Divinas palabras

Divinas palabras Temas

La fe católica vs. el paganismo

Este tema aparece en la obra desde la escena primera de la primera jornada hasta la escena última de Divinas palabras. En la obra, cada una de las creencias tiene un representante: Pedro Gailo, el sacristán, es el personaje que representa a la fe católica; Lucero (que luego se llamará El Compadre Miau y Séptimo Miau) representa el paganismo. El sacristán, pese a ser una persona desagradable y con modales brutos, se caracteriza por tener algo de cultura. Ha estudiado, conoce el idioma latín, las “divinas palabras” que conforman el libro santo, la Biblia, y eso lo vuelve parte de la Iglesia Católica. Lucero, en contraposición, tiene el saber de las calles, el del delincuente. Eso lo conecta con el conocimiento popular del paganismo. El paganismo tuvo una fuerza muy grande en España (y toda Europa) durante la Edad Media, cuando todo lo que no era católico era condenado como hechicería, y debía cultivarse en secreto.

Ahora bien, más allá de esta oposición, el resto de los personajes cree tanto en la fe católica como en las supersticiones paganas. Mari-Gaila, por ejemplo, intenta descubrir qué significa el 7 de espadas, y se basa en sus supersticiones, así como también le reza a Dios por La Reina y El Idiota cuando estos mueren. La Tatula afirma que si el hijo de La Reina padece hidrocefalia es porque Dios así lo dispuso, pero convence a Mari-Gaila de que fueron los naipes los que, ya hace tiempo, dispusieron que ella habría de tener un amorío con Séptimo Miau.

Es importante destacar que, si bien en la obra se ridiculiza esta ambivalencia de los personajes, y se muestra este pasaje caprichoso y repentino de la fe católica al paganismo y viceversa como una muestra más de su ignorancia, también aparecen elementos que le dan validez a ambas creencias. El Cabrío (el diablo) aparece como personaje y tiene el poder hace volar por los aires a Mari-Gaila con su carromato, así como, sobre el final, aparece la cabeza del Idiota flotando como un ángel. La obra no postula que en la fe católica esté la verdad, ni tampoco en el paganismo. Los personajes creen en ambas cosas y, por lo tanto, ambas son reales. Divinas palabras, como todas las obras del “ciclo mítico”, no postula una verdad realista, sino que construye, a través de la exageración y la deformación, una posible realidad que nace de las creencias y el modo de vivir de sus personajes.

En relación con este punto, la crítica ha encontrado en el “ciclo mítico” de Valle-Inclán un adelanto del realismo mágico, corriente literaria que, décadas después, sería protagonista de la escena literaria latinoamericana, y que se destacaría, precisamente, por postular como reales las supersticiones populares.

La avaricia

Se trata de uno de los pecados capitales, que la obra aborda como una característica fundamental de sus personajes. Si bien es cierto que en Divinas palabras todos los personajes son pobres y, por lo tanto, se podría considerar que su apego al dinero proviene de la necesidad, en varias escenas Valle-Inclán demuestra que, en realidad, sus personajes son avaros más allá de su condición social. Una cuestión clave al respecto es que los personajes no utilizan el dinero para cubrir sus necesidades básicas sino para beber aguardiente y satisfacer deseos personales que se imponen sobre cualquier situación de necesidad real.

Ejemplo de esta avaricia es que, cuando muere La Reina, dejando huérfano a su hijo, Miguelín El Padronés le roba la bolsa de limosnas del carromato sin importarle la situación trágica. Luego, el Compadre Miau, en lugar de reprenderlo por esa acción, le pide que comparta el botín con él, bajo amenaza de acuchillarlo. Otro ejemplo, fundamental para la trama: el Alcalde dictaminó una medida justa para que tanto Marica del Reino como Mari-Gaila tengan custodia del carromato. A ellas no les importa El Idiota, cubrir sus necesidades como enfermo, sino la ganancia que les puede dar utilizándolo para pedir limosna. Pero, además, Mari-Gaila viola la medida del Alcalde y se queda con el carromato más tiempo del que le corresponde para sacarle aun más provecho, sin importarle la necesidad de Marica del Reino.

