La familia de Pascual Duarte

La familia de Pascual Duarte Citas y Análisis

El personaje, a mi modo de ver, y quizá por lo único que lo saco a la luz, es un modelo de conductas; no para imitarlo, sino para huirlo; un modelo ante el cual toda actitud de duda sobra, un modelo ante el que no cabe sino decir -¿Ves lo que hace? Pues, hace lo contrario de lo que debiera. Pero dejemos que hable Pascual Duarte, que es quien tiene cosas interesantes para contarnos.

Transcriptor, p. 12.

Estas palabras aparecen al comienzo de la obra, inmediatamente después de la dedicatoria. Están firmadas por un supuesto transcriptor; Cela apela al tan usado recurso del manuscrito hallado para contar su historia. Aquí, este transcriptor no solo se deslinda de las acciones narradas, sino que abiertamente las desaprueba. De ese modo, suaviza su responsabilidad en el impacto que van a producir sus palabras en los lectores. Es probable también que este fragmento le hubiese sido útil para evitar la censura en su primera edición. Cabe destacar el laísmo ("huirlo"), un error gramatical típicamente español peninsular, que también se encuentra en el habla de Pascual.

Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo. Los mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer y sin embargo, cuando vamos creciendo, el destino se complace en variarnos como si fuésemos de cera […]. Hay hombres a quienes se les ordena marchar por el camino de las flores, y hombres a quienes se les manda tirar por el camino de los cardos y de las chumberas.

Pascual Duarte, p. 19.

Con esta potente frase comienza Pascual Duarte el relato de su vida desde la cárcel. A partir de aquí (y la misma idea se repetirá muchas veces) el protagonista se muestra a sí mismo como víctima, no solo victimario, de todo aquello de lo que se le acusa. No se exime de sus culpas, pero se excusa de la responsabilidad total de sus actos por la imposibilidad de cambiar el destino, que predetermina la senda de unos hacia una vida más fácil, y de otros hacia una existencia plagada de desgracias. Esta frase es una verdadera declaración de principios que expone el fuerte determinismo que subyace en toda la novela.

En el pueblo, como es natural, había casas buenas y casas malas […]; había una de dos pisos, la de don Jesús, que daba gozo de verla con su recibidor todo lleno de azulejos y macetas. […] Sobre el portal había unas piedras de escudo, de mucho valer, según dicen, terminadas en unas cabezas de guerreros de la antigüedad, con su cabezal y sus plumas, que miraban, una para el levante y otra para el poniente, como si quisieran representar que estaban vigilando lo que de un lado o de otro podríales venir.

Pascual Duarte, p. 21.

En el primer capítulo, Pascual describe detalladamente dos casas: la de don Jesús y la suya. La diferencia entre ambas es abismal, espejo de lo que se vivía en ese entonces. Cuando describe la casa de don Jesús (a quien luego asesinará) presenta detalles materiales, como los azulejos y las macetas, y simbólicos, como esas piedras de escudo que “vigilan”, cuidan a don Jesús de las desgracias que le pudiesen venir. Paradójicamente, esos escudos no le avisan que le llegará la muerte por mano de Pascual.

¡La mujer que no llora es como la fuente que no mana, que para nada sirve, o como el ave del cielo que no canta, a quien, si Dios quisiera, le caerían las alas, porque a las alimañas falta alguna les hacen!

Pascual Duarte, p. 53.

Esta suerte de maldición dedica Pascual a su madre cuando ella no se duele de la muerte de su hijo Mario. Para Pascual, la mujer (no así el hombre) debe tener sentimientos, ya que sin ellos carece de lo que la vuelve digna. Una mujer incapaz de llorar es, para Pascual, algo inútil, una alimaña. Cabe destacar que esta reflexión pone en evidencia una distinción de roles de género que hoy está mucho más desnaturalizada que en el momento de escritura de la novela.

Mi madre tampoco lloró la muerte de su hijo; secas debiera tener las entrañas una mujer con corazón tan duro que unas lágrimas no le quedaran siquiera para señalar la desgracia de la criatura... De mí puedo decir, y no me avergüenzo de ello, que sí lloré, así como mi hermana Rosario, y que tal odio llegué a cobrar a mi madre, y tan de prisa había de crecerme, que llegué a tener miedo de mí mismo.

Pascual Duarte, p. 53.

