Divinas palabras

Divinas palabras Resumen y Análisis Jornada Primera, Escenas I-II

Resumen

Escena primera

La primera escena de la obra está situada en la iglesia de San Clemente, una aldea de Galicia. Allí, Pedro Gailo, sacristán de la iglesia, se está quejando de los vagabundos que están echados a un costado de la carretera haciendo nada. Estos son Lucero, Poca Pena, el bebé de ambos, y Coimbra, el perro de Lucero.

Lucero le dice a Poca Pena que deberían dejar al bebé abandonado en algún pueblo. Poca Pena lo acusa de ser mal padre, pero él se defiende diciendo que para el bebé sería mejor no tenerlo a él como padre, y luego la golpea. Pedro Gailo se entromete, y les dice que deberían no estar dando malos ejemplos frente a la casa de Dios. Lucero, entonces, le responde que Dios hace años que a él no le presta atención, y que además él es amigo del Diablo.

En ese momento, entran en escena varias ancianas pobres. Una de ellas tira de un carromato en el que va un enano hidrocéfalo. Es La Reina, y el enano es su hijo. La Reina le dice a su hermano, Pedro Gailo, que se siente muy enferma, pronta a morir. Mientras tanto, Coimbra baila en dos patas. Lucero afirma que Coimbra tiene un pacto con Satanás. Vuelve a discutir con Pedro Gailo. Entonces, Lucero le pregunta a Coimbra si la mujer de Pedro Gailo le es infiel a este. Coimbra, a través de un baile, responde afirmativamente.

Luego, Lucero se aleja junto a Poca Pena, quien le dice que lo va a dejar. Él replica que no le importa, aunque Poca Pena le recuerda que una vez llegó a matar a alguien por ella.

Escena segunda

Esta escena sucede en la carretera, bajo unos árboles. Allí, Juana La Reina pide limosnas junto a su hijo enfermo, que siempre está en el carromato. Aparece La Tatula, otra vieja mendiga. Le aconseja que vaya al hospital, ya que la ve muy enferma. En ese momento, La Reina comienza a sentir que se muere.

A lo lejos aparece Miguelín El Padronés, un delincuente de poca monta. Le piden ayuda, pero él se niega. Luego este le pregunta a su amigo, el Compadre Miau (quien hasta la anterior escena era Lucero), si se acercan a ayudar o no. Cuando finalmente se acercan, La Reina ya está muerta. El Compadre Miau le dice a La Tatula que es su deber llevar la noticia a los familiares, y que si llaman a declarar no lo nombre, por las dudas. Cuando La Tatula se va, Miguelín roba del carromato la bolsita que contiene el dinero que La Reina obtuvo pidiendo limosnas.

Análisis

Para comenzar el análisis específico de Divinas palabras, primero debemos detenernos en la relación que Valle-Inclán mantuvo con el realismo durante todo el desarrollo de su obra. El realismo era la corriente literaria dominante en España desde mediados del siglo XIX. Se proponía representar la realidad de la manera más fiel posible, cual si fuera una copia. Para Valle-Inclán, esta corriente era deficiente, ya que no implicaba ningún tipo de interpretación activa, sino una labor rutinaria, pasiva, en la que el artista no involucraba su subjetividad, su experimentación, sino que nada más copiaba (o intentaba copiar) lo que percibía.

El esperpento fue creado así por Valle-Inclán para oponerse al Realismo. Tenía como propuesta esencial deformar la realidad y construirla a partir de la propia subjetividad y percepción. Divinas palabras forma parte del “ciclo mítico” del autor, un conjunto de obras esperpénticas en el que el autor se propuso construir, precisamente, una Galicia mítica, que no pretendiera ser un reflejo de la realidad de la vida en la zona, sino una deformación nacida desde su propia subjetividad.

