Operación Masacre

Operación Masacre Citas y Análisis

Recuerdo la incoercible autonomía de mis piernas, la preferencia que, en cada bocacalle, demostraban por la estación de ómnibus, a la que volvieron por su cuenta dos y tres veces, pero cada vez de más lejos, hasta que la última no tuvieron necesidad de volver porque habíamos cruzado la línea de fuego y estábamos en mi casa. Mi casa era peor que el café y peor que la estación de ómnibus, porque había soldados en las azoteas y en la cocina y en los dormitorios, pero principalmente en el baño, y desde entonces he tomado aversión a las casas que están frente a un cuartel, un comando o un departamento de policía.

Narrador, p. 18

Esta cita es una parte del relato en el que Rodolfo Walsh cuenta cómo vivió en carne propia el levantamiento encabezado por Tanco y Valle, del que se enteró mientras jugaba una partida de ajedrez en un café de La Plata. La escena es significativa porque lo muestra al narrador abandonando la “burbuja” de sus intereses personales para involucrarse personalmente en el conflicto social. Este pasaje se narra aquí a través de una disociación entre su cuerpo y su mente: la “incoercible autonomía” de sus piernas, que se separan de su voluntad, lo conduce hasta uno de los focos del conflicto. Sus piernas lo invitan a comprometerse, a poner en riesgo su vida.

Finalmente logran cruzar la línea de fuego (¿logran quiénes, él y sus piernas personificadas?) y Walsh llega a su casa. Pero el enfrentamiento ha alcanzado también este espacio de lo privado, invadiendo hasta sus rincones más íntimos. De esta manera, la irrupción de la realidad, al igual que sus piernas, escapa al control del narrador, que de ahora en más no dejará que los acontecimientos lo superen sin tomar parte en la acción. Este fragmento nos muestra también de qué lado del conflicto se va a posicionar: su aversión a vivir cerca de donde se encuentra la policía nos sugiere que su postura irá a favor de quienes la confrontan.

Es matador escuchar a Giunta, porque uno tiene la sensación de estar viendo una película que, desde que se rodó aquella noche, gira y gira dentro de su cabeza, sin poder parar nunca. Están todos los detallecitos, las caras, los focos, el campo, los menudos ruidos, el frío y el calor, la escapada entre las latas, y el olor a pólvora y a pánico, y uno piensa que cuando termine va a empezar de nuevo, como es seguro que empieza dentro de su cabeza ese continuado eterno, “Así me fusilaron”. Pero lo que más aflige es la ofensa que el hombre lleva adentro, cómo está lastimado por ese error que cometieron contra él, que es un hombre decente y ni siquiera fue peronista, “y todo el mundo le puede decir quién soy yo”. Aunque eso ya no es seguro, porque hay dos Giuntas, éste que habla torrencialmente mientras se pasa la gran película, y otro que a veces se distrae y consigue sonreír y hacer un chiste como antes.

Narrador, p. 22

El narrador describe el modo en que Giunta revive el momento de la masacre como si dentro de su cabeza se estuviera pasando incesantemente el rollo de una película, “filmada” aquella madrugada del 10 de junio. La analogía convierte la memoria en un cinematógrafo, que retiene con lujo de detalles la experiencia sensorial y emocional de la masacre. El “continuado eterno” de la película hace que el recuerdo se transforme en trauma, en el cual el pasado se vive como si siguiera ocurriendo, afectando el presente del sobreviviente.

Otro dolor que padece Giunta es el de la “ofensa”, con la que busca expiar cualquier tipo de culpa. Afirma que no tuvo nada que ver con el levantamiento peronista, porque él no es ese tipo de persona. Walsh comparte esta ofensa, de algún modo, cuando dice que se sintió “insultado” cuando vio la cara fusilada de Livraga. Pero ¿cuál es el motivo de la ofensa? ¿Ofende que se mate a personas inocentes y no a subversivos revolucionarios? En este punto, el fragmento analizado trae el tema de la conversión ideológica del autor. Pareciera que Walsh comparte la indignación de Giunta, la del “hombre decente” que no ha hecho nada para merecer tal suplicio. Y, sin embargo, eso “ya no es seguro”, sostiene el narrador. Giunta ha sufrido un desdoblamiento de su identidad: es dos personas, la que logra sonreír y hacer chistes “como antes”, y la que habla “torrencialmente” reponiendo la película que se transmite en su cabeza. Entonces “ya no es seguro” que Giunta sea el mismo de antes, aquel que no estaba tocado por el conflicto social, como tampoco es seguro que Walsh sea el mismo de antes, aquel que solo se interesaba en el ajedrez y la literatura. En este sentido, el autor transfiere en Giunta su propia transformación, la de aquel que empieza a ver la realidad con otros ojos.

