La casa de los espíritus

La casa de los espíritus Resumen y Análisis Capítulo 3: Clara, clarividente y Capítulo 4: El tiempo de los espíritus

Resumen

Capítulo 3: Clara, clarividente

El capítulo 3 nos retrotrae al momento en que Clara decide dejar de hablar, luego de la muerte de su hermana Rosa. Esa mudez le durará nueve años, tiempo durante el cual la familia probará los remedios más variados para hacerla hablar. En un primer momento la llevan con el rumano Rostipov, quien trata la histeria con varillas magnéticas. Al igual que el doctor Cuevas, Rostipov indica que no puede hacer nada, puesto que Clara simplemente no desea hablar, pero no hay nada que se lo impida.

A lo largo de esos años, la Nana trata de curarla mediante el susto: se disfraza de los seres más espeluznantes y la asalta en cualquier momento esperando que el susto la haga volver a hablar. Pero nada de esto funciona con la niña. Como contracara a este trato, la Nana le prodiga todos los cuidados posibles: la baña, la perfuma y vela su sueño. Asimismo, Nívea, su madre, estrecha la relación con Clara, que se transforma en su hija predilecta y a quien le tolera todas sus extravagancias.

En esos años, Clara sigue desarrollando sus poderes de clarividente: valiéndose de una pizarra, adivina el porvenir a los empleados de la casa y a los miembros de su familia. Con esta conducta continúa hasta que, al cumplir sus 19 años, durante la ceremonia de festejo, habla nuevamente y anuncia que se casará con Esteban Trueba.

Coincidentemente, Esteban está de regreso en la ciudad debido a la petición de su madre moribunda, a quien encuentra postrada en su lecho, con el cuerpo compacto y entumecido, rígida por la artritis y en pleno proceso de putrefacción en vida. Ester se pone feliz de ver a su hijo y le hace prometer que se casará y que le dará descendencia al apellido Trueba. Habiendo manifestado su deseo, anuncia que pronto morirá. Esteban se conmueve frente a su madre, aunque nunca la haya querido demasiado y, en los últimos 10 años, no haya pensado en ella.

Ester muere dos días después, sola en su cama, ya que sus dos hijos estaban ausentes. Férula había salido a rezar el rosario en un conventillo y Esteban se había dirigido a la casa de los Del Valle, a ver si el matrimonio, que ya lo había aceptado una vez como yerno, tenía una hija con la que pudiera casarse.

El cortejo es efímero. Clara lo interpela y le dice que ella está dispuesta a casarse con él. Rápidamente se organiza la ceremonia de compromiso, un banquete para alrededor de cien personas que se ve empañado justo cuando los novios se colocan los anillos, momento en el cual Barrabás, el perro de Clara, entra aullando con un cuchillo clavado en el lomo y muere a los pies de su ama, quien se desmaya del dolor.

El año transcurre con los preparativos de la boda y la construcción de La casa de la esquina, que será el hogar del matrimonio. Para su construcción, Esteban hace traer los materiales desde Europa y Estados Unidos y manifiesta su interés por tener un hogar sólido y clásico para albergar a toda su descendencia. Clara, mientras tanto, no se preocupa por nada concerniente a la boda, pero traba una amistad estrecha con Férula, quien se siente desesperada por hacerse un lugar en el matrimonio de su hermano para poder seguir formando parte de su vida y no ser arrojada a la miseria.

Luego de la boda, el matrimonio pasa tres meses de luna de miel en Italia. Al regresar, se mudan a La casa de la esquina y poco tiempo después Clara queda embarazada. El año transcurre sin sobresaltos. Esteban viaja regularmente a Las Tres Marías, aunque ya no obtiene ningún placer por las tareas de campo, y vuelve a la ciudad lo más pronto posible.

Durante su embarazo, Clara se muestra cada vez más ausente y en constante diálogo con la niña que está gestando: ha predicho que será una niña y se llamará Alba. También sigue en contacto con los espíritus que la rodean y se comunican con ella. Al final del capítulo nace Alba, una niña fea y peluda que espanta a Esteban, quien deseaba un varón, pero que enloquece de felicidad a Clara, quien parece recuperar la noción del presente.

