Divina Comedia: Paraíso

Divina Comedia: Paraíso Resumen y Análisis Cantos XXI-XXVII

Resumen

Canto XXI

Luego de que termina de hablar el águila, Dante se vuelve hacia donde está Beatrice y ve que ella no sonríe. A continuación, ella explica que, si sonriera, él no toleraría su belleza: “te volverías como / fue Sémele al hacerse de cenizas” (vv. 5-6), puesto que han ascendido al séptimo cielo, el de Saturno, y en cada nueva esfera su belleza aumenta. En este cielo, Dante observa una escalera dorada que se eleva más allá de la altura que puede alcanzar a ver.

Muchas almas luminosas descienden por allí, algunas se detienen y otras regresan. El alma que más se acerca a Dante lo invita a hablar y él le pregunta por qué se ha acercado y por qué los bienaventurados no cantan allí, como en los cielos inferiores. Entonces, el alma explica que los espíritus detuvieron el canto por la misma razón por la que Beatrice evitó sonreír, y que él se acercó por voluntad de Dios.

Luego, Dante le pregunta al alma por qué fue predestinada a dirigirse a él, y esta responde que los criterios divinos son incognoscibles, incluso para el alma que más brilla en el cielo, y le encomienda transmitir ese mensaje a los seres humanos cuando regrese a la Tierra. Dante le pregunta entonces quién es. El alma revela ser Pedro Damián y habla de su vida monástica. Finalmente, el espíritu critica a los clérigos contemporáneos de Dante por su desmesura, y contrasta la condición en la que viven con la pobreza en la que vivieron Pedro y Pablo. Cuando termina de hablar, descienden numerosas almas por los peldaños y lanzan un grito incomparablemente intenso. Dante no puede oír lo que dicen porque el ruido estruendoso lo vence.

Canto XXII

Dante, asustado por el grito, se vuelve hacia Beatrice, como un niño que recurre a su madre. Ella le explica que, si él hubiera entendido lo que gritaron las almas, sabría sobre la venganza que verá realizada antes de morir. Luego, lo invita a mirar otras almas luminosas que se encuentran allí. A continuación, la más brillante de ellas, conociendo el deseo de Dante, se acerca a él, revela ser san Benito y habla sobre la fundación del monasterio de Montecasino y sobre la conversión de los paganos que vivían en sus alrededores. San Benito le señala luego a Dante otras almas, indicando que fueron todos hombres contemplativos.

Entonces, Dante le pide a san Benito ver su rostro, y el santo le indica que podrá cumplir su deseo en el Empíreo (“la esfera última”, v. 62). Después, san Benito critica la codicia de los miembros de la Iglesia, y contrasta la situación actual en la que ellos se encuentran con la pobreza de Pedro, san Francisco y él mismo. Finalmente, profetiza sobre un milagroso socorro divino y, reunido nuevamente con las otras almas, asciende los peldaños.

A continuación, Beatrice impulsa al peregrino a ascender tras ellos. Entonces, Dante ve la constelación de Géminis (“el signo / que sigue al Tauro”, vv. 110-111) y se dirige a las estrellas que lo vieron nacer y que lo recibieron en el viaje al más allá. Beatrice lo invita a mirar hacia abajo para contemplar el camino recorrido, y el peregrino observa las esferas: la Tierra (“este globo”, v. 134), la Luna (“la hija de Letona”, v. 139), el Sol (“tu hijo, oh Hiperión”, v. 142), Mercurio y Venus (aludidos con los nombres de las madres de estos dioses romanos “Maya y Dione”, v. 144), Júpiter, Saturno y Marte (“Júpiter templado / entre el padre y el hijo”, vv. 145-146). Finalmente, Dante vuelve a contemplar la Tierra (“el terrón que nos hace tan feroces”, v. 151).