No hay testigos de lo que hablan. Sólo podemos formular conjeturas. Es posible que Garibotti vuelva a repetir a su amigo el consejo de Berta Figueroa: que se entregue. Es posible que Carranza a su vez quiera hacerle algún encargo para el caso de que él llegue a faltar de su casa. Quizá esté enterado del motín que se acerca y se lo mencione. O le diga simplemente: -Vamos a casa de un amigo a escuchar la radio. Van a pasar una noticia…

Narrador, p. 35

En este pasaje del capítulo 2, el narrador conjetura acerca de cuál pudo haber sido la conversación que tuvieron Garibotti y Carranza cuando se encontraron la noche del 9 de junio. Walsh no cuenta con su testimonio para reponer su diálogo, porque ambos amigos mueren en el fusilamiento. En vez de imaginar una charla posible, despliega tres: un consejo, un pedido y una invitación; esta última supone incluso la posibilidad de que Carranza supiera algo del levantamiento. De esta manera, Walsh exhibe el momento ficticio de su reconstrucción, señalando la instancia en que la verdad de los hechos se le escapa. Poner en evidencia qué es lo que sabe con certeza y qué ignora es una de las estrategias con las que organiza literariamente su investigación.

Lo único preciso, lo único en que coinciden quienes recuerdan haberlo visto, es en su aspecto físico, un hombre corpulento, provinciano, muy moreno, de edad indefinible (…), alegre conversador, que en un momento estará jugando con entusiasmo al chinchón, y en otro momento muy distinto –cuando ya todos temen– roncará apacible y estruendosamente en un banco de la Unidad Regional San Martín, como si no tuviera el más leve peso en su conciencia. En estas dos instantáneas puede resumirse toda la vida de un hombre.

Narrador, p. 41

Walsh tiene poca información de Rogelio Díaz, el único de los sobrevivientes con quien no se pudo contactar. Decide, entonces, reconstruir su semblanza mediante los testimonios de los otros, que lo recuerdan divertido en la reunión de la casa de Florida y roncando sin preocupación mientras se encuentran detenidos en San Martín. Estas dos escenas son, para Walsh, como dos fotografías que simbolizan su inocencia y su buen humor, dos atributos que dan una imagen positiva de Díaz con la que el lector puede simpatizar. Walsh, que ha sido considerado por algunos críticos como el “anti-Borges”, en este fragmento utiliza un recurso muy borgeano: el de sintetizar en uno o dos eventos significativos toda la vida de una persona.

Carranza, a su vez, recuerda las palabras de Berta: “Entregate, entregate…”. Bueno, ya está entregado. Los demás puede que salgan, pero él…Apenas pidan sus antecedentes, está sonado. Tal vez piensa en aquel día en que se les disparó a los milicos tucumanos. La puerta está sin custodia y aunque la galería es larga, no hay nadie a la vista. Tal vez con un poco de suerte… Pero no, Berta tiene razón. Es hora ya de entregarse y que hagan con él lo que quieran. Matar no lo van a matar, por unos panfletos y unas conversaciones…

Narrador, pp. 74-75

En esta parte del relato, que se sitúa en el momento en que los detenidos esperan en la Unidad Regional San Martín, Walsh utiliza el estilo indirecto libre para reponer los pensamientos de Carranza. Esta vez no conjetura, como lo hizo para reponer la conversación entre Garibotti y Carranza anteriormente analizada, sino que inventa un posible diálogo interno de Carranza consigo mismo. Con el estilo indirecto libre el narrador reconstruye el fluir del pensamiento de su personaje, con sus idas y vueltas, sin abandonar la tercera persona. En este caso, recurre al verosímil pero no a la verdad: no sabemos lo que en efecto pensó Carranza en esa instancia, pero es muy probable que haya pensado en las advertencias de su esposa o en la posibilidad de darse de nuevo a la fuga.