Capítulo 4: el tiempo de los espíritus

Al iniciar el capítulo, el matrimonio se dirige, junto a Blanca y a Férula, a pasar el verano en Las Tres Marías. Allí, la pequeña hija de Clara establece amistad con Pedro Tercero García, hijo de Pedro Segundo, capataz de la estancia en ausencia del patrón. Clara la deja jugar con él aunque sabe, gracias a sus dotes adivinatorias, que esa unión traerá problemas en el futuro.

Mientras Esteban se encarga de los trabajos de campo, Clara comienza a comprender cómo funcionan las mecánicas de Las Tres Marías y cómo gobierna su marido sobre esa gente. Para contrarrestar la opresión de Esteban, trabaja incansablemente para hacer funcionar la escuela y para brindar salud a los niños de la estancia. A su vez, instala un taller de costura y se encarga de la pulpería de la estancia.

Mientras tanto, Férula organiza reuniones para rezar el rosario junto a las mujeres de los peones. Clara aprovecha estas reuniones piadosas para presentar a esas mujeres campesinas los ideales feministas que heredó de su madre, aunque con muy poco éxito, pues esas mujeres no pueden aplicar las conductas que promueve su patrona en sus casas, ya que sus maridos las golpearían hasta silenciarlas. Cuando Esteban se entera de lo que su mujer está haciendo, se enciende en un arrebato de cólera y le prohíbe volver a compartir sus ideas feministas en Las Tres Marías.

El tiempo pasa y Clara no da señales de querer volver a la capital, por lo que la estadía de la familia se prolonga en Las Tres Marías. Después de una plaga de hormigas que enloquece a la familia y que solo el padre de Pedro Segundo logra contrarrestar, Clara comienza a dar muestras de encierro en su interior espiritual, y esto anuncia que está embarazada. Debido a ello, la familia regresa a la capital.

Durante el embarazo, Clara vuelve a encerrarse en su mudez, y otra vez se vale de su pizarra para comunicarse, como cuando era niña. Ante la lejanía de su esposa, Esteban Trueba vuelve a frecuentar un prostíbulo, donde se encuentra con Tránsito Soto, una prostituta que conoció cuando era soltero, en Las Tres Marías, y a la que ha ayudado dándole dinero.

Hacia el último mes de embarazo –Clara ya había predicho que tendría mellizos varones y que los llamaría Jaime y Nicolás –Severo y Nívea Del Valle mueren en un accidente automovilístico. Esteban Trueba no quiere que su esposa se entere de la tragedia, por lo que Clara no participa en el sepelio. Sin embargo, ella había sido la primera en enterarse de la muerte, gracias a sus poderes, y también sabe que a su madre la han enterrado sin cabeza, puesto que al chocar el auto con una zona en construcción una lámina de acero la decapitó y la policía no ha podido hallar la cabeza.

Intranquila frente a esta situación, Clara obliga a Férula a tomar un taxi junto a ella y salir en busca de la cabeza. Con sus dotes, indica al chofer por dónde tiene que andar y cuándo detenerse. Así encuentran la cabeza y la cargan en el auto. En ese preciso instante, Clara siente que va a dar a luz. Regresan a la casa y el parto se desarrolla con normalidad. Los mellizos nacen bajo la mirada de la cabeza de Nívea, que descansa sobre un mueble hasta que la trasladan al sótano de la casa.

Tras la muerte del matrimonio Del Valle, la Nana se instala en La casa de la esquina y ayuda a la familia con el cuidado de los tres niños. La criada se transforma rápidamente en la rival de Férula, y las dos compiten por el amor de Clara, aunque sostienen sus pleitos en secreto, para no preocuparla.

Por esa época a la casa llegan las tres hermanas Mora, un grupo de hermanas espiritistas que han ubicado a Clara con sus poderes y traban con ella una estrecha amistad. Desde ese momento, La casa de la esquina se llena de gentes de diversas procedencias: cabalistas, bohemios, magos y poetas. Todos los viernes se establece una reunión –a la que asiste también la jovencita Blanca –para conjurar espíritus, hablar con el más allá y desarrollar las artes adivinatorias.

