Operación Masacre

Operación Masacre Resumen y Análisis del Prólogo

Resumen

Walsh comienza el prólogo diciendo que la primera noticia que tiene sobre los fusilamientos clandestinos de José León Suárez le llega de forma casual, a fines de 1956, en un café de la ciudad de La Plata. Es un bar donde suele jugar al ajedrez, desinteresado de los conflictos políticos de su país.

Seis meses antes de tener esta noticia, en ese mismo café, los ruidos de un tiroteo cercano irrumpen la tranquilidad de su juego de estrategias. Walsh y los otros ajedrecistas salen a la calle para ver de qué se trata el alboroto: es el levantamiento de Valle, quien ha liderado un asalto al comando de la segunda división y al departamento de policía de La Plata.

Walsh atraviesa el caos, primero acompañado y después solo, hasta encontrarse en su casa, que se halla rodeada de soldados, porque está ubicada cerca del cuartel. Se torna visible la violencia de la confrontación: su casa tiene agujeros de balas, un hombre dentro de un coche agujereado tiene los sesos al aire, y, desde adentro de su casa, Walsh oye cómo un conscripto muere al grito de “No me dejen solo, hijos de puta” (18).

Walsh quiere olvidar el asunto. Es cuestión del azar, piensa, que le haya tocado vivir tan de cerca el enfrentamiento. Intenta volver al ajedrez, a la literatura y a su trabajo de periodista, aunque no cree que lo que entonces hacía pueda llamarse “periodismo”. Entonces, seis meses más tarde, le llega la noticia de un “fusilado que vive”. Inmediatamente, Walsh se pone en contacto con aquel hombre, Juan Carlos Livraga.

Livraga, con su cara agujereada por el fusilamiento, le cuenta una historia increíble. De allí surge la investigación de Operación masacre que, nos cuenta Walsh, lo llevará a abandonar su casa y su trabajo, a tomar un nombre falso y a ocultarse en el Tigre, cargando consigo un revólver mientras “a cada momento las figuras del drama [vuelven] obsesivamente” (19).

Walsh sostiene que ha escrito esta historia “en caliente y de un tirón” (20) para que nadie la sacara antes que él. Sin embargo, no logra publicarla. Finalmente, consigue a un hombre que se anima, aunque temblando, a publicarla. La historia sale y circula.

En este punto, el escritor menciona la colaboración de una periodista que se llama Enriqueta Muñiz, y que se ha comprometido tanto como él la investigación. Con ella se toma el tren a para ir al lugar de la masacre: el basural de José León Suárez. En ese lugar, la historia se hace más palpable.

Walsh sabe por Livraga que no es el único sobreviviente. Van entonces a buscar a Miguel Ángel Giunta, quien, desconfiado, no quiere recibirlos. Ellos lo convencen y logran que Giunta les cuente su relato, que a Walsh le genera la sensación de estar viendo una película. Se enteran por él de que puede haber otro sobreviviente y van en su búsqueda. Mientras tanto, el teniente coronel Fernández Suárez se entera de la investigación que circula y va a buscar a su autor, de quien solo tiene las iniciales. Termina interrogando a otro periodista del periódico que comparte las iniciales de Walsh.

El tercer sobreviviente, descubren, es Horacio Di Chiano. Este hombre vive escondido. Una niña del barrio les hace saber que, aunque digan en la casa que Horacio no está, en verdad sí está. Finalmente, logran hablar con este “enterrado vivo” (23), que sale de su escondite para darles su testimonio.

Entonces le llega a Walsh una carta anónima que suma otro nombre más a la lista de sobrevivientes: el ex suboficial Gavino. Lo buscan en la embajada de Bolivia, donde no lo encuentran, pero se enteran, por medio de Juan Carlos Torres, de dos sobrevivientes más: Julio Troxler y Reinaldo Benavídez. Walsh suma luego un séptimo personaje: Rogelio Díaz.

Después de hablar con “sobrevivientes, viudas, huérfanos, conspiradores, asilados, prófugos, delatores presuntos [y] héroes anónimos” (24), Walsh se sienta a escribir. En mayo de 1957 publica la mitad del libro, y lo demás es el relato que viene a continuación, con algunas modificaciones posteriores.

El prólogo cierra agradeciendo a varios actores involucrados en la causa: abogados, periodistas, informantes, colaboradores y familiares de las víctimas.

Análisis

Vale la pena analizar en profundidad el prólogo de Operación masacre, que no solo trata varios de los temas principales de la obra, sino que además es rico en símbolos y procedimientos literarios.