Canto XXIII

Dante compara a Beatrice con un ave que mira hacia donde nace el alba, esperando, anhelante, darle de comer a sus crías. Pronto, el cielo se hace más claro y Beatrice anuncia la llegada de las almas de los salvados. Entonces el peregrino observa, entre los millares de luces, una luz que enciende al resto, y Beatrice explica que es Cristo (“la sapiencia y la potencia / que entre el cielo y la tierra abrió las calles”, vv. 37-38). La mente de Dante se expande y se abre paso fuera de sí, por lo que el poeta no recuerda lo que ocurrió en ese momento. Luego, Dante observa la inefable sonrisa de Beatrice, que ahora se ha vuelto nuevamente capaz de contemplar.

El poeta declara que no podría describir dicha sonrisa, incluso si lo ayudaran los mejores poetas, por lo que su “poema sagrado” (v. 62) da un salto. Además, añade, excusándose, que quien piense en el pesado tema que está tratando no le reprocharía su temblor.

Luego, Cristo se eleva, ya que Dante no puede contemplar su luz directamente, y su luminosidad desciende como sobre un prado. Incentivado por Beatrice, el peregrino dirige su mirada hacia María (“la rosa”, v. 73) y los apóstoles (“los lirios”, v. 74). Luego, el arcángel Gabriel gira en torno de María, como una corona de luz, y canta una melodía dulcísima. El resto de las almas pronuncian el nombre “María” y ella se eleva hacia el Empíreo, siguiendo a Cristo. Finalmente, las demás almas se extienden hacia María con muestras de afecto, como niños que tienden sus brazos hacia su madre luego de ser amamantados, y entonan el canto “Regina celi” con una dulzura que acompaña al poeta hasta el momento en que escribe.

Canto XXIV

Beatrice se dirige a los salvados e intercede por Dante para que colmen su deseo. Las almas, entonces, se disponen en círculos y rotan a diferentes velocidades, como las ruedas de un reloj mecánico, mientras lanzan llamas. Después, el alma de san Pedro se aparta de su círculo y gira tres veces en torno de Beatrice, entonando un canto inefable.

Entonces, ella le pide que interrogue al peregrino acerca de su fe, y él comienza preguntándole a Dante qué es la fe. Él responde que es la sustancia de aquello en que se tiene esperanza. San Pedro lo aprueba y continúa interrogándolo. Más tarde le pregunta por la fuente de su fe (la ”gema / sobre la cual toda virtud se basa”, vv. 89-90), y Dante se refiere a las palabras (“La ancha lluvia”, v. 91) que el Espíritu derramó en el Antiguo y el Nuevo Testamento (“sobre los viejos cueros y los nuevos”, v. 93), las cuales resultan tan evidentes que no necesitan demostración. A continuación, san Pedro le pregunta por qué cree que el Antiguo y el Nuevo Testamento contienen la palabra divina, y Dante responde que los milagros que allí se narran son prueba de su carácter divino. Finalmente, san Pedro pregunta cómo sabe que dichos milagros fueron verdaderos, y Dante afirma que el mismo hecho de que el mundo se haya vuelto al cristianismo por la difusión de los apóstoles, que predicaban sin hacer milagros, es el mayor milagro.

Luego de esta respuesta, las almas entonan el himno “Te Deum”, y san Pedro aprueba al peregrino y formula las últimas preguntas: ¿en qué cree? y ¿de dónde proviene su creencia? Dante responde que cree en Dios y en la Trinidad, y afirma que su fe no solo tiene pruebas físicas y metafísicas, sino que también se fundamenta en el Antiguo y el Nuevo Testamento. Finalmente, el santo celebra alegremente las palabras de Dante, lo bendice cantando y gira en torno de él tres veces.

Canto XXV

Luego del examen de fe, el poeta interrumpe el relato para expresar su anhelo de que la Comedia (su “poema sacro / en el que han puesto mano el cielo y la tierra”, vv.1-2) le permita regresar a Florencia (el “redil bello”, v. 5) en su vejez (”con voz distinta ya, con otro pelo”, v. 7), honrado como poeta.

