Operación Masacre

Operación Masacre Resumen y Análisis de la Segunda Parte: Los Hechos (capítulos 22-31)

Resumen

22. El fin del viaje

La camioneta continúa con su rumbo enigmático. Pasa por un descampado propicio para el fusilamiento pero, sin embargo, se adentra en José León Suárez, en una zona semipoblada: a Walsh le resulta incomprensible. Uno de los guardias le da un golpe rápido en la rodilla a Troxler: parece una señal. Este responde preguntándole por qué lo toca, para que el resto también esté de cierto modo prevenido. El vigilante le responde, arrepentido, que fue sin querer.

Se detienen en un descampado, hacen bajar a 6. Pero alguien ordena que en aquel lugar no, y entonces vuelven a subir y continúan la marcha. Troxler intenta buscar la mirada de los otros pero todos están aturdidos. Solo Benavídez parece alerto. Finalmente, se detienen en el basural de José León Suárez. Bajan a algunos de los detenidos, entre ellos, Don Horacio, Rodríguez, Giunta, Brión, Livraga, Carranza y Gavino. Tal vez bajan también Garibotti y Díaz. En la camioneta permanecen Troxler, Benavídez, Lizaso y acaso otro más, un suboficial desconocido, que podría ser Mario Brión. No se sabe con precisión este dato.

Los vigilantes hacen caminar a los detenidos, que son alumbrados por los faros de la camioneta. Walsh cierra el capítulo con estas palabras: “Ha llegado el momento…” (90).

23. La Matanza

Los prisioneros preguntan qué les van a hacer, los vigilantes contestan que no les van a hacer nada. “¡NO LES VAMOS A HACER NADA!” (91), reitera Walsh en mayúsculas.

Es entones cuando el relato se fragmenta, “estalla en doce o trece nódulos de pánico” (91). Walsh reconstruye en esta parte cada instante de este momento crucial. Cuenta que Livraga se va abriendo lentamente hacia la izquierda, hasta que los reflectores de la camioneta dejan de iluminarlo. Troxler está sentado en la camioneta expectante, a punto de saltar.

Una voz ordena el alto y les pide que se pongan de frente, codo con codo. Carranza se da vuelta y se arrodilla, pidiendo clemencia por sus hijos. Entonces Troxler grita “¡Ahora!” y se lanza sobre los vigilantes, aferrando sus fusiles. Luego golpea sus cabezas, da un salto y se escapa en la oscuridad de la noche. El suboficial anónimo tarda en reaccionar, se oye un tiro y luego un grito de muerte.

Benavídez quiere escapar de la mano de Lizaso, pero aquel queda sepultado bajo los cuerpos de los vigilantes, que se le echan encima. El pelotón de fusilamiento oye los ruidos de detrás y titubea. En eso, Giunta y Gavino se echan a correr. Rodríguez Moreno les ordena a los policías que disparen. Livraga y Di Chiano se zambullen en el suelo. Giunta oye el impacto de una bala y un cuerpo que cae, tal vez el de Garbiotti. Entonces también pone cuerpo a tierra y permanece inmóvil.

Carranza sigue de rodillas, le disparan en la nuca. “Más tarde le acribillan todo el cuerpo” (93), agrega Walsh. Brión no se salva, posiblemente por el brillo de su tricota blanca, que lo hace más visible en la noche. Giunta continúa avanzando, tirándose cada vez que oye “el alucinante zumbido de las balas” (94). Se salva. Díaz también logra escapar, aunque no sabemos cómo.

Gavino corre unos 200 metros hasta escuchar “un alarido aterrador, que perfora la noche y parece prolongarse hasta el infinito” (94). Entonces Walsh recoge las palabras que Gavino le dijo al hermano de Carlitos: “Dios me perdone, Lizaso […]. Pero creo que era su hermano. Creo que él vio todo y fue el último en morir” (94).

Livraga está tendido inmóvil en el suelo cuando oye que Rodríguez, a quien lo había alcanzado la segunda descarga, grita que lo maten, que no lo dejen morir así. Luego oye que se apiadan de él y lo ultiman.

24. El tiempo se detiene

Horacio Di Chiano está tendido en el suelo, inmóvil. El miedo lo invade, no sabe cuánto tiempo pasó desde que dejaron de disparar. Entonces oye a la camioneta avanzar; a continuación, silencio y un disparo. Comprende que están dando el tiro de gracia.

