo y resignarse a saber que nadie volvería a hablarle, con la precisión y el conocimiento con que el Tiñoso lo hacía, de los rendajos y las perdices (...) Había de avenirse a no volver a oír jamás la voz de Germán, el Tiñoso; a admitir como un suceso vulgar y cotidiano que los huesos del Tiñoso se transformasen en cenizas junto a los huesos de un tordo...

Por lo tanto, la muerte de Germán se vuelve simbólicamente un cierre de la infancia, un antes y un después en la vida de Daniel: con el Tiñoso muere la infancia en el valle, las travesuras, las enseñanzas y los aprendizajes de la niñez, y nace una vida nueva marcada por la incertidumbre del futuro, que para Daniel tendrá lugar en la ciudad.

A pesar de la angustia, no se suspende el mandato de la hombría, que censura la sensibilidad y controla la conducta. Al contrario, el consejo de Paco, el herrero, es severo en este sentido: “los hombres se hacen; las montañas están hechas ya”, dice, sugiriendo que los hombres, para ser tales, deben experimentar todas las vivencias, entre ellas las muertes, y hace falta pasarlas y superarlas sin llorar. Del mismo modo, durante el entierro de su amigo Daniel siente un deseo irrefrenable de llorar pero se fuerza a no hacerlo, pues sabe que Roque está pendiente de controlar su hombría.

En el último capítulo, el narrador suspende por fin la historia del valle para retomar la escena en la que, desde su cama, reconstruye esa historia en su memoria. El niño observa desde la ventana la naturaleza del valle y explicita el deseo de unión con ella, lo cual hasta ahora había sido recurrente pero solamente en la voz del narrador, y no como un procedimiento consciente propiciado por el personaje: "Sintió entonces que la vitalidad del valle le penetraba desordenada e íntegra y que él entregaba la suya al valle en un vehemente deseo de fusión, de compenetración íntima y total. Se daban uno al otro en un enfervorizado anhelo de mutua protección, y Daniel, el Mochuelo, comprendía que dos cosas no deben separarse nunca cuando han logrado hacerse la una al modo y medida de la otra". En esa comunión con la naturaleza, Daniel esboza la idea de que su camino está en ese valle y no en la ciudad.

Daniel se lamenta por tener que irse y piensa que a él no le interesa el progreso, sino todo lo relacionado con el valle, es decir, todo lo que ha construido hasta ahora la novela de Delibes, esto es, la historia del lugar. Es decir, la novela es todo aquello que Daniel quiere resguardar y poner en valor, en oposición a la ciudad, que es lo que el mandato paterno exalta. Esto da pie para que Daniel piense en la injusticia de la vida, que somete el deseo de un niño al mandato de un adulto. El niño es consciente de que no tiene aún la autonomía ni la capacidad de decisión para elegir su camino, y debe plegarse a lo que su padre elija para él: “La vida era el peor tirano conocido. Cuando la vida le agarra a uno, sobra todo poder de decisión. En cambio, él todavía estaba en condiciones de decidir, pero como solamente tenía once años, era su padre quien decidía por él. ¿Por qué, Señor, por qué el mundo se organizaba tan rematadamente mal?”.

En este sentido, se opera en Daniel un aprendizaje que remite nuevamente al título de la novela. Daniel comprende que la ambición de su padre lo lleva a elegir un camino de vida que es distinto al que el Señor ha señalado para él. Para Daniel, su camino está en el valle y no en el progreso de la ciudad, pero es incapaz de elegir aquel camino pues no tiene la edad suficiente. Sin embargo, la certeza de que podría existir un camino alternativo marca un nuevo aprendizaje en él: el cuestionamiento del mandato.

Significativamente, la novela se cierra con el llanto de Daniel. Hasta ahora venía conteniéndose, censurado por la mirada inquisidora del Moñigo y la exigencia de ser un hombre. Pero en la intimidad de su cuarto, y luego de despedirse de la Uca-uca, el protagonista llora. En esta escena final, Daniel, el Mochuelo, marca su distanciamiento respecto de los mandatos que lo oprimen y esboza el camino de su autonomía: por un lado, se ha atrevido a cuestionar el plan de su padre, al comprender que su camino no está en la ciudad; por otro, cuestiona el mandato de hombría y se permite, por fin, llorar. Con el llanto, se cierra la infancia de Daniel y su vida en el valle, y con ellas, la novela.