Después, retomando el relato, Dante narra que, desde el mismo círculo del que antes se había apartado san Pedro sale Santiago (Santiago de Compostela, el “barón / por que abajo Galicia se visita”, vv. 17-18), y las almas de ambos apóstoles se saludan, demostrándose su mutuo afecto. Luego, ellos se colocan frente al poeta y Beatrice invita a Santiago a interrogar a Dante acerca de la esperanza. Entonces, él le dice al poeta que, ya que por la gracia divina se encuentra allí, debe fortalecer la esperanza en él y en el mundo, y le pregunta qué es la fe, en qué medida la posee y de qué fuente le llegó. Beatrice, adelantándose a Dante, afirma que ningún cristiano posee más esperanza que él. Luego, el peregrino responde a la primera pregunta afirmando que la esperanza es la certeza de la bienaventuranza futura que producen la gracia divina y el mérito propio. Acerca del tercer interrogante, declara que la primera fuente de su esperanza fue David, autor de los Salmos, y cita el versículo 11 del Salmo 9. Luego, Dante añade que el mismo Santiago, a través de la Epístola, le infundió esperanza, de modo que está colmado de ella y lleva “su lluvia” (v. 78) sobre otros.

El apóstol le pregunta luego a Dante en qué tiene esperanza, y el peregrino responde: en la resurrección del cuerpo y su unión con el alma (“se vestirán / en su tierra con una doble estola”, vv. 91-92), y en la vida eterna en el Paraíso (“su tierra será esta dulce vida”, v. 93). Ante su respuesta, las almas entonan el versículo del Salmo 9 que Dante citó antes: “Sperent in te” (“confíen en ti”). Luego, se presenta un alma más clara que las demás, y Beatrice indica que es san Juan. Dante se encandila intentando observar aquella luz y el alma le pregunta por qué intenta ver lo que no está allí. Luego, san Juan explica que los únicos que ascendieron al Cielo en cuerpo y alma fueron Cristo y María, y le indica que debe transmitir ese mensaje en el mundo. Finalmente, Dante se vuelve hacia Beatrice y se sobresalta al descubrir que está cegado.

Canto XXVI

Dante se encuentra temeroso por su ceguera y san Juan le dice que pronto Beatrice le devolverá la visión. Luego, el apóstol comienza a interrogarlo acerca de la caridad, preguntándole hacia dónde se dirige (“di adónde tu alma / apunta”, vv. 7-8). Dante afirma que su amor apunta a Dios y san Juan lo invita a ampliar su respuesta, indicando qué determinó dicha inclinación. Entonces, el peregrino responde que el pensamiento filosófico y los argumentos de la fe imprimieron ese amor en él y que, dado que el bien suscita amor, siendo Dios el mayor bien, el amor se inclina a él en mayor medida. Luego, san Juan pregunta si otras causas (“cuerdas”, v. 49) mueven su amor hacia Dios, y Dante enumera: su existencia y la del mundo, la pasión de Cristo y la esperanza en la vida eterna. Al finalizar, las almas entonan un canto y Beatrice le devuelve la visión al peregrino. Dante advierte entonces la presencia de una nueva alma, y Beatrice explica que es el alma de Adán (“la primera alma / que fue creada por virtud primera”, vv. 83-84).

Adán, sin que Dante formule sus preguntas, comprende sus deseos y expone lo que el peregrino quiere saber: cuándo fue creado por Dios, cuánto tiempo permaneció en el Paraíso, la causa del pecado por el que fue expulsado de allí y qué idioma inventó y habló. El primer hombre responde que fue expulsado por haber excedido el límite; que estuvo en el Limbo (“donde a Virgilio fue a buscar tu dama”, v. 118) cuatro mil trescientos dos años (“revoluciones”, v. 119); que vivió en la Tierra novecientos treinta años (al sol “lo vi visitar todas las luces / de su senda novecientos treinta veces”, vv. 121-122); que la lengua que habló se extinguió antes de la construcción de la Torre de Babel (“la obra irrealizable”, v. 125), y, por último, que vivió en el Edén solo seis horas (“entre la hora primera y la que sigue, / cambiando el sol cuadrante, a la hora sexta”, vv. 141-142).