La camioneta se acerca a donde está Don Horacio. Él no está herido, pero finge estar muerto: “Una parte de su cuerpo —las muñecas apoyadas como palancas en el suelo, las rodillas, las puntas de los pies— quisiera escapar enloquecida. Otra —la cabeza, la nuca— le repite: no moverse, no respirar” (96). Pasa un tiempo que considera interminable hasta que oye encender el motor. Se alejan sin haberle disparado.

Llega el turno de Livraga, que quedó tirado boca arriba. Cuando le iluminan la cara no puede evitar parpadear, entonces le disparan. Livraga siente un fuerte dolor en la cara; se le llena la boca de sangre. Walsh cierra el capítulo diciendo que la “Operación Masacre” ha concluido.

25. El fin de una larga noche

El relato continúa con los fugitivos. Gavino corre sin parar hasta que encuentra un colectivo y se sube. Se asila en embajada latinoamericana, en plena vigencia de la ley marcial. Para él ha terminado esta “terrible aventura” (98).

A Giunta, en cambio, le espera una “pesadilla inagotable” (98). En su huida llega primero al jardín de una casa. Sale una mujer que le dice al dueño de aquella casa que dispare contra él. “El mundo debe parecerle enloquecido esta noche. Todos quieren matarlo…” (98), agrega Walsh. Giunta sigue corriendo hasta que llega al tren. Le preguntan a dónde va y él no sabe qué responder. Pide boleto hasta Retiro. En eso descubre que tres personas lo miran de reojo. Giunta empieza a caminar dentro del tren y ve que uno de estos tres lo sigue. De repente, decide tirarse del tren en movimiento, para que no lo sigan. Recién ahora se siente fuera de peligro.

Troxler permanece escondido hasta que oye que terminan los disparos. Entonces hace algo increíble: vuelve al lugar de la masacre. Mientras busca a Benavídez, encuentra los cuerpos de Carranza, Garibotti, Rodríguez y Lizaso. Luego se dirige a la estación de José León Suarez. Lo ve venir a Livraga, todo ensangrentado. Un oficial intercede, le pregunta a Livraga qué sucede y se lo lleva sujetándolo. Troxler es reconocido una vez más, esta vez por aquel oficial que se cruza con él y le pregunta cómo está; Troxler se hace el desentendido. Pasa entonces un camión y Troxler se camufla haciendo la cola en una parada de colectivo. Los de la camioneta preguntan si oyeron unos tiroteos, Troxler responde que no. Cuando se van, se larga a caminar por 11 horas hasta que llega a lugar seguro.

26. El ministerio del miedo

El foco de la narración pasa ahora a Livraga, a quien el tiro de gracia le partió la cara sin comprometer ningún órgano vital. Para él, comenzará “un calvario infinito en que el miedo y el sufrimiento físico se sucederán y llegarán a identificarse” (102-103). Livraga incluso se arrepentirá, por momentos, de haber sobrevivido.

Después de que los policías se van, Livraga se incorpora con dificultad. Primero se interna en el basural buscando a Giunta, después se acerca a un poblado hasta que se encuentra con el oficial, el primero que lo trata con humanidad. De camino al hospital, pasan por donde están los cadáveres. El oficial le pregunta a Livraga que fue lo que pasó, pero este le responde vomitando sangre. Continúan la marcha.

27. Una imagen en la noche

Horacio permanece inmóvil en el suelo hasta que empieza a aclarar. Se levanta y empieza a caminar hasta que llega a una parada y se sube al colectivo. De este relato, Walsh va corrigiendo los datos del testimonio: “Caminó unas ocho cuadras. Le parecieron dos. Por una calle transversal vio venir el colectivo. Le pareció rojo. Era amarillo. Creyó que era el número 4. Era el 1” (105). Di Chiano se baja en Liniers y en un bar se pide un café. Recién entonces le vuelve el alma al cuerpo.

El narrador recapitula la información que tiene hasta ahora. No sabe cómo escapó el sargento Díaz, lo único que sabe es que dos meses más tarde está escondido en una casa en Munro, cuando un comisario lo detiene. Del suboficial desconocido que Troxler y Benavídez vieron en el camión no sabe si existió, mucho menos si sobrevivió. Lo que es seguro es que la masacre dejó 5 muertos, 6 sobrevivientes y 1 herido grave.