Esteban reprueba esta conducta, pero no interfiere en los hábitos de su esposa. Solo se encarga que los mellizos no se vean involucrados en cuestiones mágicas, pues considera que son cosas de mujeres. Al mismo tiempo, Esteban inicia una rivalidad silenciosa con su hermana, Férula, quien compite por el amor de Clara. Férula hace todo lo posible para alejar a la pareja, y logra que Esteban ya no se sienta cómodo en su propia casa y decida irse cada vez más tiempo a la estancia. Sin embargo, movido por un presentimiento, Esteban regresa un día a la capital sin dar aviso. Esa noche hay un temblor particularmente fuerte que espanta a Férula, quien busca refugio en la habitación de Clara. Esta última no lo ha sentido, y duerme plácidamente. Cuando Esteban llega a la casa, se dirige sigilosamente a la habitación de su mujer y encuentra a su hermana durmiendo con ella. En un arrebato de ira, acusa a su hermana de pervertir a su mujer con inclinaciones lésbicas y la echa de la casa.

Análisis

Tal como sus títulos lo indican, el capítulo 3 está dedicado a Clara, la hija menor del matrimonio Del Valle, mientras que el 4 es enfoca en su matrimonio con Esteban Trueba y la casa que habitan juntos.

Clara es una niña extravagante que no se mueve dentro de los parámetros de conducta habitual. Después de la muerte de su hermana, Rosa, deja de hablar y solo se comunica por medio de una pizarra. A pesar de su mudez, la niña sigue desarrollando sus habilidades psíquicas y espirituales. Clara puede comunicarse con espíritus, mover objetos por los aires, tocar el piano aun con la tapa sobre las teclas y ver el futuro de la gente que la rodea.

Este personaje abre la narración a una serie de elementos mágicos que, lejos de verse como cuestiones sobrenaturales inexplicables, o de producir un conflicto de sentidos con el carácter realista del resto de los acontecimientos, se integran naturalmente a la compleja realidad de las familias protagonistas. La integración se produce también a nivel estilístico: la narradora utiliza la enumeración y la repetición sintáctica como recursos estructurantes de su texto y en ellas coloca, al mismo nivel, los hechos mágicos y los más banales. En el siguiente pasaje, por ejemplo, se enumeran tres elementos que una institutriz inglesa no toleró de su trabajo en la casa de los Del Valle: “Severo hizo traer de Inglaterra a una institutriz, miss Agatha, alta, toda ella de color ámbar y con grandes manos de albañil, pero no resistió el cambio de clima, la comida picante y el vuelo autónomo del salero desplazándose sobre la mesa del comedor, y tuvo que regresar a Liverpool” (p. 87). Los poderes de Clara quedan nivelados a otros elementos propios del continente y de Chile, como la comida picante y el clima.

Cuando Clara se casa con Esteban Trueba y se mudan a La casa de la esquina, Férula, su cuñada, se hace cargo de sus cuidados e incluso organiza la rutina del día a día en torno a estas particularidades: “A media mañana le llevaba personalmente el desayuno a la cama, abría las cortinas de seda azul para que entrara el sol entre los cristales, llenaba la bañera de porcelana francesa pintada con nenúfares, dándole tiempo a Clara para sacudirse la modorra saludando por turno a los espíritus presentes, atraer la bandeja y mojar las tostadas en el chocolate espeso” (p.110). Esta enumeración propone, nuevamente, la nivelación y la integración del mundo espiritual con lo más cotidiano de la casa: el desayuno y el baño. Lo mismo sucede en el capítulo 4, cuando clara traba amistad con las hermanas Mora, tres damas espiritistas que establecen una reunión todos los viernes en La casa de la esquina para comunicarse con los espíritus y desarrollar sus técnicas de adivinación. Las hermanas Mora “se presentaron con sus propias barajas impregnadas de fluidos benéficos, unos juegos de figuras geométricas y números cabalísticos de su invención, para desenmascarar a los falsos parapsicólogos, y una bandeja de pastelitos comunes y corrientes de regalo para Clara. Se hicieron íntimas amigas y, a partir de ese día, procuraron juntarse todos los viernes para invocar a los espíritus e intercambiar cábalas y recetas de cocina” (p. 137). En el mundo que propone el realismo mágico, los espíritus implican una conexión con lo cotidiano y rutinario tanto como comer, cocinar o intercambiar recetas.

