Arráncame la vida

Arráncame la vida Citas y Análisis

Ese año pasaron muchas cosas en este país. Entre otras, Andrés y yo nos casamos.

Catalina, Capítulo 1, p. 13.

La trama de la novela tiene lugar en México y se centra en las décadas de 1930 y 1940. La narradora y protagonista, Catalina, relata en tiempo pasado lo sucedido durante un amplio período de su vida que se inicia cuando a sus quince años conoce al general Ascencio, con el cual se casa muy poco después. En tanto Andrés Ascencio se convertirá en esta ficción en un personaje importante en la historia política mexicana, la novela narrada por su esposa intercala el plano íntimo con el político.

La primera línea de la narración, aquí citada, deja ya constancia de la intersección entre dichos planos. A partir de entonces, el relato presentará el entramado histórico-social posrevolucionario en México, desde la percepción de una mujer casada desde muy joven con un hombre de injerencia en la esfera político-militar: cuando se celebra el matrimonio, Andrés es jefe de operaciones en Puebla, luego gobernador de esa ciudad y, con el sucederse de los capítulos, acabará siendo jefe de asesores del presidente de la nación.

Para mucha gente yo era parte de la decoración, alguien a quien se le corren las atenciones que habría que tener con un mueble si de repente se sentara a la mesa y sonriera. Por eso me deprimían las cenas. Diez minutos antes de que llegaran las visitas quería ponerme a llorar, pero me aguantaba para no correrme el rímel y de remate parecer bruja. Porque así no era la cosa, diría Andrés. La cosa era ser bonita, dulce, impecable. ¿Qué hubiera pasado si entrando las visitas encuentran a la señora gimiendo con la cabeza metida bajo un sillón?

Catalina, Capítulo 6, p. 79.

Desde el inicio de su matrimonio, Catalina padece el rol que le es impuesto cumplir. A partir de determinado momento, además de estar casada con un hombre déspota y machista, Catalina se convierte en la primera dama de Puebla, estado del que Andrés se convierte en gobernador. Incluso aquello que en el primer instante le pudo parecer entretenido, como adquirir responsabilidades que excedan, por ejemplo, las que le impone la maternidad, Catalina no demora en descubrir que su nuevo rol no dista demasiado del anterior. Porque aunque gestione y organice a la perfección las reuniones diarias que tienen lugar en su casa por cuestiones políticas, los personajes representativos de ese universo político adueñado por los hombres no la ven a ella más que como a un objeto o una mascota de Andrés. Y en ese tipo de ámbitos donde la imagen es lo que cuenta, Catalina debe ahogar su malestar para mostrarse tal cual una mujer debe mostrarse en una sociedad machista y conservadora: bonita, sonriente, obediente y sumisa.

-Sí, lo dijo, mamá. Siempre dice así. A ése búsquenle un hoyo. Y eso quiere decir que lo tienen que matar.

-Ay, hijo, qué cosas te imaginas -le dije-. ¿Crees que matar es juego?

-No. Matar es trabajo, dice mi papá.

Catalina y Checo, Capítulo 6, p. 90.

Uno de los aspectos más terribles de estar casada con un líder político de la calaña de Andrés Ascencio es no poder mantener a los hijos por fuera de la atmósfera de horror que se adentra, incluso, en la casa familiar.

El fragmento citado recupera un diálogo que Catalina mantiene con su hijo menor, Checho, un niño que escuchó a su papá dar órdenes para asesinar gente. Si bien los rumores de la conducta criminal de Andrés ya habían llegado a oídos de Catalina, esta no esperaba bajo ningún punto de vista ver confirmados esos hechos en la boca de su hijo pequeño.

La conversación genera un profundo malestar en la protagonista, quien a raíz de esta situación decide mantener a los niños alejados de los espacios habitados por ella y Andrés, y delegar la crianza de sus niños a una fiel empleada.