Es importante destacar que la crítica a la avaricia atraviesa toda la obra de Valle-Inclán, quien ve incrustada esta cualidad negativa en la idiosincrasia del ser español contemporáneo, sobre todo del gallego. Luces de bohemia y Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte son dos obras en las que este tema también es fundamental.

La lujuria y la mujer

De todos los pecados capitales que la obra aborda como temas, la lujuria es, sin dudas, el más preponderante. Es fundamental en la construcción de la trama. La relación entre Mari-Gaila y Séptimo Miau se basa en el deseo lujurioso de tener encuentros carnales, y el castigo popular de la escena última es un castigo a la lujuria.

Ahora bien, ¿la obra construye a Mari-Gaila como el único personaje lujurioso? Por supuesto, la respuesta es no. La lujuria está presente en varios personajes, en diferentes situaciones. La frase bíblica con la que Pedro Gailo detiene el castigo popular es totalmente atinada (más allá de que el pueblo no se detenga por el contenido, sino por el uso del latín). Nadie está libre de pecado como para tirar la primera piedra, es decir, para acusar a Mari-Gaila de pecadora.

La lujuria aparece en El Ciego de Gondar, quien constantemente quiere tocar a Mari-Gaila; aparece de manera obscena en Pedro Gailo cuando, después de afirmar que debe matar a su mujer por lujuriosa e infiel, intenta tener relaciones con su hija; aparece en el pueblo que hace bailar semidesnuda a Mari-Gaila; aparece, por supuesto, en Séptimo Miau. Pero, como dice “una moza” del pueblo, “El hombre hace lo suyo propio. En las mujeres está el miramiento” (p. 127). De todos los personajes lujuriosos, Mari-Gaila es la única mujer. El castigo popular a la lujuria recae solamente sobre ella por su condición de género. En ese castigo popular, Valle-Inclán evidencia no solo la hipocresía de la sociedad gallega de la época, sino también la profunda misoginia que forma parte constitutiva de su idiosincrasia.

La pobreza

Si algo está presente en cada una de las escenas de Divinas palabras es la pobreza. Todos los personajes son pobres. Ni siquiera el sacristán, el único personaje que tiene un trabajo, se salva de la pobreza: su mujer es mendiga y la pareja carece de dinero para, por ejemplo, enterrar el cadáver del Idiota. Pero además de los personajes, también todos los escenarios están atravesados por una pobreza extrema, que Valle-Inclán describe con lujo de detalles: “La vecina entra en su casa a mirar por la lumbre. Pica en el umbral una clueca con pollos, y tres críos, sucios, que enseñan las carnes, se desayunan sobre una higuera” (p. 52).

La didascalia citada, por ejemplo, está dedicada enteramente a mostrar la pobreza de la sociedad. No tiene otra función. Lo que hace La Vecina de Marica del Reino carece de relevancia alguna para la trama, así como la información de dónde vive o cómo viven ella y sus hijos. Si Valle-Inclán se detiene a detallar este tipo de escenarios, irrelevantes para la trama, es porque evidenciar la pobreza de la zona gallega de su época sí le resulta relevante.

A finales del siglo XIX, comienzos del siglo XX (época en la que se sitúa la obra), España atravesaba una profunda crisis económica debido al fracaso del desarrollo industrial. Galicia, en particular, era una de las zonas más atrasadas en términos de desarrollo y, por lo tanto, más empobrecidas. La mendicidad con niños y la prostitución eran parte del paisaje gallego. En Divinas palabras, Valle-Inclán, señala este problema social y pone el foco sobre la marginalidad y sus consecuencias cotidianas. Lo hace exagerando esperpénticamente sus miserias, sin brindar ningún atisbo de optimismo o solución,

La misoginia y el sometimiento a la mujer

La misoginia aparece en Divinas palabras como una de las principales características negativas de los personajes y, por ende, de la sociedad gallega de su tiempo.