El único momento en que Walsh recupera la suposición es cuando se pregunta si Carranza estará pensando en aquel día en que se escapó de los militares, pero los llama “milicos”, utilizando una denominación informal que recupera la jerga de su personaje. El momento final de esta reconstrucción imaginaria, que termina en puntos suspensivos, se carga de una ironía siniestra, porque Carranza supone que no lo van a matar aquella noche, cosa que en efecto sucede.

Dos súbitos guardias armados con carabina imponen silencio desde la puerta. En todo el vasto edificio se ha producido un cambio apenas perceptible, pero siniestro. La actitud antes despreocupada de los vigilantes se torna hosca, ceñuda. Voces, repiquetear de pasos en la galería adquieren singulares resonancias. Después, prolongados silencios.

Narrador, p. 78

Este fragmento ejemplifica bien el modo en que Walsh construye la atmósfera de tensión y de suspenso de las horas previas a la masacre. Antecede a esta parte el momento en que los detenidos se enteran de la promulgación de la ley marcial y empiezan a hablar al mismo tiempo, nerviosos. Con una hipálage, que traslada la rapidez de la acción a quienes la realizan (“súbitos guardias”), el narrador muestra cómo los vigilantes imponen silencio inmediatamente. A esto se sucede un enrarecimiento de la situación: con la aparición del miedo la experiencia se intensifica. El peligro de muerte transforma la escena, hace que los sonidos y los silencios tomen una dimensión siniestra e irreal. La imagen de esta escena es una imagen de terror que anticipa el punto climático de la narración: el momento de la masacre.

¿Es estupidez? ¿Es anticipado remordimiento? ¿Puede ignorar la zona? ¿Es un inconsciente impulso de buscar testigos para el crimen que va a cometer? ¿Quiere brindar una posibilidad “deportiva” a los condenados, librarlos al destino, a la suerte, a la astucia de cada uno? ¿Quiere de este modo absolverse, delegando el fin de cada cual en manos de la fatalidad? ¿O quiere todo lo contrario: apaciguarlos, para que resulte más fácil darles muerte?

Narrador, pp. 88-89

Walsh se pregunta por qué Rodríguez Moreno decide fusilar a los detenidos en el basural de José León Suárez, en una zona semipoblada, en vez de aprovechar un descampado que se encuentra cerca y que es un lugar más propicio para realizar la matanza. La cantidad de preguntas formuladas indica lo incomprensible de la situación, que bordea lo inverosímil, a pesar de ser un hecho constatado por su investigación. Sus conjeturas nos otorgan un perfil de este personaje, que en ninguna de las opciones planteadas queda bien parado: si no es incompetencia o ignorancia lo que lo conduce a elegir el basural, el narrador plantea la posibilidad de que Rodríguez Moreno busque con su decisión someter a las víctimas a un juego siniestro de supervivencia. También se pregunta si la intención del mayor es trasladar la responsabilidad que tiene sobre el operativo a la “fatalidad”, como aquellas otras veces en las que Rodríguez Moreno, según nos lo pinta Walsh, se vio envuelto por culpa de una “mala suerte” en casos de violencia policial. Estas preguntas ponen a funcionar la oposición entre la verdad y la verosimilitud, señalando la extrema imprudencia con que es llevado a cabo el fusilamiento, que por todos lados lleva la marca de la clandestinidad.

Alzó la cabeza y vio el campo todo blanco. En el horizonte se divisaba un árbol aislado. Nueve meses más tarde comprobó con sorpresa que no era un solo árbol, sino el ramaje de varios, cortado por una ondulación del terreno, que producía esa ilusión óptica. Incidentalmente, el detalle probó a quien esto escribe –por si alguna duda me quedaba– que don Horacio había estado allí. El único sitio desde donde se observa ese extraño espejismo, es el escenario del fusilamiento.

Narrador, p. 104

En el capítulo 27, “Una imagen en la noche”, la narración repone la escena en la que don Horacio se levanta después de permanecer un largo tiempo tirado en el basural. Al incorporarse divisa una imagen en el horizonte, la de un “árbol fantasma” (104), como lo llama a continuación Walsh, porque tal árbol es solo una ilusión óptica generada por la topografía del terreno; el árbol solitario es, en realidad, un conjunto de árboles que desde la perspectiva del fusilamiento parecen uno. Paradójicamente, el espejismo confirma, para “quien esto escribe”, la presencia de Di Chiano en aquel lugar.