El prólogo es quizás el momento más subjetivo del relato. Trata la historia de la investigación, de cómo Walsh va recopilando los datos necesarios hasta llegar al libro, a Operación masacre como texto de denuncia periodística. Pero esta historia es también un relato de transformación individual, en el que el autor-narrador pasa por un proceso que marca un antes y un después en su vida profesional y privada. Si bien Walsh menciona que hubo otras personas involucradas en la investigación, como la periodista Muñiz, la tendencia en todo el relato va a ser el “yo” singular, que intensifica la experiencia subjetiva del investigador.

Walsh propone dos comienzos para su narración. El primero sucede cuando la coyuntura política, con todo su horror, irrumpe en el espacio aislado del ajedrez y lo mueve a salir a la calle, a comprometerse con lo que está pasando. El ajedrez, juego estratégico, se opone simbólicamente a la realidad: “se hablaba más de Keres o Nimzovitch que de Aramburu y Rojas” (17), dice Walsh en el primer párrafo del prólogo, dando a entender que en el café interesaban más los nombres de ajedrecistas famosos que de los militares en el gobierno.

El ajedrez, asimismo, está vinculado con el género policial clásico o de enigma, aquel en el cual el detective, a lo Sherlock Holmes, resuelve un crimen como si fuera un problema lógico, encerrado dentro de cuatro paredes, sin tener la necesidad de embarrarse en el lodo de los conflictos sociales. Walsh se encuentra en este mundo, aficionado como es al ajedrez y al cuento policial, hasta que la realidad le toca la puerta, puesto que incluso irrumpe en su casa: “La violencia me ha salpicado las paredes” (18), nos cuenta, utilizando una metonimia mediante la cual una idea abstracta (la violencia) se convierte en el agente de la acción. De esta manera, Walsh inicia su relato con un pasaje simbólico, del ámbito cerrado del ajedrez a la coyuntura sangrienta de la realidad política, un pasaje que tiene que ver con el tema de la denuncia política, puesta a revelar la violencia y las injusticias estatales, y con el tema de la conversión ideológica del autor, quien ya no podrá volver como si nada a su vida de antes.

Pero la verdadera transformación, el verdadero comienzo de la historia, sucede cuando Walsh escucha una frase que lo atrapa como si se tratara de un cuento fantástico: “hay un fusilado que vive” (19). Esta es la primera nota del tema “Verdad vs. Verosímil”, porque Livraga, un hombre que parece un “muerto que habla” (20) con su cara desfigurada por el disparo, provoca con su presencia un contrasentido lógico; es un oxímoron que se escapa de lo verosímil, pero que es visiblemente verdadero. “Livraga me cuenta su historia increíble; la creo en el acto” (19), sostiene Walsh, y con estas palabras reafirma su compromiso con el caso, pero también nos da a entender que lo atrapante de esta historia se halla en este componente terrible y extraordinario, que pone en cuestión lo que entendemos por real.

Con su reposición de cómo va descubriendo a los distintos sobrevivientes de la masacre, Walsh entra a jugar con los procedimientos del género policial negro que, a diferencia del clásico, trata de detectives que se comprometen con su investigación, al punto de enfrentar situaciones límite que ponen en peligro su vida. No nos dice en seguida que son siete los sobrevivientes, sino que nos los va revelando de a poco, emulando el modo en que los fue descubriendo él mismo en su investigación. De esta manera, juega con el suspenso, dosificando la información para atrapar al lector.

También despliega las dificultades que tiene en el proceso, cómo tiene que resguardarse y cómo logra que los sobrevivientes salgan de su escondite para dar testimonio. Horacio Di Chiano es presentado con una imagen como la de Livraga, pero inversa: mientras Livraga es descrito como un zombi, un muerto vivo, Di Chiano es un vivo muerto, porque está enterrado en vida, dado que vive encerrado por temor a ser descubierto y que intenten de nuevo asesinarlo. Estas imágenes fantásticas, que son metafóricas pero al mismo tiempo muy críticas de la realidad política, nos hacen reflexionar sobre cómo los conflictos representados en la historia se involucran con cuestiones de vida y muerte.

Todo esto nos lleva al tema de la denuncia política, central de toda la obra. Walsh cuenta que al verlo a Livraga y al escuchar su historia le sucede algo: “me siento insultado, como me sentí sin saberlo cuando oí aquel grito desgarrador detrás de la persiana” (19). Refiere aquí al día del levantamiento de Valle, cuando desde su casa escuchó a alguien morir, no al grito de “Viva la patria”, sino al de “No me dejen solo, hijos de puta” (18). En este sentido, Walsh nos muestra cómo el segundo comienzo, el que se involucra directamente con el fusilamiento clandestino, resignifica el primero, aquel que lo introduce azarosamente en el conflicto. Este sentirse insultado marca el tono de denuncia del relato, cargando de connotación crítica todas las imágenes de la masacre, toda la reposición de los hechos. La intención de Walsh en el prólogo es no dejar impune lo que ha sucedido.