El resto de personajes que se mueven en torno a Clara sufren primero la tensión propia de ese choque de mundos, pero poco a poco van cediendo terreno y aceptando sus capacidades particulares como elementos naturales: “Su padre le prohibió escrutar el futuro en los naipes e invocar fantasmas y espíritus traviesos que molestaban al resto de la familia y aterrorizaban a la servidumbre, pero Nívea comprendió que mientras más limitaciones y sustos tenía que soportar su hija menor, más lunática se ponía, de modo que decidió dejarla en paz con sus trucos de espiritista, sus juegos de pitonisa y su silencio de caverna, tratando de amarla sin condiciones y aceptarla tal cual era” (p.89). De esta manera, el personaje de Clara, “clarividente”, como nos la presenta la novela, es la propia encarnación del realismo mágico y funciona para establecer un contrapunto entre los diferentes discursos políticos y sociales que se entremezclan en las voces de los personajes.

Si bien el relato se construye en tercera persona –salvo por los momentos en primera persona destinados a la voz de Esteban Trueba –, en contadas ocasiones la narradora rompe esa distancia que sostiene normalmente y hace algún comentario sobre su propia tarea de contar la historia. En estos momentos, la voz de la narradora indica que gran parte de lo que nos cuenta lo ha leído en los diarios de la propia Clara (que esta llama “cuadernos para anotar la vida”). Y en una de estas irrupciones de la voz de la narradora nos dice:

Es una delicia, para mí, leer los cuadernos de esa época, donde se describe un mundo mágico que se acabó. Clara habitaba un universo inventado para ella, protegida de las inclemencias de la vida, donde se confundían la verdad prosaica de las cosas materiales con la verdad tumultuosa de los sueños, donde no siempre funcionaban las leyes de la física o la lógica. Clara vivió ese período ocupada en sus fantasías, acompañada por los espíritus del aire, del agua y de la tierra, tan feliz, que no sintió la necesidad de hablar en nueve años. (94)

La casa de los espíritus, en este sentido, es un relato sobre la evolución de un país durante el siglo XX vista a través de los ojos de un grupo familiar que ha participado activamente en ella. Como saga familiar, el relato puede avanzar a lo largo de muchas décadas y configurar en las voces de muchos personajes tanto los cambios de época y de costumbres como las crisis y las felicidades propias de la intimidad del seno familiar.

Los Del Valle son un ejemplo del complejo sincretismo de ideologías y cosmovisiones de la sociedad chilena del siglo XX: en ellos conviven los ideales de una clase alta europeizada y conservadora con las ideas revolucionarias de un socialismo en pleno desarrollo y con el nacimiento de la lucha feminista. Este sincretismo se hace patente en el capítulo 4, cuando se cuenta que Severo del Valle fue el primer chileno en comprarse un automóvil y que se trataba de un modelo de origen británico al que bautizó con el nombre indígena (según la narradora) de "Covadonga" (nombre en verdad heredado de España, pero que fue de uso corriente en Latinoamérica). Por otra parte, en el capítulo 4, tras la muerte del matrimonio en un accidente provocado por el Covadonga, Nívea es despedida por las delegaciones de mujeres que la recuerdan como “la primera feminista del país” (p.133).

A la dimensión política, la presencia de Clara suma una dimensión cultural que atraviesa todo el relato y lo enriquece con una cosmovisión en constante tensión con el ideal capitalista que va a dominar las relaciones económicas y sociales en Chile. Esta cosmovisión no se preocupa por lo mensurable ni por el valor económico de los objetos y de las relaciones, sino que se interesa por el mundo oculto, por lo profundo que conecta a los seres vivos con el mundo espiritual. Este es un mundo de sensaciones magnificadas, de pura sensibilidad y percepción, libre de juicio y del intento de someter la realidad a la voluntad individual. Es un mundo que se construye en el fluir que conecta el pasado con el futuro, el sueño con la vigilia, y que se escapa de las estructuras racionales y materialistas heredadas del positivismo.

