Divina Comedia: Paraíso

Divina Comedia: Paraíso Resumen y Análisis Cantos XXVIII-XXXIII

Resumen

Canto XXVIII

En el noveno cielo, Dante ve un ínfimo punto de luz extraordinariamente radiante, alrededor del cual gira un círculo de fuego, rodeado, a su vez, por ocho círculos concéntricos cuya velocidad y brillo disminuyen en la medida en que se alejan del centro. Beatriz explica que el punto luminoso central es Dios (“de aquel punto / depende el cielo y la naturaleza”, vv. 41-42), y que la velocidad de los círculos corresponde a la virtud de las jerarquías angélicas. Luego, señala que los cielos físicos (“los círculos corpóreos” v. 64) son más amplios, en la medida en que poseen y transmiten mayor virtud, y que el noveno cielo (“este, que consigo mueve / a todo el universo”, vv. 70-71) es el que más sabe y ama. Finalmente, añade que existe una correspondencia entre el tamaño de los cielos y el orden de los ángeles.

A continuación, de los círculos de fuego concéntricos salen innumerables luces como una miríada de chispas, y Dante oye cantar “Hosanna”. Beatrice le indica a él que en los primeros dos círculos concéntricos se encuentran los Serafines y los Querubines, y que en torno a ellos giran los Tronos. Luego, en la segunda terna de ángeles, se encuentran las Dominaciones, las Virtudes y las Potestades. A ellos los siguen los Principados y Arcángeles y, finalmente, se encuentran los Ángeles. Por último, Beatrice señala que Dionisio describió correctamente el orden de los ángeles, pero Gregorio se apartó de aquella descripción y erró.

Canto XXIX

Beatrice vuelve su mirada a Dios, el punto donde se unen el tiempo y el espacio (“todo ubi y todo quando” v. 12), y explica que Dios, en su eternidad, creó a los ángeles (“se abrió el amor eterno en más amores”, v. 18). A continuación, señala el breve lapso de tiempo que transcurrió entre la creación de ellos y la rebelión de una parte de los mismos, con la subsiguiente caída de Lucifer. Luego, Beatrice señala que los ángeles del Paraíso contemplan a Dios y reciben su gracia en la medida en que se disponen a recibirla. También explica que los ángeles no tienen memoria, puesto que su visión no se interrumpe por un nuevo objeto.

Luego, Beatrice critica a quienes en el mundo (“abajo”, v. 82) dicen falsedades, pero aclara que esto es más tolerable que tergiversar las Escrituras o anteponer otras doctrinas a ellas, y se refiere a quienes sostienen invenciones, esforzándose por figurar, y a quienes las predican. Además, Beatrice alude al gran número de “fábulas” (v. 104) que se difunden y a las falsas indulgencias que se venden. Finalmente, se refiere al número incalculable, aunque determinado, de ángeles, quienes reciben en diverso grado el amor divino, y al amor de Dios, que aunque se desplegó en tantos ángeles (“se hizo / tantos espejos”, vv. 143-144), se mantiene uno como antes.

Canto XXX

De a poco, las luces de los ángeles se extinguen como las estrellas al amanecer, y Dante vuelve su mirada a Beatrice, cuya belleza supera por mucho la medida de lo humano. El poeta declara la imposibilidad de describir tal belleza y renuncia a escribir sobre el tema.

Luego, Beatrice le informa al peregrino que han salido del noveno cielo (el “mayor cuerpo”, v. 39) y que se encuentran en el Empíreo, que es luz pura: luz intelectual y llena de amor. Dante queda enceguecido momentáneamente por la luz refulgente, y Beatrice explica que el Empíreo recibe así a quien llega, para que se adecue a la nueva realidad. Enseguida, el peregrino adquiere una nueva capacidad de ver, de pureza inigualable.

Entonces, Dante observa una luz dorada que fluye en forma de río entre dos costas florecidas, y del que brotan luces como chispas. Beatrice invita al peregrino a beber del agua de aquel río y le anuncia que esta visión es una prefiguración de la verdad que aún está oculta. Apenas sumerge las pestañas, el peregrino ve que la luz que poseía forma de río ahora es redonda, y oberva que las flores y chispas son los bienaventurados y los ángeles (“las dos cortes del cielo”, v. 96). Luego, el poeta implora a Dios que le dé fuerzas para transmitir lo que vio.

