Benito Cereno

Benito Cereno Resumen y Análisis Parte 2 (pp. 102-129)

Resumen

Delano se dedica a observar detenidamente no solo la embarcación, sino todo lo que sucede a su alrededor. Atiende con sorpresa a “algunas infracciones prominentes no sólo a la disciplina sino también a la decencia” (p.102) y atribuye estas infracciones a la falta de oficiales a bordo. Se da cuenta de que, a veces, los deshilachadores de estopa funcionan como vigilantes de lo que sucede en cubierta y se le despierta la curiosidad por qué pasó efectivamente con el Santo Domingo para terminar en semejante situación.

Ante las preguntas, Benito Cereno titubea y mira a su interlocutor como un sonámbulo, por lo cual Delano, desconcertado por la falta de respuestas, gira y se encamina decidido a hablar con un marinero español. Cereno se arrepiente, lo llama, y comienza el relato, al que tanto Delano como Babo prestan mucha atención. “Hace ya ciento noventa días” (p.102), dice, que el barco zarpó de Buenos Aires con rumbo a Lima, con una carga general de alimentos, ferretería y un lote de trescientos negros, propiedad de su amigo, Alejandro Aranda, que murió de fiebre. Frente al Cabo de Hornos, el barco sufrió fuertes vendavales, en los que tres de los mejores oficiales y quince marineros desaparecieron en el agua, junto con la verga mayor de la embarcación. Mientras habla, Cereno tiene continuos ataques de tos. Dice que antes de vivir lo que vivieron, habría recibido los peores vendavales con gusto. Babo lo interrumpe: “Su mente divaga. Él estaba pensando en la peste que siguió a los vendavales” (p.102).

Según el relato, después de pasar varios días a los bandazos, estalló el escorbuto. Fue imposible, entre el estado del barco y la poca tripulación que quedó, para los negros y los blancos sobrevivientes, volver a poner en rumbo la embarcación, por lo que quedaron varados en aguas calmas. La falta de pipas de almacenamiento de agua para beber resultó tan fatal para la vida como antes el escorbuto y los vendavales. Luego, explica que estos esclavos, mansos, no necesitan grilletes, y que Babo es su pacificador cuando hay conflictos. Delano alaba en voz alta la fidelidad de Babo y admiran, por un momento, en silencio, la imagen del esclavo sosteniendo al capitán español desmejorado. Contrasta sus apariencias, la una andrajosa, la otra pomposa.

Los tres observan la cubierta desde arriba y ven como un esclavo golpea a un español. Estupefacto, Delano oye como Benito Cereno explica que todo está bien, que es una diversión del negro. También explica que ha asignado a los esclavos del barco tareas, incluso si estas tareas son inútiles, como deshilachar estopa o sacar brillo a las hachuelas. Hablan un poco también de su recientemente difunto amigo Alejandro Aranda, dueño del cargamento de esclavos. Ante las preguntas de Delano, el español se angustia. Cuando el estadounidense le pregunta si se sentiría mejor si tuviera el cuerpo de su difunto amigo a bordo, Benito Cereno se desmaya.

Se acerca a ellos Atufal, un esclavo de tamaño descomunal, que lleva cadenas y grilletes. Cada dos horas, hace sesenta días, Benito Cereno le dice que le debe unas disculpas, pero Atufal se niega a pedir perdón. Baja sus brazos y se retira. Babo explica que Atufal era rey en su tierra, mientras que él mismo era esclavo: “Esclavo de un negro era Babo, que ahora es del blanco” (p.114). Toda la escena le resulta a Delano estrafalaria.

Babo y Benito Cereno comienzan a susurrar en un rincón, cosa que incomoda por demás a Delano. Al cabo de unos momentos, vuelven. Benito Cereno comienza, por primera vez, a hacer preguntas al capitán Delano sobre su embarcación, el Bachelor’s Delight. La pregunta por cuántos hombres tiene a bordo sobresalta al estadounidense. La pregunta por si los hombres a bordo están armados, más aún. Susurran ahora, más lejos, Babo y un marinero español. El sonido de los afiladores acosa a Delano, que se siente ansioso y perturbado: “Empezó a temblar por pensamientos que apenas se atrevía a confesarse” (p.123). Sin embargo, rápidamente se ríe de sus temores.

Análisis

El narrador aclara que, debido a que el relato de Benito Cereno fue por demás entrecortado, “sólo la sustancia se pondrá aquí por escrito” (p.102). Según él, el relato de Cereno se había visto interrumpido en más de una ocasión por los afiladores de hachuelas y su propia tos. Por esto mismo, el capitán invita a su colega Delano a conversar en la toldilla. Aquí las interrupciones también las realiza Babo, el esclavo fiel.

La figura de Babo es muy particular en el texto y llama la atención de Delano profundamente. Con total liviandad, Babo hace acotaciones a la historia de Benito Cereno: “Su mente divaga. Él estaba pensando en la peste que siguió a los vendavales” (p.102), interrumpe con atrevimiento en un momento. Sin embargo, no recibe de Cereno castigo alguno. Delante del esclavo, Delano admira en voz alta cualidades del esclavo senegalés e, inclusive, ofrece dinero por él. Las apreciaciones con respecto a la fidelidad y los cuidados que Babo imparte al español serán ponderadas en todo momento por Delano. Así, el motivo del buen esclavo se hace presente en más de una ocasión y Babo, en principio, cumple con sus características: reproduce los modos refinados y la moral de su amo, a la vez que se muestra constantemente solícito y presto a atenderlo, ya que asume un lugar subalterno, en este caso dado por un asunto racial.