Canto XXVII

Todos los bienaventurados comienzan a cantar, y el canto produce en Dante una alegría embriagadora. Luego, la luz de Pedro se vuelve roja (el color de Marte) y el coro de las almas hace silencio. Pedro lanza una diatriba contra el Papa Bonifacio VIII (“El que usurpa en la tierra el lugar mío”, v. 22) y otros papas, y el cielo se oscurece. Luego, Pedro explica que la Iglesia no fue creada para hacer negocios, sino para ganar la vida eterna, y predice que, pronto, Dios la socorrerá. Finalmente, le pide a Dante que no oculte este mensaje en el mundo.

A continuación, los espíritus se elevan lentamente, y Dante y Beatrice ascienden al noveno cielo, el Cristalino o Primer Móvil. El peregrino dirige su mirada a la Tierra, siguiendo la sugerencia de Beatrice, y luego la contempla a ella y observa el aumento de su belleza. Ella le explica que aquel es el último cielo físico, que solo la luz y el amor contienen a ese cielo, como ese cielo contiene a los demás, y que allí tiene origen el movimiento. Luego, ella lamenta la codicia de los seres humanos y la brevedad de la fe y la inocencia que poseen los niños, y asocia la corrupción de la humanidad a la falta de gobierno. Finalmente, Beatrice predice que la Providencia intervendrá para hacer justicia en el mundo.

Análisis

El comienzo del canto XXI remite al mito griego de Sémele, amante mortal de Zeus, quien murió incinerada por querer contemplar al dios griego en todo su esplendor. La belleza creciente de Beatrice, quien sugiere que Dante no toleraría contemplar su sonrisa, como Sémele fue incapaz de contemplar el resplandor divino de Zeus, indica que los protagonistas han ascendido a un nuevo cielo, el “séptimo esplendor” (v. 13), el cielo de Saturno:

pues mi belleza, que por la escalera
del eterno palacio más se enciende,
como ya viste, cuanto más sube,

si no se mitiga, brilla tanto
que tu mortal potencia, ante el fulgor,
sería fronda quebrada por un rayo.

(vv. 7-12)

En el nuevo cielo se encuentran las almas que dedicaron su vida a la contemplación (como señala en el canto siguiente, XXII, vv. 46-47), y ellas se desplazan a través de los peldaños de una escalera dorada que asciende más allá de la vista de Dante. La figura remite al sueño de Jacob: “Entonces tuvo un sueño: vio una escalinata que estaba apoyada sobre la tierra, y cuyo extremo superior tocaba el cielo. Por ella subían y bajaban ángeles de Dios.” (Gén, 28, 12). El silencio de las almas, que se callan por el mismo motivo por el que Beatrice evita sonreír, crea una atmósfera solemne para las palabras de Pedro Damián, quien se refiere al problema de la predestinación y afirma que los criterios de Dios son insondables, incluso para el alma que más brilla en el cielo. Luego, Pedro Damián se refiere a su vida monástica y concluye su discurso denunciando la corrupción eclesiástica y contrastando la pobreza de san Pedro y de san Pablo con la desmesura de los clérigos contemporáneos a Dante (“los pastores de hoy”, v. 131). El canto se cierra con el grito estruendoso de las almas, que contrasta con el silencio en el que habían permanecido. Además, las palabras finales del poeta, “el trueno me venció” (v. 142), se conectan con el comienzo del canto, y remiten a los rayos de Zeus que fulminan a Sémele.

Este canto constituye una unidad lírico-narrativa con el siguiente, el canto XXII, donde ocupa un lugar central la figura de san Benito, el fundador de la orden benedictina (la pareja de cantos es análoga a la de los cantos XI y XII, dedicados a san Francisco y a santo Domingo, respectivamente). A la biografía del santo le sigue la denuncia a la decadencia de la orden que él fundó, en donde han abandonado las reglas monásticas, y a la Iglesia en general, que “guarda” (v. 82) lo que “es de la gente que pide por Dios” (v. 83). Además, san Benito señala un contraste entre la humildad de san Pedro, la de san Francisco y la suya propia, y la vida de los clérigos contemporáneos a Dante.