Dante ve a las almas de los bienaventurados (“lo que a lo alto ha vuelto de nosotros”, v. 114) en torno a la luz, formando una rosa de inmensa vastedad. Pese a sus dimensiones, el peregrino puede percibirla en su totalidad, puesto que las leyes de la naturaleza allí no rigen. Entonces, Beatrice lo invita a contemplar la cantidad de bienaventurados (“blancas túnicas”, v. 129) y le indica que, antes de que él llegue allí, ocupará un lugar el Emperador Enrique. También acusa a los habitantes de Italia, quienes, enfermos de ambición, rechazan a quien podría salvarlos, y anuncia que quien será el papa actuará de modo distinto al que aparenta, y que se hundirá en el Infierno junto a los simoniacos.

Canto XXXI

Dante observa la rosa blanca (“cándida”, v. 1) formada por los salvados (“la milicia santa”, v. 2) y a los ángeles (“la otra”, milicia v. 4) que vuelan entre ellos y Dios, como abejas, llevándoles el ardor y la paz. También aclara que esto no les impide a los bienaventurados la visión de Dios, y que la luz divina penetra en cada ser en la medida en que es digna de recibirla.

El poeta interrumpe luego la descripción del Empíreo para invocar a Dios y pedirle que mire la miseria del mundo (“mira aquí abajo, a nuestra tempestad”, v. 30). A continuación, compara su estado de ánimo en aquel entonces con el de un bárbaro que llega a Roma y contempla el palacio Letrán lleno de estupor. Así, ante aquella circunstancia, estupefacto y lleno de gozo, prefería admirar el espectáculo en silencio, como un peregrino que contempla un templo y espera contar luego cómo lo vio.

Entonces, Dante se vuelve hacia Beatrice para hacer nuevas preguntas, pero a su lado encuentra a un anciano que infunde alegría benigna y piedad. Inmediatamente, le pregunta dónde se encuentra ella, y él indica que regresó a su trono. Dante, sin responder, levanta la mirada y ve a Beatrice. Entonces le dirige las últimas palabras: dice que en ella vive su esperanza; le expresa su gratitud, porque lo salvó cuando estaba perdido, y le pide que cuide su alma hasta el momento de su muerte. Ella lo mira, sonriendo, por última vez, y, luego, el anciano revela ser san Bernardo y le anuncia a Dante que lo conducirá más alto, y que María intercederá por él para que vea a Dios.

Dante se compara con el peregrino que va a Roma a ver el Santo Sudario (“la Verónica”, v. 104) y observa con incertidumbre el velo, preguntándose si la imagen que conserva es la del semblante de Cristo. San Bernardo le indica a Dante que eleve su vista hasta donde se encuentra María. El peregrino así lo hace y observa una zona de luz más intensa. Alrededor de María hay más de mil ángeles cantando y danzando, y Dante observa que la Virgen ríe e infunde alegría a otros santos. San Bernardo y el peregrino permanecen contemplando a María.

Canto XXXII

San Bernardo explica que Eva (quien abrió la “llaga”, v. 4) está ubicada a los pies de María. Debajo del lugar de Eva se encuentra Raquel y, a continuación, formando una columna, se encuentran Sara, Rebeca, Judith y Ruth. Frente a la hilera de mujeres se ubica una de hombres que vivieron después del nacimiento Cristo, en donde se encuentran, en orden descendente, san Juan Bautista, san Francisco, san Benito y san Agustín.

A continuación, san Bernardo le señala a Dante las almas de los niños que murieron antes de ejercer el libre albedrío, y explica que ocupan diferentes gradas en la rosa de los bienaventurados, no en relación con el mérito propio, sino de acuerdo a la gracia que recibió cada uno. Luego, le indica a Dante que contemple a María, puesto que solo por su caridad el peregrino podrá ver a Cristo, y Dante observa en ella una felicidad incomparable. Enseguida, el ángel Gabriel entona una canción para María, y los salvados responden en coro. Después, san Bernardo le señala a Dante otras almas del Paraíso: Adán, san Pedro, san Juan, Moisés, la madre de María y santa Lucía. Finalmente, le anuncia que se aproxima el final de su viaje y la visión de Dios, por lo que lo invita a acompañarlo en el ruego a María para que le otorgue la gracia necesaria.