Este tema atraviesa la obra desde el principio hasta el final. De hecho, en la primera escena Lucero le pega una cachetada a Poca Pena porque no tolera que ella le discuta, y en el final, el pueblo humilla a Mari-Gaila por haber tenido relaciones sexuales extramaritales, mientras que a Séptimo Miau lo dejan irse en paz.

Es importante destacar que Valle-Inclán escribe esta obra en la primera década del siglo XX, época en la que el sometimiento a la mujer está totalmente naturalizado. El feminismo recién está en sus inicios, y esos inicios no se sitúan, precisamente, en España. Sin embargo, Valle-Inclán, gracias a su mirada precisa, a su escritura que no teme involucrarse en temas conflictivos, logra desnaturalizar y evidenciar la misoginia de su tiempo.

Además de aparecer con claridad en las escenas mencionadas, el sometimiento a la mujer aparece también durante el pleito por el carromato, cuando Mari-Gaila (que luego será víctima principal de la misoginia) argumenta que la custodia del carromato debe quedarle a Pedro Gailo diciéndole a Marica del Reino que “No habrá pleito si tú respetas el derecho del que nació varón” (p. 40). Aunque finalmente el desenlace del pleito no sucede de acuerdo a esta argumentación, Mari-Gaila está postulando que el dominio del hombre por sobre la mujer no es solamente una cuestión cultural, sino que forma parte de la ley.

Otra escena fundamental en relación con este tema es la sexta de la segunda jornada, en la que Pedro Gailo afirma que tiene que matar a su mujer porque le fue infiel, y luego intenta someter a su hija para tener relaciones sexuales. Pedro Gailo, el sacristán, representante de la religión, aquel que al final se presenta como ejemplo de la virtud, que toma la palabra de Jesucristo para defender a su mujer, es, en definitiva, el personaje más misógino de la obra.

Por otro lado, esta cualidad tiene la particularidad de unir al pueblo. La misoginia no es solo una característica de los hombres. Las mujeres tienen un énfasis especial a la hora de castigar a Mari-Gaila por su lujuria. Mientras que en la primera y la segunda jornada la misoginia aparece en diferentes personajes y escenas puntuales, en la tercera ya es el pueblo unido quien ejerce el sometimiento hacia la mujer, quien se hace cargo de castigarla. “Los rapaces”, muchachos anónimos, representantes de lo popular, cantan coplas burlándose de ella. El pueblo la persigue hasta atraparla y hacerla bailar semidesnuda y, finalmente, la lleva hasta la puerta de la iglesia para humillarla frente a su marido.

La hipocresía

La hipocresía aparece profundamente ligada a la religión y sus valores. En efecto, el personaje más hipócrita de la obra es el sacristán, Pedro Gailo. Este, por ejemplo, censura a Lucero por pegarle a Poca Pena y advierte que Dios lo castigará, pero luego afirma que va a matar a su mujer por ser adúltera (aunque finalmente no lo hace), e inmediatamente intenta tener relaciones sexuales con su hija. Peca constantemente a la vez que acusa a los pecadores y los amenaza con ir al infierno.

Pero además de Pedro Gailo, hay otro personaje muy interesante que tiene una aparición breve y encarna la hipocresía a la perfección: El Peregrino. Este aparece una noche en el bar donde todos están bebiendo. Trae consigo solamente una piedra que, según él, utiliza como almohada. Habla como un hombre de fe. Afirma que está en estado de penitencia. Se muestra piadoso y devoto como Tartufo, el personaje de Molière. Así consigue que le conviden algo para comer sin tener que aportar nada. Algunas escenas después, se descubrirá que El Peregrino es, en realidad, El Conde Polaco: un peligroso delincuente que la guardia busca para encarcelar.