Hecha esta introducción, podemos comenzar a adentrarnos en las características particulares de Divinas palabras, y lo haremos analizando un elemento en el que, justamente, la oposición al realismo aparece con total claridad: el uso de las didascalias. Esencialmente, las didascalias son anotaciones que acompañan los diálogos y tienen la función de describir tanto la escenografía de la obra como las acciones de los actores. Brindan detalles que no podría percibir aquel que lee la obra, en lugar de verla representada. Las didascalias también funcionan como guía del autor para aquel que pretende poner la obra en escena (los directores, los escenógrafos).

Sin embargo, en Divinas palabras, las didascalias van mucho más allá de su uso corriente. Incluso se puede afirmar que, en gran medida, invierten tal uso, ya que la mayor parte consiste en descripciones imposibles de ver en escena por su minuciosidad, o ni siquiera describen algo que está sucediendo en el momento presente de la escena, o simplemente son acotaciones poéticas. En Divinas palabras, las didascalias son fundamentales no solo para presentar lo que está sucediendo sobre el escenario, sino para construir el ambiente general de la época, la psicología de los personajes, el tono grotesco de la obra:

Pedro Gailo se pasa la mano por la frente, y los cuatro pelos quédanle de punta. Sus ojos con estrabismo miran hacia la carretera donde hacen huelga dos farandules, pareja de hombre y mujer con un niño pequeño, flor de su mancebía. El hombre, gorra de visera, la guitarra en la funda, y el perro sabio sujeto de un rojo cordón mugriento (…). A esta mujer la conocen con diversos nombres y, según cambian las tierras, es Julia, Rosina, Matilde, Pepa la Morena. El nombre del farandul es otro enigma, pero la mujer le dice Lucero (pp. 13-14).

Excepto que la puesta exagere el tamaño de los cuatro pelos de Pedro Gailo, la imagen descrita es tan minuciosa que parece casi imposible que los espectadores puedan percibirla. Lo mismo sucede con los ojos estrábicos del sacristán. Por otro lado, el niño pequeño es descrito de un modo sumamente poético: “flor de su mancebía”, metáfora solemne que genera un efecto cómico y grotesco, ya que contrasta con la horrible relación de sus padres, los “farandules”. Además ¿cómo podrán apreciar los espectadores que el perro sea “sabio”? ¿De qué sirve saber que la mujer tiene diferentes nombres de acuerdo a la tierra en la que está si, después de esta primera escena, no va a aparecer más en la obra?

En Divinas palabras, como en todo su llamado “ciclo mítico”, Valle-Inclán construye el ambiente de la zona rural de Galicia de fines del siglo XIX y comienzos del XX a su manera, desde su óptica personal, sin intentar copiar la realidad. Las costumbres gallegas, sus personajes y sus creencias son explorados desde los sentidos, desde lo que se ve y también desde lo que no se ve pero se puede expresar a través de lo poético, a través la narración de un pasado que no se puede conocer en escena, a través de descripciones de lo que sucede en el interior de los personajes, a través de exageraciones que no se corresponden con la realidad pero que intentan captar su espíritu (como se ve, claramente, en la primera escena con el baile de Coimbra, descrito en una delirante didascalia). En definitiva, las didascalias son el espacio en donde Valle-Inclán puede ir más allá de lo que están diciendo o haciendo sus personajes, más allá de lo real, y expandir a sus anchas, desde su propia percepción, el mundo de su obra.

A esta posición estética del autor hay que sumarle otro punto fundamental para explicar el uso particular y vanguardista de las didascalias: Valle-Inclán escribió una obra pensando más en su lectura que en su representación teatral (aunque luego, paradójicamente, Divinas palabras terminó siendo representada en más de 20 países).