La muerte de Mario señala una bifurcación en el relato. Con Mario muere todo vestigio de humanidad en la familia Duarte, porque solo él es puro e inocente, incapaz de maldad, y sin embargo es víctima de todos los horrores por parte de sus propios padres. Hasta ese momento, Pascual ha sentido por su madre un desprecio, en cierta medida, manejable. Él y Rosario lloran la muerte de su hermano y ese llanto marca la diferencia entre ellos y su madre, una mujer completamente seca de sentimientos. La incapacidad de su madre de dolerse por la muerte del hijo despierta en Pascual un odio tan brutal que solo podrá solucionarse con su muerte.

Mucho me dio que pensar, en muchas veces, y aún ahora mismo si he de decir la verdad, el motivo de que a mi madre llegase a perderle la respeto, primero, y el cariño y las formas al andar de los años; mucho me dio que pensar, porque quería hacer un claro en la memoria que me dejase ver hacia qué tiempo dejó de ser una madre en mi corazón y hacia qué tiempo llegó después a convertírseme en un enemigo. En un enemigo rabioso, que no hay peor odio que el de la misma sangre; en un enemigo que me gastó toda la bilis, porque a nada se odia con más intensos bríos que a aquello a que uno se parece y uno llega a aborrecer el parecido. Después de mucho pensar, y de nada esclarecer del todo, sólo me es dado el afirmar que la respeto habíasela ya perdido tiempo atrás, cuando en ella no encontraba virtud alguna que imitar, ni don de Dios que copiar, y que de mi corazón hubo de marcharse cuando tanto mal vi en ella que junto no cupiera dentro de mi pecho. Odiarla, lo que se dice llegar a odiarla, tardé algún tiempo -que ni el amor ni el odio fueran cosa de un día- y si apuntara hacia los días de la muerte de Mario pudiera ser que no errara en muchas fechas sobre su aparición.

Pascual Duarte, p. 54.

Pascual describe a la perfección el sentimiento que se va apoderando de él como una enfermedad hasta convertirse en parte integral de su ser. No se comprende el personaje de Pascual sin ese odio visceral, macerado por los años, que siente por su madre. Hay una gradación ascendente en su intensidad. Al principio, no tiene un principio claro en su memoria, sino que es una sensación difusa que viene desde la infancia y se va agrandando. Primero le pierde la respeto (nuevamente, un arcaísmo en ese cambio de artículo, típico de la zona rural en la que vive Pascual), luego las formas, las maneras de dirigirse a ella. Y esa mujer (cuyo nombre no se revela en toda la novela) deja de ser su madre y más tarde se transforma directamente en su enemigo. El extrañamiento de esa persona es gradual e irreversible. El odio por alguien de la familia es el peor, porque odiamos en ellos lo que vemos en nosotros, nuestras semejanzas. De este modo el odio a la madre se convierte en odio a sí mismo. Pero el odio verdadero, el odio en su forma más perfecta surge cuando ella no solo muestra desprecio hacia él sino también hacia su hermano, que es un ser ingenuo, inocente. El odio surge verdaderamente cuando Pascual descubre que su madre es peor que él, y solo puede redimirse siendo él peor que ella.

Mala cosa es la desgracia, créame. La felicidad de aquellos dos días llegaba ya a extrañarme por lo completa que parecía.

Pascual Duarte, p. 78.

La frase que dice Pascual en pleno viaje de novios resume el sentimiento general de la novela. Los instantes de felicidad en la vida del protagonista, que si bien no abundan, existen, siempre están teñidos de un profundo pesimismo. El propio lector experimenta una desazón cada vez que a Pascual le sucede algo bueno, porque intuye que poco después llegará una desgracia aún mayor. Lo mismo sucederán al volver del viaje y llegar al pueblo, cuando todos los reciban con cariño. Ese momento de gran felicidad anticipa uno de profunda tristeza.

El pensar que aquel tierno pedazo de carne que era mi hijo, a tales peligros había de estar sujeto, me ponía las carnes de gallina.

-Le pondremos vacuna.

-Cuando sea mayorcito...

-Y lo llevaremos siempre calzado, porque no se corte los pies.

-Y cuando tenga siete añitos lo mandaremos a la escuela...

-Y yo le enseñaré a cazar...