Si los Del Valle pueden considerarse como una fusión de dos mundos en tensión, esta dualidad logra finalmente su máxima expresión en el matrimonio de Clara con Esteban Trueba: ella representa la conexión al mundo espiritual y milenario, asociado a las culturas nativas de Latinoamérica, mientras que él es la encarnación del homo economicus, una persona racional que busca maximizar sus ganancias por cualquier medio. La dualidad es absoluta: mientras Esteban se preocupa por lo material, como multiplicar sus ganancias, construir la casa para su linaje y regalar a su mujer vestidos y joyas, Clara vive su matrimonio desde el plano inmaterial; no se preocupa ni presta atención a la economía hogareña, no usa los vestidos ni las joyas que recibe (y olvida dónde guarda), y modifica la casa sin orden ni concierto, siguiendo solo las voces de los espíritus, que un día le indican que hay un tesoro en la cocina y al otro le piden un cuarto nuevo para un espíritu que está por llegar.

Si Esteban se perfila como un patrón explotador que busca el progreso de sus trabajadores en la medida justa de su propia ganancia y de la reproducción de ese esquema social, Clara sigue las enseñanzas de su madre y aparece como una mano sanadora en contraposición a la violencia de su marido. En Las tres Márias, “Clara repartía su tiempo entre el taller de costura, la pulpería y la escuela, donde hizo su cuartel general para aplicar remedios contra la sarna y parafina contra los piojos, desentrañar los misterios del silabario, enseñar a los niños a cantar rengo una vaca lechera, no es una vaca cualquiera, a las mujeres a hervir la leche, curar la diarrea y blanquear la ropa” (p. 117). Lo que es más, cuando Férula realiza reuniones para rezar junto a las mujeres del campo, Clara las aprovecha para finalizarlas con su discurso feminista, invitándolas a luchar por sus derechos. Pero al discurso feminista heredado de Nívea se le opone el discurso patriarcal cristalizado en esas mujeres de campo: “«Nunca se ha visto que un hombre no pueda golpear a su propia mujer, si no le pega es que no la quiere o que no es bien hombre; dónde se ha visto que lo que gana un hombre o lo que produce la tierra o ponen las gallinas, sea de los dos, si el que manda es él; dónde se ha visto que una mujer pueda hacer las mismas cosas que un hombre, si ella nació con marraqueta y sin cojones, pues doña Clarita»” (p. 118).

Las relaciones sociales establecidas son legitimadas por el poder, primero del patrón (Esteban, en este caso) y luego del gobierno (los conservadores que se apoyan, justamente, en la simpatía de terratenientes como Esteban Trueba). En ese sentido, el patriarcado es una estructura de dominación social que somete a las mujeres al punto de hacerles creer que ese es el único orden social posible. Para dejar bien clara su postura, a estas palabras de aceptación Isabel Allende nos contrapone con ironía una semblanza del estado deplorable de estas mujeres que “se codeaban y sonreían tímidas, con sus bocas desdentadas y sus ojos llenos de arrugas, curtidas por el sol y la mala vida, sabiendo de antemano que si tenían la peregrina idea de poner en práctica los consejos de la patrona, sus maridos les daban una zurra” (p.118). El discurso feminista de Clara se encuentra, a mediados de siglo XX, con una sociedad chilena machista y misógina que el único lugar que reserva a la mujer es el de los quehaceres del hogar. Esteban Trueba es el mayor exponente de la misoginia y aparece como el macho violador, encarnando todos los elementos de una masculinidad negativa. Cuando se entera de las ideas que su mujer “pone” en las cabezas de aquellas mujeres, estalla en ira y le prohíbe terminantemente volver a hablar con ellas. En su discurso, Esteban es un “macho bien plantado” (p. 118), amo y señor de la casa, y no va a tolerar que una mujer lo deje en ridículo.

Sin embargo, Esteban también ama con locura a Clara, como nunca ha amado antes, pero incluso el amor está atravesado por el discurso patriarcal y promueve, en verdad, una estructura de dominación del hombre sobre la mujer: “En todo ese tiempo su amor había aumentado hasta convertirse en una obsesión. Quería que Clara no pensara más que en él, que no tuviera más vida que la que pudiera compartir con él, que le contara todo, que no poseyera nada que no proviniera de sus manos, que dependiera completamente” (p. 139). Planteado en estos términos, el amor implica la devoción pasiva de la mujer hacia el hombre, mientras que da libertad a este último de hacer lo que desee, dentro de la relación y fuera de ella. Si a esto se le suman las limitaciones sociales que padece la mujer, el cuadro queda completo. Es esta misma concepción del amor como posesión del hombre hacia la mujer lo que empuja a Esteban a echar de su casa a Férula –acusándola de lesbiana –cuando la encuentra acostada junto a Clara. Ciego de ira, sintiéndose vejado en lo más profundo de su hombría, Esteban no intenta averiguar por qué Férula estaba allí (el temblor la había asustado tanto que había buscado refugio en el cuarto de Clara) y actúa con la impetuosidad que ya lo ha hecho famoso.