En la parte final del canto, Dante y Beatrice ascienden al cielo de las estrellas fijas. Allí se encuentran en un espacio ocupado por la constelación de Géminis (“el signo / que sigue a Tauro”, vv. 110-111), que es la misma constelación bajo la cual nació el poeta (“con ustedes nacía y se escondía / el que es padre de toda mortal vida/ cuando me recibió el aire toscano”, vv. 115-117). Dante contempla desde las alturas el camino recorrido y el mundo terrenal se presenta como una porción mísera de tierra, “un terrón” (v. 151), por la que, sin embargo, los seres humanos se vuelven feroces.

En contraste con la visión final del canto XXII, el XXIII presenta imágenes que remiten a aspectos amables del mundo terrenal: el canto se abre con un símil que compara la mirada expectante de Beatrice con la de un ave que aguarda el amanecer anhelando ver el semblante de sus crías y encontrar alimento para ellas. Luego se presenta la imagen de los plenilunios muy serenos, en los cuales puede verse a la luna (“Trivia”, v. 26, epíteto de Diana, diosa de la luna en la mitología romana) brillando intensamente entre las estrellas (“las eternas ninfas”, v. 26). También encontramos la imagen de un jardín que florece, que contiene una rosa (metáfora con la que tradicionalmente se representa a María) y lirios (que representan a los apóstoles), y la imagen de un prado de flores iluminado por el sol (que simboliza a Cristo), que se filtra entre las nubes. Al final del canto, las luces que se extienden hacia María evocan, como al comienzo, una imagen maternal: el poeta compara cada una de las almas con “un niño que hacia la mamá / tiende los brazos tras tomar la leche“ (vv. 121-122).

Los cantos XXIV, XXV y XXVI conforman una secuencia dedicada al examen de Dante sobre las virtudes teologales (la fe, la esperanza y la caridad), que son fundamentales para el cristianismo. Luego de haber llegado al octavo cielo, el de las estrellas fijas, el peregrino pone a prueba sus conocimientos en estas materias para continuar su ascenso. En los tres cantos, los exámenes están construidos siguiendo el modelo del examen universitario medieval, y los examinadores son san Pedro, Santiago y san Juan, respectivamente. Estos cantos constituyen un momento central en la Comedia, en cuanto a sus aspectos doctrinal y didáctico, y muestran hasta qué punto el personaje ha evolucionado: es él quien explica diversas cuestiones teológicas, en vez de que otros se las expliquen a él.

En el comienzo del canto XXV, antes de narrar el examen sobre la esperanza, Dante hace una pausa y se refiere con nostalgia a su ciudad natal, Florencia (el “redil bello”, v. 5); a su inocencia (“en que dormí cordero”, v. 5); a la crueldad de quienes lo condenaron al exilio (“me excluyó”, v. 4), y a los enemigos (“los lobos”, v. 6) que dañan la ciudad. También en esta introducción el poeta pone de manifiesto el carácter sacro de su poema (“el poema sacro / en el que han puesto mano el cielo y la tierra”, vv. 1-2), la dedicación que ha puesto en él (“muchos años”, v. 3) y la esperanza de poder regresar a su tierra gracias a él, reconocido con la dignidad de un poeta, tras el extenso exilio en el que ha envejecido (“con la voz distinta ya, con otro pelo / regresaré poeta”, vv. 7-8). Es significativo, además, que el poeta manifieste solemnemente su esperanza de regresar a su ciudad natal precisamente en el canto dedicado al examen de esta virtud teologal, la esperanza. Por otro lado, este pasaje nos permite saber que el poeta está escribiendo su poema desde el exilio, el cual fue presagiado anteriormente.

