El camino

El camino Resumen y Análisis Capítulos 1-4

Resumen

La novela se inicia con las reflexiones de Daniel, un chico de once años que una noche da vueltas en la cama sin poder dormir, pensando en que al día siguiente abandonará su pueblo natal para ir a la ciudad a estudiar en el Bachillerato. El niño está triste y muy nervioso por su partida, que fue planificada por su padre, pues este estima que estudiar en la ciudad será para el niño el primer paso para tomar el camino del progreso. Daniel sabe que eso es lo que sucedió, por ejemplo, con Ramón, el hijo del boticario de su pueblo, que estudia para abogado en la ciudad y durante sus visitas al pueblo se muestra altanero con quienes antes fueron sus vecinos.

Daniel descree de las ventajas que su padre dice que tiene la ciudad por sobre el campo, pues le parece una inutilidad dedicarse al estudio durante tantos años de su vida. Piensa entonces en su amigo Roque, el Moñigo, que si bien es dos años más grande que él ha permanecido en el pueblo, pues su padre, Paco, el herrero, se ha contentado con que se dedique a la herrería. Daniel admira la fuerza de Paco, pues considera que de eso se trata ser un hombre, al contrario del aspecto pálido y débil que tiene Ramón, el hijo del boticario. Piensa entonces que si de eso se trata el progreso, él no quiere progresar y prefiere dedicarse a las tareas y los oficios que exige el valle donde vive, como la quesería, la caza y la pesca. Su madre, en cambio, defiende la idea del padre de enviarlo a la ciudad para salir de la pobreza en la que viven y para llegar a ser algo en la vida, más allá del trabajo en el campo. Daniel opina que no quiere ser grande ni progresar, pero no se atreve a rebelarse.

Daniel reconstruye una conversación que escuchó seis años atrás entre sus padres. En ella él decide rotundamente mandar a Daniel a la ciudad cuando cumpla once años, a pesar del lamento de su madre, disconforme con la idea de separarse de su único hijo, más aún después de haberse enterado de que quedó estéril luego del aborto. Daniel comprende que entonces no sabía qué significaba ser estéril, pero lo aprendió gracias a su amigo Roque, el Moñigo.

Roque es hijo de Paco, el herrero, y su madre ha muerto durante el parto. Su hermana, Sara, es conocida por su mal carácter y crueldad. Una tarde, Daniel va a buscar a su amigo a su casa y escucha cómo Sara castiga a su hermano y lo amenaza, infundiéndole miedos. Sin embargo, Roque confiesa que no le teme a Sara y desde entonces Daniel admira su hombría. Esta también se hace patente en la fuerza y la osadía de Roque, que frecuentemente inicia peleas con muchachos del valle y siempre sale victorioso. Los padres de Daniel y la gente del pueblo, como el cura José, el maestro don Moisés y la Guindilla mayor, no creen que Roque sea una buena influencia para Daniel, e incluso repudian a Paco, el herrero, tratándolo de vago y borracho. Sin embargo, Daniel justifica y defiende a su amigo.

Daniel reconstruye con melancolía sus andanzas en el pueblo y las tardes que pasa contemplando la naturaleza del valle junto a su amigo Roque. A pesar de las críticas que la gente le hace al pueblo, como el individualismo y el egoísmo, Daniel encuentra razones para justificar esos vicios y admira igualmente la forma de vida que hay allí.

Asimismo, el niño recupera la historia de su nombre y su apodo. Su padre, el quesero del pueblo, elige bautizarlo Daniel en homenaje al profeta que fue encerrado en una jaula con diez leones pero, como llevaba en sus ojos el poder de Dios, logró evitar que los leones lo atacaran. Sin embargo, al ir creciendo, su padre se distancia de él, pues entiende que ya puede aprender cosas por sí solo, y se torna hosco y malhumorado, pues su preocupación principal es ahorrar para que Daniel pueda ir a la ciudad a progresar y liberarse. Entonces Daniel empieza a ir a la escuela y a juntarse con el Moñigo. En la escuela, el nombre que su padre le dio es reemplazado por el apodo que le da su amigo Germán, el Tiñoso: lo llama “Mochuelo”, por el parecido que tiene con ese pájaro en su modo de mirar las cosas con cierto susto.

Análisis

El camino se inicia con el relato de cómo Daniel, previo a su partida a la ciudad, da vueltas en la cama sin poder dormir, aquejado por el recuerdo de todo lo que ha vivido en ese valle que debe abandonar. En este sentido, la novela se desarrolla en dos tiempos: por un lado, el tiempo presente de Daniel, en que repasa sus memorias desde la cama, y el tiempo pasado donde transcurren esos sucesos recordados.