Lola se reía, ¡era feliz! Yo también me sentía feliz, ¿por qué no decirlo?, viéndola a ella, hermosa como pocas, con un hijo en el brazo como una santa María.

-¡Haremos de él un hombre de provecho!

Pascual Duarte y Lola, p. 92.

Son pocos los diálogos fluidos en la novela. Por lo general de trata de intercambios secos que demuestran la falta de comunicación entre los personajes. En este tierno diálogo con Lola, ambos imaginan el futuro con el niño, un futuro diferente del que le dieron a Pascual. Una infancia con salud, cuidados maternos, vacunas, escuela, un padre presente y, como proyecto mayor, la posibilidad de hacer de él una persona de provecho. Esta es una de las pocas escenas optimistas de la novela.

Tres mujeres hubieron de rodearme cuando Pascualillo nos abandonó, tres mujeres a las que por algún vínculo estaba unido, aunque a veces me encontrase tan extraño a ellas como al primer desconocido que pasase, tan desligado de ellas como del resto del mundo, y de estas tres mujeres, ninguna, créame usted, ninguna, supo con su cariño o con sus modales hacerme más llevadera la pena de la muerte del hijo; al contrario, parecía como si se hubiesen puesto de acuerdo para amargarme la vida. Esas tres mujeres eran mi mujer, mi madre y mi hermana.

Pascual Duarte, p. 97.

Este fragmento tan duro pone de manifiesto la disfuncional relación que Pascual tiene con cada uno de los integrantes de su familia. Estas tres mujeres se definen a lo largo de la obra en función de su relación con Pascual. Excepto Rosario, que tiene una existencia algo más independiente, los personajes tanto de la madre como de la esposa se edifican sobre lo que provocan en Pascual; no son entidades autónomas. Ellas intentan con cariño calmar el dolor de Pascual tras la muerte de su pequeño hijo, y él reconoce ese esfuerzo, pero automáticamente cambia y las culpa de amargarle la vida. Las tres, en este episodio, forman un personaje colectivo cuyo objetivo, según Pascual lo percibe, es mortificarlo.

Y yo -este pobre yo, este desgraciado derrotado que tan poca compasión en usted y en la sociedad es capaz de provocar...

Pascual Duarte, p.140

Los descastados, los marginales, los otros son el material con el que Cela construye la trama de su novela. Esta cita pone de manifiesto el sentimiento de aquellos a quienes el destino colocó del lado de los desafortunados, y es al mismo tiempo un llamado de atención a la sociedad, un pedido desesperado de atención, la necesidad de formar ellos también parte. Es un pedido de compasión de quien actuó determinado por una fuerza mayor a él mismo, anterior a él mismo, e irrefrenable.

Fue el momento mismo en que pude clavarle la hoja en la garganta... La sangre corría como desbocada y me golpeó la cara. Estaba caliente como un vientre y sabía lo mismo que la sangre de los corderos. La solté y salí huyendo. Choqué con mi mujer a la salida; se le apagó el candil. Cogí el campo y corrí, corrí sin descanso, durante horas enteras. El campo estaba fresco y una sensación como de alivio me corrió las venas. Podía respirar.

Pascual Duarte, pp. 164-165.

Esta cita cierra el relato de Pascual. La muerte de la madre le provoca una sensación de liberación, tal es el odio que va creciéndole desde su infancia. Pascual en varias ocasiones se aleja de la madre porque siente crecer en él ese sentimiento como una bilis y sabe que no va a terminar bien. Sin embargo, no puede torcer. La sangre está caliente como un vientre, casualmente un vientre del que él mismo salió al nacer. El matricidio, el crimen contra natura por excelencia, le trae al protagonista una sensación de libertad y desahogo. El grado de violencia con que se cuenta no sorprende -tanto- al lector, porque el camino se viene preparando desde el inicio, desde la excusa inicial del relato: “Yo, señor, no soy malo”, y se siente venir como el final anunciado, latente, determinado por el destino. Es su momento más brutal, más animal. La sangre que derrama es su misma sangre, el odio que ha venido sintiendo lo mancha ahora a él mismo. Mata a su madre como un lobo a un cordero, aunque ella misma no fuese inocente. La desgarra con una hoja filosa, la misma usada en el campo para carnear animales; la animaliza a ella y se animaliza él. Al matarla se mata a sí mismo, porque ese odio que sentía se había convertido en parte integral de su ser.