Canto XXXIII

San Bernardo eleva una plegaria a María y alaba su misericordia, piedad, magnificencia y bondad. Luego, le pide que se una a sus ruegos para que Dante pueda contemplar a Dios y para que, después de dicha visión, conserve sanos sus afectos. Finalmente, le ruega que custodie las pasiones de Dante en la Tierra y señala a Beatrice, quien, junto a una multitud de salvados, tiene sus manos juntas y se ha unido a la plegaria.

Entonces, María mira a san Bernardo y su mirada demuestra que le agrada el ruego. Dante, que se aproxima al fin de todos los deseos, llega al límite de su ardor. Luego, su vista, haciéndose más pura, penetra en el rayo de la luz divina. Lo que ve entonces excede toda capacidad de transmitirse en palabras y, aún, excede la memoria del peregrino, pero Dante conserva la dulzura de la visión en su pecho hasta el momento en que escribe. Luego, explica que la visión se desvanece como “en las hojas leves por el viento / se perdía el saber de la Sibila” (vv. 65-66), y le ruega a Dios que le permita recordar parte de lo que vio y que le dé potencia a su lengua para transmitir “al menos una chispa de tu gloria / (…) a la futura gente” (vv. 71-72), puesto que “por sonar un poco en estos versos, / más se concebirá de tu victoria” (vv. 74-75).

Dante mantiene su mirada, uniéndola a Dios, y en la profundidad ve la unidad de lo real. Allí ve reunido con amor “lo que en el universo se despliega”: las sustancias, los accidentes y sus diferentes modos de relacionarse. Ve la “forma universal” (v. 91). El poeta explica que su mente estaba absorta y declara la insuficiencia del lenguaje para describir lo que vio. Luego señala que la visión se transformaba en la medida en que su vista se potenciaba, y que vio tres círculos del mismo diámetro, de tres colores. En uno de estos círculos, el peregrino observa una imagen humana (“nuestra imagen” v. 131). Él se esfuerza por comprender el misterio encerrado allí y, aunque su intelecto falla, un rayo de gracia divina lo ayuda a comprender. Finalmente, la visión comienza a desvanecerse, y el deseo y la voluntad de Dante permanecen girando al ritmo del universo, el mismo ritmo con que el amor mueve al sol y a las estrellas.

Análisis

Los cantos XXVIII y XXIX constituyen un breve tratado de angelología. Los protagonistas se encuentran en el último cielo físico, al cual los padres de la Iglesia llamaban el “cielo de los ángeles”, más allá del cual se encuentra el Empíreo. La realidad de este cielo se describe mediante la luz y las figuras geométricas, el punto (el elemento sin dimensión) y los círculos: nueve círculos de fuego giran en torno a un punto de intensa luz. Es una figura de máxima abstracción y posee carácter simbólico.

En el primero de estos cantos, Dante percibe por primera vez a Dios (representado como un punto inconmensurable). La imagen ya se encontraba presente en la tradición filosófica conocida por el poeta. Boecio (en quien se inspiran muchas de las imágenes cósmicas del Paraíso), en Consolación de la filosofía, utiliza una imagen similar (la de un punto rodeado por círculos concéntricos) para representar a Dios y a las criaturas que giran en torno suyo.

En este canto se expone la jerarquía de los diferentes ángeles, sus nombres y la correspondencia entre ellos y la realidad física. En cuanto al orden de los ángeles, el asunto suscitaba un debate en el campo de la teología medieval. Dante sigue en esta ocasión la jerarquía propuesta por el hoy conocido como Pseudo Dionisio Areopagita. En este canto se revela, además, la correspondencia entre el universo espiritual y el universo físico: el tamaño de cada cielo físico guarda correspondencia con la virtud de la inteligencia angélica:

verás correspondencia prodigiosa
entre mayor y más, menor y menos
en cada cielo, con su inteligencia

(vv. 76-78)

Los cielos físicos son mayores en la medida en que comprenden más virtud (vv. 64-66), de manera que el noveno cielo, la más grande de las esferas celestes, es el que comprende mayor virtud (“el círculo que sabe y ama más”, v. 72).