En Operación masacre, este hecho de distorsión visual se transforma en una evidencia más de lo sucedido, que Walsh puede confirmar en primera persona cuando visita junto con Horacio el basural. Así lo cuenta en una nota al pie:

“Y de pronto, tras buscarlo ambos un buen rato, lo vi. Era fascinante, algo digno de un cuento de Chesterton. Desplazándose unos cincuenta pasos en cualquier dirección, el efecto óptico desaparecía, el ‘árbol’ se descomponía en varios. En ese momento supe –singular demostración– que me encontraba en el lugar del fusilamiento” (104).

En este sentido, podemos relacionar esta escena con el modo en que la subjetividad narrativa se pone al servicio de la objetividad periodística, sin perder la tensión que se plantea entre literatura y periodismo.

Pero Juan Carlos no ha muerto. Sobrevive prodigiosamente a sus heridas infectadas, a sus dolores atroces, al hambre, al frío, en la húmeda mazamorra de Moreno. Por las noches delira. En realidad ya no existen noches y días para él. Todo es un resplandor incierto donde se mueven los fantasmas de la fiebre que a menudo asumen las formas indelebles del pelotón. Cuando acaso por piedad le dejan a la puerta las sobras del rancho, y se arrastra como un animalito hacia ellas, comprueba que no puede comer, que su destrozada dentadura guarda todavía lacerantes posibilidades de dolor dentro de esa masa informe y embotada que es su rostro.

Narrador, p.119

La descripción que realiza Walsh en este fragmento nos otorga una imagen terrible del encarcelamiento de Livraga en Moreno. Sumado a la falta de tratamiento médico, el dolor de sus heridas, el hambre y el frío, Livraga llega incluso a perder el sentido de lo real. Su percepción del tiempo se distorsiona completamente: ya no sabe si se encuentra en la mazamorra o si todavía está frente al pelotón de fusilamiento. Juan Carlos llega a un extremo tal de sufrimiento que pierde su condición humana, no solo porque se arrastra “como un animalito”, sino también porque su cara ya no es una cara, es una “masa informe y embotada”. Todavía no ha muerto, pero los horrores que vivencia se parecen mucho a estar muerto en vida.

Ejecutor de una política de clase cuyo fundamento –la explotación– es de por sí antihumano y cuyos episodios de crueldad devienen de ese fundamento como las ramas del tronco, las perplejidades de Aramburu, ya lejos del poder, apenas si iluminan el desfasaje entre los ideales abstractos y los actos concretos de los miembros de esa clase: el mal que hizo fueron los hechos y el bien que pensó, un estremecimiento tardío de la conciencia burguesa. Aramburu estaba obligado a fusilar y proscribir del mismo modo que sus sucesores hasta hoy se vieron forzados a torturar y asesinar por el simple hecho de que representan a una minoría usurpadora que sólo mediante el engaño y la violencia consigue mantenerse en el poder.

Narrador, p. 177

En el último capítulo de Operación masacre, Walsh adopta un tono de denuncia mucho más determinante en el modo en que acusa al gobierno de Aramburu de promover una política a la que clasifica de antihumana y cruel. La metáfora de las ramas del tronco es utilizada para explicar que cada episodio de violencia –violencia entendida en un sentido amplio, porque incluye la explotación– es en realidad parte integral de un sistema, como lo son las ramas de un árbol al tronco del que se desprenden. De esta manera, Walsh cierra su libro haciendo una última y determinante puesta en evidencia de la violencia y las injusticias estatales, elementos centrales de su denuncia política.

Si acaso Aramburu se hubiera arrepentido en 1970, momento en que es secuestrado y asesinado, para Walsh tal arrepentimiento, tal perplejidad, no sería sino una muestra de cómo la clase dirigente intenta cumplir con sus “ideales abstractos” ejerciendo “el mal” en sus acciones. El Walsh que escribe estas páginas tiene una posición política claramente anti-burguesa; así lo muestra cuando dice que los buenos pensamientos de esta clase solo pueden ser un “estremecimiento” de conciencia, es decir, un arrepentimiento que llega demasiado tarde, cuando el mal ya se cometió. Con esta reflexión más abstracta, Walsh coloca a Aramburu dentro de un modo de gobernar a través de la represión y de la muerte que considera propio de una “minoría usurpadora”, a la que en otro momento llama “oligarquía”, que según él busca a toda costa permanecer en el poder. Esta crítica marca un momento clave de su conversión ideológica, en la que Walsh ya se perfila como intelectual revolucionario.