Afortunadamente, Clara no cede a su marido y, a su manera, rompe con el esquema de dominación: cuando está abrumada por la vida material que la rodea, Clara se evade. Enmudece, como lo ha hecho de niña y lo vuelve a hacer en su segundo embarazo, o se presenta como planeando sobre las cosas de este mundo, sin que el orden del hogar, su marido o su cuñada signifiquen algo en su vida. Esta actitud desprendida enloquece a Esteban, pues desarticula sus prácticas de dominación y le demuestra que no tiene ningún poder sobre su esposa.

Cuando Esteban siente que su mujer se aleja de él y que no puede dominarla vuelve a violar trabajadoras de su estancia y luego también vuelve a un prostíbulo, aunque se había prometido no hacerlo. En el Cristobal Colón, un burdel de la capital, se encuentra con Milagros Soto, una prostituta que conoció en el Farolito Rojo, un prostíbulo cercano a Las Tres Marías y a la que le dio en el pasado 50 pesos para que pudiera probar fortuna en la ciudad. Milagros Soto ha triunfado como meretriz en la capital y tiene mucha ambición e ideas para el futuro. Esteban entonces le propone invertir su dinero para que ella pueda abrir su propio prostíbulo, pero Milagros se niega. Manifiesta que no necesitan de un patrón que disponga del capital y que luego las domine. Para ella, el tiempo de la dominación masculina ha terminado. Si va abrir un burdel lo hará formando una cooperativa con otras trabajadoras sexuales y “algunos maricones” (p. 130), para ampliar el trabajo. “Nosotros ponemos todo, el capital y el trabajo. ¿Para qué queremos un patrón?” (p. 130). Estos mismos aires revolucionarios comienzan a aparecer en Las Tres Marías, especialmente incentivados por Pedro Tercero García, el hijo del capataz, Pedro Segundo García, y enamorado de Blanca. Al enterarse, Esteban le da una golpiza al muchacho y lo amenaza con echarlo del campo si vuelve a meter ideas revolucionarias en la cabeza de los peones.

De esta manera, el fantasma del marxismo persigue más a los conservadores y, en especial, a Esteban Trueba, que los propios espíritus y las conductas extravagantes de Clara. La represión que el patrón de Las Tres Marías intenta ejercer sobre el socialismo representa el intento sostenido de una élite conservadora de mantener en sus manos los medios de producción del capital. Paradójicamente, es en su propio seno familiar donde el marxismo comienza a arraigar.

Los mellizos, Jaime y Nicolás, son enviados a una escuela británica para que los eduquen y los formen en los ideales europeos que Esteban tanto admira. Allí,

cualquier pretexto era bueno para bajarles los pantalones y darles varillazos por el trasero, especialmente a Jaime, que se burlaba de la familia real británica y a los doce años estaba interesado en leer a Marx, un judío que provocaba revoluciones en todo el mundo. Nicolás heredó el espíritu aventurero del tío abuelo Marcos y la propensión de fabricar horóscopos y descifrar el futuro de su madre, pero eso no constituía un delito grave en la rígida formación del colegio, sino sólo una excentricidad, así es que el joven fue mucho menos castigado que su hermano. (p. 148)

La sociedad conservadora que imita a Europa y a Estados Unidos puede tolerar, con cierta condescendencia, las excentricidades de esa tierra llena de historias fantásticas y espíritus. Puede aceptar y mirar con cierto aire burlón a los chamanes y las meicas que aplican sus remedios milenarios, tal como Pedro García lo hace para espantar las hormigas. Lo que los conservadores no pueden tolerar de ninguna manera son las ideas revolucionarias que ponen en jaque su autoridad y su poderío.