En el canto XXIX, el monólogo doctrinal de Beatrice aborda la cuestión de la creación de los ángeles, la de la rebelión que condujo a la caída de parte de ellos y la de sus facultades. Este último punto, ampliamente debatido por la filosofía escolástica, suscita una polémica que apunta sobre todo a los académicos que, por vanidad (quienes “por figurar se esfuerzan”, v. 94) tergiversan las Escrituras (“hacen / sus invenciones”, vv. 94-95), y a quienes difunden aquellas falsedades.

En el canto XXX tiene lugar la última ascensión de Dante y Beatrice, con la cual los protagonistas dejan atrás los cielos físicos y acceden al Empíreo, la sede de Dios, una dimensión fuera del espacio y del tiempo. Beatrice lo define como el “cielo que es luz pura: / es luz intelectual, llena de amor” (vv. 39-40). Acá, la dama que Dante nunca dejó de celebrar en sus versos resplandece con una belleza inefable, y el poeta abandona la tarea de describirla:

Desde aquel día en esta vida
en que yo vi su rostro, hasta esta vista
mi canto no ha dejado de seguirla

pero ahora es preciso que desista
de seguir su belleza, poetando,
como hace todo artista ante su límite

(vv. 28-33)

Estos versos remiten al pasaje en la Vida nueva en que el poeta describe el momento en el que vio a Beatrice por primera vez, cuando él tenía nueve años (Vida nueva, II). Además, coincidentemente, este es el canto de despedida de Beatrice, ya que, en adelante, la dama deja de ocupar el lugar de guía del peregrino.

A continuación, Dante queda enceguecido, y su ceguera alude nuevamente a la del apóstol san Pablo en el camino de Damasco: el latinismo “circunfulse” (v. 49) en la versión original, usado para describir el momento en el que el protagonista es envuelto por una luz, remite al pasaje bíblico en el que se describe cómo un resplandor del cielo envolvió a san Pablo: “et subito circumfulsit eum lux de caelo” (“una luz que venía del cielo lo envolvió de improviso con su resplandor”; Hechos, 9, 3).

En este cielo, luego de que Dante recupera y perfecciona su visión, tiene lugar una contemplación mística: el protagonista observa una rosa de amplísimas dimensiones cuyos pétalos blancos son los bienaventurados, que se disponen formando un anfiteatro. Allí, la dama señala el lugar que ocupará Enrique VII. Es destacable que las últimas palabras de Beatrice en el poema, con las que, además, se cierra este canto, se destinen a un asunto político. Los versos 137 y 138 anuncian el fracaso de la empresa de Enrique VII, el Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, en Italia: “a enmendar a Italia / llegará antes que ella está dispuesta”. Dante confiaba en que el emperador traería paz a los pueblos italianos. Sin embargo, él descendió a Italia para ponerla bajo el dominio imperial, encontró resistencia, y murió poco después, en 1313.

En el canto XXXI, Dante le dirige las últimas palabras a Beatrice, luego de comprender que ella ha vuelto a ocupar su lugar entre los salvados. El peregrino muestra su gratitud y le pide que custodie su alma hasta el momento de su muerte (cuando su alma “del cuerpo se desate”, v. 90). Con la despedida de Beatrice concluye una fase de la Comedia en la que tiene preeminencia el conocimiento teológico. Por eso, es posible interpretar a la dama como un símbolo de la teología (de la misma manera, Virgilio representa la fase filosófica y racional en el Infierno y el Purgatorio, y san Bernardo, que guía al peregrino en adelante, representa la fase que podríamos llamar “intuitiva”). Por otro lado, es significativo que el nuevo guía de Dante, quien acompaña al peregrino hasta el final del poema y lo conduce a la última visión, sea san Bernardo, un importante místico del siglo XII y teórico de la devoción de María. En su “Carta a Cangrande Della Scala”, Dante menciona a san Bernardo entre los ejemplos de quienes experimentaron una contemplación mística, cuando explica que el entendimiento se eleva en esa circunstancia, trascendiendo el modo propiamente humano de entender, y entonces la memoria falla (vv. 77-80).