Esa mañana del 10 de junio, un grupo de personas se detiene frente del escenario de la masacre. Hacen sus conjeturas sobre lo ocurrido. Un auto lujoso frena y desde adentro una mujer dice que deberían matarlos a todos. La multitud reacciona rodeando al auto y tirándole cosas hasta que se marcha. Los cadáveres recién son levantados a las 10 de la mañana, para ser llevados al policlínico San Martín.

28. “Te llevan”

Las enfermeras que atienden a Livraga protegen al herido: llaman a su familia y ocultan su ropa y el recibo que le dieron en la comisaría, evidencia que luego será utilizada en el juicio. Luego llega un policía que pide aquel recibo, pero no se lo dan. No hay dudas de que quieren acabar con Livraga, testigo del fusilamiento clandestino. También buscan a los otros sobrevivientes. Finalmente, los policías se llevan al herido, tapado con una sábana como a un muerto.

A Giunta, que pensaba que ya se había terminado todo, lo vienen a buscar al día siguiente, aunque no lo encuentran. Giunta entonces hace una tontería: se presenta para aclarar su situación. “Lo que ocurrió a partir de entonces es todo un capítulo en la historia de nuestra barbarie” (110), denuncia Walsh. Giunta es capturado y sometido a condiciones inhumanas. Sus carceleros lo amenazan, lo incitan a fugarse, le reclaman el recibo que él ya no tiene. Con su maltrato tratan de volverlo loco. Cuando lo trasladan, 6 días después, a la comisaría primera de San Martín, Giunta es “una ruina de hombre, al borde de la demencia” (111).

29. Un muerto pide asilo

La mañana del 12 de junio un comunicado oficial da la lista de los fusilados en la zona de San Martín. Entre ellos se encuentra Reinaldo Benavídez, quien seguramente se sorprende de esta noticia, puesto que se ha salvado. Este no es el único de los “macabros errores” (112) de aquella lista: a Lizaso lo llamaban “Crizaso”, a Garibotti, “Garibotto”; Brión ni siquiera es mencionado. La explicación es muy simple para Walsh, y se tiene que buscar “en la ciega irresponsabilidad con que se procedió desde el principio hasta el fin en esa operación clandestina calificada de fusilamiento” (112). Benavídez se exilia en la embajada de Bolivia el 3 de noviembre de 1956.

El hermano de Lizaso es sometido a un “sangriento cinismo” (113), en el que distintos policías lo mandan de un lado al otro sin darle ninguna información certera sobre el destino de Carlitos. A la mujer de Vicente Rodríguez un oficial la trata de analfabeta porque no ha llegado a leer la noticia que comunicaba la muerte de su marido. Después, no la dejan velarlo y la siguen con custodia hasta que entierra el cadáver. A la casa de Garibotti y Carranza va personalmente Fernández Suárez. Pide las libretas de enrolamiento de ambos, sin decir que están muertos, aunque el chofer del jeep que lo acompaña le pregunta a uno de los hijos de Garibotti si él es el hijo de “ese que mataron” (115). Estas familias, hasta ahora, no saben nada de lo sucedido. La familia Brión cree por mucho tiempo que Mario podría seguir con vida, por falsas pistas que les van dando personas desconocidas.

30. La guerrilla de los telegramas

Juan Carlos Livraga es llevado a un calabozo de la comisaría 1ª de Moreno. Es arrojado desnudo, sin tratamiento médico, a padecer condiciones inhumanas. Apenas le arrojan algo de comida que Livraga no puede tragar, por el dolor lacerante que tiene en su dentadura. Su familia intenta encontrarlo a toda costa. El padre envía un telegrama a Casa Rosada, dirigida al presidente Aramburu, pidiendo información sobre el paradero de su hijo; le responden que fue detenido por escaparse de un tiroteo y que se encuentra en Moreno. Pero allí le dicen que no conocen a Livraga, aunque lo tienen en el calabozo sin registro oficial. Su familia empieza a darlo por muerto.

En el calabozo de la comisaría de San Martín, Giunta escucha a alguien reír. “Es él mismo quien se ríe […]. Lo comprueba al llevarse la mano a la boca y sofocar el flujo histérico de la risa que le brota inadvertido de adentro” (120). La situación en que se encuentra lo lleva a perder noción de sí mismo. En su cabeza vuelven una y otra vez las imágenes de la masacre. Nadie se ocupa de él, durante 8 días no le llevan ni de comer ni de beber; logra no morir de hambre por la asistencia de unos presos comunes que le tiran sobras y que, con una pava, le tiran un chorro de agua por un agujero. Mientras tanto, la familia es enviada a distintos departamentos policiales hasta que averiguan dónde se encuentra. Llegan a verlo el mismo día que lo trasladan al penal de Olmos, en donde las cosas empezarán a cambiar para este hombre que es un “espectro de sí mismo” (122).