El texto está narrado por un narrador omnisciente que suele estar enfocado en Daniel. Si bien en algunos momentos abandona esa focalización para narrar algunos sucesos del valle en los que Daniel no participó, el narrador suele identificarse con el protagonista y narra desde su punto de vista. El relato muestra ciertas marcas valorativas mediante las que el narrador toma partido por él y busca la complicidad del lector: explica su comportamiento, sus sensaciones, sus pensamientos y, muchas veces, justifica sus acciones, en casos en los que otros personajes las han puesto en tela de juicio.

Se trata de una novela de iniciación en la medida en que en ella se experimenta cómo Daniel va abandonando la infancia y el mundo fascinante donde esta se desarrolló para enfrentar el comienzo de una vida nueva, de responsabilidades y desafíos. En la novela, Daniel reconstruye distintos hitos importantes de su vida en el valle y las distintas enseñanzas que esas vivencias le dejan, y hacia el final ya no es el mismo que al comienzo.

En estos primeros capítulos, se presentan varios de los temas que vertebran la novela. En primer lugar, se expone la pobreza en la que viven Daniel y su familia, lo que motoriza al quesero a ahorrar para poder darle a su hijo una vida mejor que la que él tuvo. De ahí su idea de enviar a Daniel a la ciudad, con el objetivo de que progrese estudiando en el Bachillerato. Así se configura la oposición entre el campo y la ciudad que recorre todo El camino: mientras que en el campo la vida es humilde y dedicada a los trabajos forzados del campo, en la ciudad parece encontrarse el camino hacia el progreso económico, el conocimiento, el refinamiento e incluso la riqueza. Un ejemplo de ello es Ramón, el hijo del boticario, que impresiona a los vecinos del valle cuando regresa ostentando elegancia y sabiduría.

Sin embargo, Daniel no está convencido con la idea que sus padres tienen sobre el progreso. El disparador que desencadena la novela es, de hecho, la contradicción entre lo que enuncia el mandato paterno y la voluntad del niño, que empieza a notar que sus ideas pueden diferir de la de sus padres. Se establece entonces desde este mandato un motivo que articula toda la novela, ya desde su título, y será desarrollado en capítulos subsiguientes: el motivo del camino de la vida.

El camino que los padres eligen para Daniel tiene que ver con la idea de ser algo en la vida y forjar una identidad distinta a la que el campo obliga, dando más valor a un estilo de vida de ciudad que al que ofrece el campo: “Bien sabes lo que a tu padre le ha costado esto. Somos pobres. Pero tu padre quiere que seas algo en la vida. No quiere que trabajes y padezcas como él. Tú -le miró un momento como enajenada- puedes ser algo grande, algo muy grande en la vida, Danielín”. Del mismo modo, en la conversación que Daniel escucha a hurtadillas, escucha que su padre dice: “No pasará la vida amarrado a este banco como un esclavo. Bueno, como un esclavo y como yo”. Se pone en evidencia así la fuerte carga que tiene la pobreza para esta familia y la esperanza en prosperar, depositada en su totalidad sobre el hijo único.

Pero como se dijo, Daniel no está conforme con la idea que sus padres pregonan y desenmascara las intenciones ocultas de su padre, al percibir que aquel está intentando vivir a través de su hijo lo que no pudo lograr en su vida, es decir, vivir una vida grande, de éxitos: “Lo que su padre no logró haber sido quería ahora serlo en él. Cuestión de capricho. Los mayores tenían, a veces, caprichos más tozudos y absurdos que los de los niños”. Por eso, aunque no se atreve a decírselo a sus padres, en su noche de insomnio en la cama Daniel piensa que aquello que su padre quiere puede diferir de lo que él desea para su vida. Difiere también de la dicotomía entre el campo y la ciudad trazada por sus padres, en la medida en que resalta valores del campo que no están presentes en la ciudad.

Es lo que sucede, por ejemplo, cuando presenta a Paco, el herrero, y a su hijo, Roque. Pues si para el quesero el saber y la elegancia de Ramón, el hijo del boticario, son valores a destacar, para Daniel hay mucho más mérito en la demostración de fuerza y hombría que ostenta Paco, entregado a las tareas del campo. Daniel identifica que Paco no se preocupó por el progreso de su hijo Roque y se contentó con que él desarrollara las mismas tareas en la herrería y aprendiera el uso de la fuerza. Roque, por su parte, será para Daniel el portavoz de los valores de hombría y virilidad, un tema que también será fundamental en toda la novela. El niño acatará en gran medida ese mandato de hombría impartido por su amigo, pero también es cierto que irá encontrando la forma de desviarse del mismo.