Yendo al inicio de la trama, no es casual que Divinas palabras, una obra que tendrá como temas centrales varios de los pecados capitales, comience a las afueras de una iglesia. Dentro de la importante tradición católica española, la zona de Galicia, en donde se encuentra el camino de Santiago, es importantísima. La iglesia y sus representantes, por ende, también lo son. Ahora bien, Pedro Gailo (primer personaje en aparecer en escena) es descrito en las didascalias como un viejo decrépito, desprolijo, sucio y un tanto loco. Es decir, no es presentado como un personaje honorable que representa las santas costumbres gallegas, sino todo lo contrario. Aquí hay dos puntos que se deben tener en cuenta. En primero lugar, laobra está situada entre fines del siglo XIX y principios del XX, momento en el que la iglesia española se encuentra en profunda crisis debido a la decadencia de la monarquía y a su rechazo absoluto al mundo moderno, a las nuevas ideas. Pedro Gailo detesta a esos “farandules” porque los ve como ejemplares de ese mundo moderno, sin orden ni respeto ni ley. Por otro lado, en toda su obra, Valle-Inclán muestra un absoluto desprecio por la hipocresía de los representantes de la iglesia (esa hipocresía se ve con total claridad más adelante, cuando Pedro Gailo intenta tener relaciones sexuales con su hija).

Sin embargo, Pedro Gailo no es “el villano” de la obra. Está presentado como un ser detestable pero, en realidad, todos los personajes de Divinas palabras lo son. Los farandules, personajes que se oponen radicalmente al sacristán, también son seres miserables: Lucero pretende abandonar a su hijo por ahí, le pega a Poca Pena, se dice que asesinó a alguien; Poca Pena va cambiando de nombre de acuerdo a la tierra que pisa, lo que implica que se dedica a la “mala vida” (delincuencia, prostitución); La Reina utiliza a su hijo deforme para ganar más limosnas; Miguelín el Padronés se resiste a ayudar a una persona moribunda y después le roba las limosnas que esta obtuvo en sus últimos momentos de vida. Como todas las obras del ciclo mítico, Divinas palabras representa esperpénticamente la realidad de Galicia brindando una óptica pesimista, absolutamente decadente: gente sumida en la pobreza, ignorancia, delincuencia, pecado.

Respecto a los temas fundamentales que ya aparecen en estas dos primeras escenas, tenemos por un lado la oposición entre la fe católica y el paganismo. La fe católica es representada por Pedro Gailo, mientras que el representante del paganismo será Lucero (también llamado Compadre Miau y Séptimo Miau), quien se reconoce amigo del diablo y tiene un perro capaz de bailar de manera macabra, así como de profetizar el engaño de la mujer del cura y la muerte del hijo de la Reina. Pedro Gailo, pese a ser una persona desagradable y con modales brutos, se caracteriza por tener algo de cultura. Ha estudiado, conoce el idioma latín, las “divinas palabras”, y eso lo hace formar parte de la Iglesia Católica. Lucero, en contraposición, solo tiene el saber de las calles, el del delincuente. Eso lo conecta con el conocimiento popular del paganismo. Lo pagano tuvo una fuerza muy grande en España (y toda Europa) durante la Edad Media, cuando todo lo que no era Católico era condenado como hechicería y debía cultivarse en secreto. Ya a finales del siglo XIX, la iglesia no tiene ese poder condenatorio, y Lucero puede decir abiertamente, frente al sacristán, que es amigo del diablo, así como lucir las dotes profanas de Coimbra, su perro. La oposición (y la convivencia) entre la fe católica y el paganismo, en definitiva, es una característica que Valle-Inclán remarca (y sobre la cual, por supuesto, ironiza) de la zona de Galicia, en donde los saberes populares (paganos) tienen tanta preponderancia como los saberes cultos (religiosos).

Por otro lado, en la segunda escena aparece el tema de la avaricia, uno de los pecados capitales que será central durante el desarrollo de toda la obra. La Reina utiliza a su hijo, aprovechándose de su enfermedad, para ganar más limosna. Miguelín roba las limosnas cuando La Reina muere, y no quiere compartir nada de su botín con El Compadre Miau, quien amenaza con matarlo por eso, pese a ser su gran amigo. Es importante destacar que la crítica a la avaricia atraviesa toda la obra de Valle-Inclán, quien ve incrustada esta cualidad negativa en la idiosincrasia del ser español contemporáneo, sobre todo en el gallego. Luces de bohemia y Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte son dos obras en donde el tema de la avaricia también es fundamental.