Por último, la hipocresía aparece tras los fallecimientos de La Reina y el Idiota. Los personajes que rodean a los fallecidos se lamentan profundamente diciendo divinas palabras que están siempre relacionadas con la vida después de la muerte, con Dios, con la fe católica. Ahora bien, a los pocos instantes de lamentar dolosamente los fallecimientos, los personajes dejan el lamento de lado y vuelven a pensar en sus propios intereses. Esos lamentos son, en definitiva, un ritual hipócrita que llevan a cabo para exhibirse como personas de fe e intentar así conmover a los circundantes y obtener beneficios como, por ejemplo, quedarse con el carromato y El Idiota.

La ignorancia

La ignorancia es una característica constitutiva de todos los personajes de la obra. Aparece tanto en su modo de expresarse como en el contenido de las conversaciones y, por supuesto, en sus acciones.

En relación con el modo de expresarse, he aquí una cita de Mari-Gaila en la que se nota tanto la incorrección sintáctica como el lenguaje llano, vulgar, que utiliza: “¡Cuánta calor!... Pues iba el amigo acompañado, no hace mucho, de una buena hembra” (p. 73). La cita es de Mari-Gaila, pero todos los personajes comparten este modo de expresarse.

En relación con el contenido de las conversaciones, la ignorancia aparece no solo en sus temáticas vulgares, sino también en la superstición y en la falta de cultura general. Por ejemplo, La Tatula afirma que el cadáver del Idiota no va a pudrirse rápidamente porque le dieron mucho aguardiente antes de morir; los personajes no saben si Francia, un país limítrofe de España, tiene rey o no; afirman que el agua puede ser más dañina que el aguardiente.

Por supuesto, la ignorancia, combinada con un modo de vida marginal, sin esperanza, en la que reina el egoísmo, los lleva a cometer brutalidades como matar al Idiota dándole aguardiente porque cuando bebe “se pone divertido”, mostrar sus partes íntimas para ganar más limosnas, humillar públicamente a una mujer porque cometió adulterio.

Sin embargo, hay momentos en los que los personajes parecen elevarse y, al menos por unos instantes, suspender su ignorancia. Son momentos en los que reinan las divinas palabras. En el fallecimiento de La Reina y del Idiota, los otros personajes, de repente, hacen grandes alabanzas religiosas y lanzan complejos lamentos frente a los cadáveres, como si la muerte los llenara de compasión y eso les permitiera expresarse de un modo solemne (aunque, claro, dos líneas después se olvidan del fallecido y vuelven a la brutalidad de siempre).

En el final de la obra, dicha solemnidad llega al ridículo cuando Pedro Gailo pronuncia la frase bíblica en latín y, mágicamente, el pueblo deja de lado sus impulsos crueles, su ignorancia. Las divinas palabras, aunque no sean comprendidas, tienen el poder de elevar el espíritu de los ignorantes. Por supuesto, este final es irónico. Valle-Inclán le da a su obra una especie de final feliz, pero absolutamente absurdo, como si demostrara que, en realidad, no hay ninguna solución para curar la ignorancia del pueblo, excepto pronunciar grandes palabras que no comprenden y hechizarlos con ellas por un rato. Aquí, además, hay una crítica al poder de la iglesia, a su modo de proceder, a la distancia que los separa de sus feligreses, a sus sermones divinos, totalmente ajenos a la vida cotidiana del pueblo.

En términos históricos, es importante destacar que Galicia es la zona con mayor analfabetismo de toda España. Lo era en la época en que se sitúa Divinas palabras y, según una encuesta realizada en 2010 por el Instituto Nacional de Estadística de España, lo sigue siendo en la actualidad. Por supuesto, el analfabetismo tiene una profunda relación con los problemas económicos de la zona. A finales de siglo XIX y principios de siglo XX, era muy común que los niños de Galicia trabajaran en lugar de ir a la escuela. Es lógico, por lo tanto, que dicha ignorancia atraviese la obra de Valle-Inclán (no solo esta, sino todas las obras del “ciclo mítico”).