En este cruce entre lo que Daniel y sus padres sostienen, el narrador tomará partido por Daniel, como ya se dijo, identificándose con su mirada. Así, por ejemplo, contribuye en gran medida a construir una imagen idealizada del valle y a justificar muchos de los vicios y pecados que la gente del pueblo sí señala. Defiende a Paco y a Roque, a pesar de sus actitudes violentas en los bares y romerías, e interpreta esa agresividad como un valor que da cuenta de hombría y valentía. Del mismo modo, al describir el pueblo, el narrador reproduce la mirada del niño, que enaltece el campo: “A un pueblo lo hacían sus hombres y su historia. Y Daniel, el Mochuelo, sabía que por aquellas calles cubiertas de pastosas boñigas y por las casas que las flanqueaban, pasaron hombres honorables, que hoy eran sombras, pero que dieron al pueblo y al valle un sentido, una armonía, unas costumbres, un ritmo, un modo propio y peculiar de vivir”. Se evidencia que la mirada de Daniel está teñida por un alto grado de subjetividad y afectividad, lo que lo lleva a justificar incluso los vicios que allí se evidencian: “¿Que la Guindilla mayor y el Cuco, el factor, no eran discretos? Bien. En ningún cuerpo falta un lunar”. Mediante este tono coloquial, propio de la oralidad, y muy usual en Delibes, el narrador se involucra afectivamente con lo que Daniel piensa y da su consentimiento, dando a entender que considera lógico ese pensamiento.

Por otra parte, estos primeros capítulos introducen el escenario del valle y la naturaleza. La novela está ambientada en la España rural de la posguerra y, aunque no hay referencias geográficas explícitas, la crítica identifica el espacio con Cantabria, particularmente con Molledo, pueblo natal del padre de Delibes, donde él pasaba sus vacaciones durante la infancia. En este sentido, la representación de la naturaleza, del espacio campestre y de las actividades que allí se llevan a cabo es también muy habitual en la obra de Miguel Delibes. Parte de la idealización que Daniel, el Mochuelo, hace del campo se centra en la descripción romántica del paisaje. Por eso es que parte de su lamento de partir tiene que ver con perderse esa naturaleza: “Habrían de pasar tres meses sin ver aquel hilo fosforescente y sin oír los movimientos quedos de su madre (...), sin respirar aquella atmósfera densa, que se adentraba ahora por la ventana abierta, hecha de aromas de heno recién segado y de resecas boñigas.”.

Por último, esta sección introduce un elemento importante en torno al nombre de Daniel, que echa luz sobre la construcción de la identidad del niño que se dirime en la novela: en la superposición que se da entre el nombre “Daniel” y el apodo “Mochuelo” se condensa la tensión entre el mandato paterno y la impronta de sus amigos, entre el camino de grandeza que sus padres señalan y el camino alternativo, asociado a la vida en el campo. Para el quesero, el nombre que le da a su hijo es símbolo de la grandeza que espera de él: su destino ha de ser poderoso como el del profeta Daniel, que con su poder divino, situado en los ojos, sería capaz de vencer hasta a los leones. Pero ese destino grandilocuente queda decepcionado burlonamente cuando sus amigos lo apodan “Mochuelo”, motivados también por un rasgo de los ojos del niño, pero no justamente su valentía sino su apariencia asustada. De esta manera, el nombre del niño, que el narrador suele recuperar completo (“Daniel, el Mochuelo”), se convierte en símbolo de esa convivencia entre dos identidades cruzadas sobre las que el niño está aprendiendo a situarse.

En relación con los nombres también, cabe destacar que en la novela los nombres tienen un papel relevante. Por un lado, el modo en que el narrador menciona a los vecinos del valle, recuperando los recuerdos de Daniel, da cuenta de un alto grado de cercanía con esos personajes: al llamarlos por sus epítetos y apodos (“Pancho, el Sindiós”, las “Lepóridas”, las “Guindillas”), el narrador evita una narración objetiva, distante, y se involucra afectivamente con aquello que narra. Por otro lado, los apodos condensarán cualidades importantes de cada persona y, muchas veces, señalarán los roles que asumen los personajes en la novela.