El canto XXXII funciona como un intervalo antes de la visión final y la meta del viaje del peregrino. En este canto, san Bernardo le señala a Dante la estructura según la cual se disponen las almas de los salvados. En la rosa de los beatos se encuentran, en filas enfrentadas, los salvados que vivieron en los tiempos del Antiguo y del Nuevo Testamento, respectivamente: en una de esas filas se ubican mujeres judías, las madres del pueblo de Israel, encabezadas por María; en la otra, encabezada por san Juan Bautista, están situados santos de la era cristiana. María y Juan Bautista, precisamente, participaron de ambos tiempos, y sus vidas marcaron momentos decisivos en el paso de uno a otro. Por último, en la parte inferior de la rosa, se ubican los niños que murieron antes de ejercer el libre albedrío.

El canto final se abre con una plegaria de san Bernardo a María, en la que alaba a la Virgen y le pide gracia e intercesión ante Dios por el peregrino. En ella se alude a la Encarnación (“En tu vientre el amor se reencendió”, v. 7), a la que vuelve a aludirse al final del canto, con la que la salvación de la humanidad se hizo posible (“ha hecho que esta flor así germine”, v.9). San Bernardo concluye su plegaria rogándole a María que interceda para que Dante pueda contemplar a Dios, para que conserve sanos sus afectos después de aquella visión y para que custodie sus pasiones en la Tierra. Luego de este preludio que constituye la plegaria, Dante se prepara para la visión sublime de Dios, que ocupa la segunda parte del canto y con la que concluye la Comedia.

La descripción de la visión de Dios supone la tarea más exigente para el poeta, quien vuelve a tratar el tema de la inefabilidad de su experiencia, recurrente en este libro, pero acá de manera casi central. Dante declara que lo que vio excede, no solo su capacidad de hablar, sino también su memoria, como ya lo había anticipado en el canto I (vv. 4-9). A continuación, compara la visión con el sueño del que alguien despierta conservando solo una sensación, con la nieve que se derrite al sol, y con los oráculos de la Sibila: “en las hojas leves por el viento / se perdía el saber de la Sibila“ (vv. 65-66), imagen que evoca por última vez a la Eneida en la Comedia (Cfr. Eneida, III, vv. 448-451).

La parte final del canto se concentra en la mirada del poeta, que penetra en la luz divina. Allí, Dante observa la unidad de lo real, expresada en el poema mediante la imagen del libro con páginas cosidas con amor (vv. 85-87). En la visión final, para expresar el misterio de la Trinidad, el poeta recurre nuevamente a una figura geométrica: la Trinidad se representa mediante tres círculos del mismo diámetro y de diferente color (vv. 115-117). Luego, Dante intenta comprender el misterio de la Encarnación y cómo coexisten en Cristo la naturaleza humana y divina (“quería ver de qué modo corresponde círculo a imagen y cómo se endonda” vv. 138). De esta manera, el poeta se compara con el geómetra que quiere hallar la cuadratura del círculo, una metáfora de lo imposible. El peregrino no puede comprenderlo con su intelecto, o la fuerza de su mente humana (“no lo lograba con mis alas”, v. 139), pero la gracia divina colma su deseo (“salvo porque mi mente fue golpeada por un rayo que vino a su deseo”, v. 141). Finalmente, la palabra que cierra el poema, “estrellas” (v. 144), es la misma con la que también concluyen los dos cánticos anteriores. El terceto final sugiere que el deseo y la voluntad (“velle”, v.142: infinitivo latino sustantivado, usado en el lenguaje escolástico) de Dante, luego de que la visión mística se desvanece, continúan moviéndose con el mismo amor, suscitado por Dios, que hace mover al universo: “el amor que mueve al sol y a las estrellas” (v. 144).