En el canto XXVI, la ceguera de Dante alude a la del apóstol san Pablo, quien perdió la vista luego de ver a Jesús en el camino de Damasco (Hechos 9, 8). Para tranquilizar a Dante, san Juan le indica que Beatrice “tiene en la mirada / la virtud de la mano de Ananías” (vv. 11-12), aludiendo al discípulo de Jesús que curó la ceguera de san Pablo (Hechos, 9 , 17-18). Se establece así una identificación entre Dante y el apóstol, famoso por escribir los primeros escritos canónicos cristianos y por su inmensa fe, identificación que ya se había señalado antes, ya que en el poema se sugiere que a ambos les fue dado el privilegio de recorrer en vida el más allá (ver análisis del canto XV). Es significativo, además, que en el Infierno se lee que a san Pablo se le concedió tal gracia para que pudiera fortalecer la fe que hace posible la salvación (Cfr. Inf. II, vv. 28-30), de manera que la función del poeta podría analogarse también a la de él.

En este canto, san Juan examina a Dante sobre la caridad, única virtud teologal que permanece entre las almas del Paraíso, ya que la fe y la esperanza no son necesarias allí. Luego del examen, el peregrino encuentra al primer hombre, Adán. Con él, el poema remite al comienzo de la historia de la humanidad y al comienzo del “largo exilio” (v. 116; el tiempo en que Adán estuvo fuera del Paraíso). Las palabras de Adán aluden a la soberbia de los seres humanos: por un lado, el personaje señala que la causa de su destierro fue “superar el límite” (v. 117), es decir, transgredir los límites impuestos por Dios; por otro, alude a la Torre de Babel (“la obra irrealizable [a la que] / se abocara la gente de Nembrót”, vv.125-126), un símbolo de la soberbia humana.

El canto XXVII se abre y se cierra con dos invectivas: la primera, pronunciada por el alma de san Pedro, quien es reconocido por la Iglesia católica como el primer papa, se refiere, primero, a Bonifacio VIII, quien es el papa en el momento del viaje del peregrino. San Pedro alude a él como “el que usurpa en la tierra el lugar mío, el lugar mío, el lugar mío vacante en la presencia del Hijo de Dios” (vv. 22-24), exaltando, con la triple anáfora, que no es reconocido como vicario suyo por Cristo, de manera que el puesto de san Pedro, espiritualmente, está vacante. Aunque en la Comedia se condena a este papa en otras oportunidades (Cfr. Inf, XIX y XXVII), esta invectiva es excepcional, tanto por la autoridad de quien la pronuncia como por la transformación del escenario que la acompaña: el cielo en su totalidad se oscurece (“De ese color que por el sol de frente / tiñe una nube de mañana o tarde, / yo vi entonces rociado todo el cielo”, vv. 28-30), produciendo una imagen apocalíptica. La invectiva también se dirige a la corrupción de los eclesiásticos contemporáneos a Dante: “lobos rapaces” (v. 55) “con ropa de pastor” (Ídem.). Finalmente, el discurso de san Pedro se cierra con una profecía (“la Providencia (…)/ pronto socorrerá”, vv. 61-63), y con la indicación para Dante de que lleve su denuncia al mundo (“abre la boca, / y lo que yo no escondo, tú no escondas”, vv. 65-66), reafirmando así la misión poética del peregrino.

La segunda invectiva, pronunciada por Beatrice cuando los protagonistas ya ascendieron al noveno cielo, condena a toda la humanidad. Se refiere, especialmente, a la codicia y a la decadencia moral de la humanidad (“El querer en los hombres bien florece, / más con lluvia continua se convierten / ciruelas verdaderas en podridas”, vv. 124-126). La denuncia, además, apunta a la falta de gobierno: “no hay en la tierra quien gobierne; / y eso desvía a la familia humana” (vv. 140-141). Finalmente, el discurso de Beatrice se cierra con una nueva profecía que presagia que “la flor dará fruto verdadero” (v. 148).

En el noveno cielo, la más grande de las esferas celestes, la que contiene a todas las anteriores, Dante mira por última vez la Tierra, más precisamente, una porción de ella que comprende la cuenca del Mediterráneo y, despojándola de carga emotiva, se refiere a ella nuevamente como un “terrón” (v. 86).