Los activistas antirracistas González Prada y el estadounidense Malcolm X han denunciado el comportamiento de algunos esclavos que, lejos de rebelarse contra sus amos, ocuparon este rol de buen esclavo. Llamaron esclavos “adictos” a quienes entraban en la categoría del “buen indio”, “el negro bueno” o “el buen esclavo”, y los consideraban los peores enemigos de la justicia y la liberación de sus propios hermanos. La lengua, que conserva una infinita memoria escondida en sus vocablos, también sabe que la palabra lacayo era el nombre de los escuderos alcahuetes de sus amos, codiciosos mercenarios que caminaban detrás de sus señores como los peces rémora viajan pegados a los tiburones. De esta forma percibe Delano a Babo y alaba sus cualidades, de este modo percibe, a su vez, el lector a Babo, pero, ahora, no sin cierta sospecha de que algo esconden sus interrupciones y toda la lógica particular a bordo del Santo Domingo. Si bien este motivo del “buen esclavo” se hace presente, hay algunas particularidades de Babo que no terminan de tener sentido hasta el final de la novela.

Cuando van hacia la toldilla, el estadounidense va con “renuencia, o incluso estremecimiento, quizá” (p.108). Siente, al pasar por la escalera en la que sentados, uno a cada lado del escalón, están apostados como centinelas dos de los afiladores, “una aprensiva contracción en las pantorrillas” (p.108). El miedo es uno de los polos emocionales de Delano, que alterna entre este sentimiento y la autocensura. Se reprocha ser tan suspicaz, sospechar constantemente de Benito Cereno y de lo que le relatan. Sin embargo, el miedo persiste. El lector sigue de cerca estas alternancias. Son señales desoídas, marcas de horror e inquietud. La principal fuente de esto último es la actitud de Cereno: “Las singulares alternancias de cortesía y mala educación en el capitán español eran inexplicables, salvo por una o dos suposiciones: demencia inocente o impostura perversa” (p.117).

Cabe detenerse por un momento en esta falta de astucia de Delano para leer la situación a su alrededor. El relato plantea, desde el primer momento, un enigma. Más allá de que Cereno ofrece una respuesta a los acontecimientos, que hicieron que el barco se encuentre en semejantes condiciones, Delano sospecha. La lectura de signos se convierte en uno de los temas primordiales del texto y tendrá su correlato en reflexiones de Benito Cereno al respecto hacia el final. El prejuicio, la culpa de sospechar y cierta credulidad hacen de Delano un hombre incapaz de dar con la verdad.

Así, algunas de las imágenes y figuras recurrentes de las novelas se relacionan con la idea del enigma y su desciframiento: la llave que cuelga del cuello de Benito Cereno es uno de ellos. El narrador dirá hacia el final: “Si en efecto el testimonio ha hecho las veces de una llave capaz de abrir la cerradura de las complicaciones que precedieron, entonces, como una bóveda cuyo portón ha sido derribado, queda hoy abierto el casco del Santo Domingo” (p.205). Pero es menester no adelantarse: Benito Cereno tiene una llave consigo, una respuesta a las preguntas. Hasta ahora, por alguna razón le es difícil utilizarla, y Delano no resulta de mucha ayuda.

Otra figura relacionada con el enigma es el nudo gordiano. Más adelante en el relato, en cubierta, Delano encuentra a un anciano que anuda un cabo. Este nudo le resulta muy particular: “Un nudo semejante no había visto él nunca en un barco estadounidense, ni en ningún otro, en realidad” (p.138). Luego, rememora el mito que anuncia que aquel capaz de desatar el muy embrollado nudo gordiano y ligase el yugo al timón del carro real se convertiría en el amo de Asia. Sin embargo, Delano hace esta comparación entre lo que ve y el mítico nudo gordiano, pero no pasa de ser una comparación poética. El enigma se encuentra ante él, pero él decide mirar hacia otro lado. Delano es intuitivo pero, a la vez, un mal lector de indicios. Su naturaleza confiada es tal que los significados ocultos no penetran fácilmente en su vista, debido al prejuicio optimista que tiene sobre todo aquello que lo rodea. Volveremos en la sección siguiente sobre esta escena.

Ante esta situación, el lector no tiene otra opción que constituirse él mismo en el lector de los signos que se presentan ante el estadounidense. La inquietud se traslada a él, sobre todo en los momentos en los que Delano se niega a ahondar en una incógnita. Flotan en el texto las preguntas que no hace y las repreguntas que decide dejar para otro momento. Inclusive las veces que se decide a hablar con otros tripulantes, su acción se trunca por uno u otro motivo, generalmente de poca importancia, y no vuelve a retomarla.

Como bien dijimos, la mala lectura de Delano será analizada hacia el final por Benito Cereno: “Hasta ese punto pueden equivocarse incluso los mejores hombres al juzgar la conducta de alguien cuya situación no está al tanto en todos sus recovecos” (p.208), le dirá.