31. Lo demás es silencio…

Livraga también es trasladado al penal de Olmos, donde recibe un trato más humano. A la familia le comunican su ubicación vía telegrama de Casa Rosada. Giunta también se recupera allí. Le cuenta al director del penal su situación y este lo traslada al pabellón de presos políticos. Más tarde, Livraga también pide traslado a este pabellón y allí se encuentran. Ambos entran en contacto con el doctor Máximo von Kotsch, abogado que se dedica a la defensa de presos gremiales. Este escucha sus relatos y enseguida asume su defensa, logrando que los dejen en libertad. Cuando van a visar sus órdenes de excarcelación, en el rubro “causa” Giunta encuentra en la suya una línea de guiones, significativos de que se lo quiso fusilar sin causa, que padeció tortura y fue condenado al hambre y a la sed sin causa, que fue engrillado y esposado sin causa. “Y ahora, sin causa, en virtud de un simple decreto que llevaba el Nº 14.975, se lo restituía al mundo”. (124).

Giunta y Livraga creen que son los únicos testigos sobrevivientes de la “Operación Masacre”, pero no lo son. Gavino, Troxler, Benavídez y Torres logran exiliarse en Bolivia. Di Chiano, prófugo sin cometer ningún delito, permanece 4 meses oculto. Pierde su trabajo de 17 años y dilapida sus ahorros para poder vivir. El sargento Díaz también pasa varios meses preso en Olmos. El Padre de Lizaso muere poco tiempo después de enterarse de la muerte de su hijo. La mujer de Rodríguez estaba embarazada, pero a fines de 1956 pierde al que hubiera sido el cuarto hijo de Vicente. Dieciséis son los huérfanos que deja la masacre.

Walsh cierra este apartado haciendo referencia a un certificado de buena conducta que recibe Miguel Ángel Giunta, después de todo el suplicio que pasa. Este certificado es un simple pedacito de papel que “simboliza mejor que nada la irresponsabilidad, la ceguera, el oprobio de la ‘Operación Masacre’” (126).

Análisis

Desde que empieza el momento de la masacre hasta que termina el relato de esta segunda parte, dedicada a los hechos, Walsh construye una atmósfera cargada de tensión y horror, con la que busca transmitir la experiencia atroz de tortura y de muerte que padecen sus personajes. A las imágenes violentas que aparecieron en los capítulos anteriores, se suman otras que parecen sacadas de un relato de terror, por el modo en que se describe la matanza, el escape de los sobrevivientes y los consecuentes procedimientos policiales que intentan ocultar lo sucedido. En esta parte, se cruzan varios de los temas centrales de la obra: la denuncia política de las violencias y las injusticias estatales, las tensiones entre literatura y periodismo y la oposición entre verdad y verosimilitud.

El capítulo 23 revela la destreza de Walsh para recomponer la sucesión cronológica del momento de la matanza, a partir de varios testimonios fragmentados e invadidos por el pánico. Para transmitir el ambiente de confusión y miedo que reina en esta escena, el narrador ralentiza su relato, deteniéndose en cada momento de lo sucedido y aumentando el suspenso. Asimismo, va adoptando diferentes puntos de vista de cada sobreviviente, de modo que algunas cosas solo puede conjeturarlas de lo que estas personas vivieron en carne propia, como cuando oyen disparos y suponen, sin certeza, quiénes fueron los que recibieron la descarga.

Aquí también, como en el capítulo 2, aparece un diálogo que proviene de las entrevistas que Walsh realiza durante su investigación; en este caso, es Gavino quien habla, interpelando al hermano de Carlos Lizaso. Este recurso, que cruza la literatura con el periodismo, pone en evidencia el artificio de la reconstrucción y, al mismo tiempo, hace que la historia sea más verídica, porque refuerza el hecho de que nada de lo que se está narrando es ficcional. Incluso los momentos dubitativos, en los que no puede confirmar los datos, participan en esta organización literaria del material periodístico. De modo inverso, cuando Walsh corrige los datos del testimonio de Di Chiano en el capítulo 27, pone de manifiesto cómo la objetividad de la investigación facilita la precisión del relato subjetivo, distorsionado por la experiencia del peligro. En este punto, se contrapone la objetividad periodística a la subjetividad narrativa de quien da su testimonio.

Varias situaciones de la historia parecen inverosímiles: no se entiende por qué los policías elijen el basural para el fusilamiento o por qué no le dan el tiro de gracia a Don Horacio, que no ha recibido ningún disparo y se lo ve ileso. También resulta increíble que Troxler sea reconocido hasta tres veces distintas por otros policías, lo que lo ayuda, en parte, a evitar el peligro. Son hechos que parecen irreales, pero que sin embargo suceden, y para enfatizar esta oposición entre lo verdadero y lo verosímil, Walsh reconstruye la escena como si hubiese sido sacada de un cuento fantástico. Así, dice que la camioneta hace un “rumbo enigmático” que le resulta increíble, mientras en el capítulo 24, denominado “El tiempo se detiene”, se dedica a recomponer la experiencia de Di Chiano en esos instantes interminables de terror, en los que espera un tiro de gracia que nunca llega. Este modo de mostrar que la realidad supera a la ficción denuncia las irregularidades del operativo, que fue desde el principio completamente ilegal.

La denuncia de Walsh también recae en el modo en que oficiales y mandatarios en el poder intentan ocultar lo que sucedió, aplicando una política del terror. Esto se ve particularmente en los casos de Giunta y de Livraga, que pasan por experiencias de tortura inimaginables. Estos casos particulares, además de tratar el tema de la denuncia política, también tienen de trasfondo el tema “Civilización y barbarie”, puesto que manifiestan, en todo su horror, el modo en que la elite dirigente, supuestamente civilizada, utiliza prácticas bárbaras para perpetuar su dominación.

Giunta, desde el principio, se siente envuelto en una pesadilla, en la que todos parecen querer matarlo. Luego es capturado, y Walsh observa cierto goce siniestro en el modo en que Giunta es empujado hacia la locura por sus carcelarios. Para manifestar esta alienación, que conduce a la pérdida de la propia identidad, el narrador elige una imagen muy contundente: la de Giunta riéndose sin razón, ignorando que la risa proviene de su propia boca. El elemento fantástico entra en juego cuando Walsh sostiene que Giunta pasa a ser un “espectro” de sí mismo.

En Livraga, la situación de abandono en que es arrojado sin tratamiento médico, con una venda que se pudre en su cara, hace que las imágenes del terror se tornen aún más grotescas. Para él, el dolor físico y el miedo son tan extremos que resultan indistinguibles. Los familiares de muertos y sobrevivientes también son sometidos a un calvario inhumano, en el que se los engaña y se los maltrata con el fin de encubrir lo que en verdad sucedió. Esta reconstrucción de lo que padecen los familiares, además de otorgar una dimensión emotiva y empática al relato, suma más víctimas a la denuncia política de Walsh, poniendo en evidencia el modo en que el Estado ejerce impunemente la violencia.

Otro modo en el que el narrador interpela la simpatía del lector es detectando a los “héroes” de la historia, aquellos que se arriesgaron al asistir a las víctimas. Entre estos se encuentran las enfermeras que asisten a Livraga, los presos que le dan de comer y beber a Giunta, el abogado que ayuda a ambos presos a ser liberados y el propio Troxler, que decide volver al basural en búsqueda de sobrevivientes. Además, Walsh no deja de mencionar a los policías que muestran compasión por las víctimas, a diferencia de los oficiales que actúan con un “sangriento cinismo”. Estas escasas menciones se ponen también al servicio de la denuncia, puesto que se revelan como excepciones a la regla.

Walsh decide cerrar la parte dedicada a los hechos destacando la hipocresía del certificado de buena conducta que recibe Giunta al salir de prisión. Otro papel burocrático, que indica que Giunta fue arrestado sin causa, manifiesta lo mismo: que toda aquella experiencia de tortura que este hombre padeció no tiene ningún tipo de justificación, mucho menos la de haber cometido un ataque subversivo. Walsh hace énfasis en esta cuestión porque quiere demostrar que el proceder de la Revolución Libertadora es ilegal y en exceso arbitrario y abusivo. Con esto da pie a lo que será la tercera parte, dedicada a la evidencia en contra del gobierno de facto.