Establecí un orden enfermo, era como si siempre estuviera a punto de abrirse el telón. En la casa ni una pizca de polvo, ni un cuadro medio chueco, ni un cenicero en la mesa indebida, ni un zapato en el vestidor fuera de su horma y su funda. Todos los días me enchinaba las pestañas y les ponía rímel, estrenaba vestidos, hacía ejercicio, esperando que él llegara de repente y le diera a todo su razón de ser. Pero tardaba tanto que daban ganas de meterse en la piyama desde las cinco, comer galletas con helado o cacahuates con limón y chile, o todo junto hasta sentir la panza hinchada y una mínima quietud en las piernas.

Catalina, Capítulo 12, p. 149.

Apenas Rodolfo gana la presidencia, Catalina y Andrés se mudan a México DF. Catalina queda lejos de las amigas con quienes compartía sus tardes en Puebla y pasa los días sintiéndose sola, aburrida, angustiada, extrañando incluso a su marido, quien no aparece por allí todos los días. No tiene ninguna tarea a la que abocarse y se dedica entonces a mantener la casa impecable, a vestirse y maquillarse a la perfección, esperando la visita de Andrés. El símil empleado por la narradora, que compara su situación con la de un teatro por abrir su telón, refleja esta dimensión de espera, pero también de suspensión y de sinsentido de los días de una mujer cuya vida entera gira alrededor de su marido. Durante ese período, Catalina emplea todo el tiempo en que está a solas en prepararse para cuando Andrés haga su entrada y así irrumpa su estado de suspensión dando comienzo a la función, a la vida.

Me volví infiel mucho antes de tocar a Carlos Vives. No tenía lugar para nada que no fuera él. Nunca quise así a Andrés, nunca pasé las horas tratando de recordar el exacto tamaño de sus manos ni deseando con todo el cuerpo siquiera verlo aparecer. Me daba vergüenza estar así por un hombre, ser tan infeliz y volverme dichosa sin que dependiera para nada de mí. Me puse insoportable y entre más insoportable mejor consentida por Andrés. Nunca hice con tanta libertad todo lo que quise hacer como en esos días, y nunca sentí con tanta fuerza que todo lo que hacía era inútil, tonto y no deseado. Porque de todo lo que tuve y quise lo único que hubiera querido era a Carlos Vives a media tarde.

Catalina, Capítulo 14, pp. 171-172.

Un giro importante en el relato se produce con la aparición de Carlos Vives, personaje que protagoniza junto a Catalina la principal historia de amor de la novela. La protagonista, atrapada en un matrimonio con un político-militar cuya conducta criminal ella padece, se ve de pronto fascinada por un universo completamente distinto. Desde el momento mismo en que ve a Carlos dirigir la orquesta sobre el escenario, en el interior de la protagonista comienza a tejerse aquello que se convertirá en el foco de sus pensamientos para siempre.

Catalina se casó siendo adolescente con un hombre al que ni siquiera eligió, y ahora se ve envuelta en un verdadero enamoramiento. La sensación de renovada vitalidad y esperanza se entremezclan con la inquietud propia de la inconveniencia de la situación. Si Catalina hasta el momento no había tomado ninguna decisión para su vida ni sabía qué quería de esta, la aparición de Carlos se le presenta provocándole toda la claridad propia del deseo.

La Guadalupe había estado en huelga un mes. Los trabajadores querían aumento de salario y plazas para los eventuales. (...) Un mes estuvieron con sus banderas puestas. Hasta que llegó el gobernador.

-Échame a andar las máquinas -le dijo a uno que se negó-. Entonces camínale -ordenó. Sacó la pistola y le dio un tiro-. Tú échame las máquinas a caminar -le pidió a otro que también se negó-. Camínale -dijo y volvió a disparar-. ¿Van a seguir de necios? -les preguntó a los cien obreros que lo miraban en silencio-. A ver tú -le dijo a un muchacho-, ¿quieren morirse todos? No va a faltar quien los reemplace mañana mismo.

El muchacho echó a andar su máquina y con él los demás fueron acercándose a las suyas hasta que la fábrica volvió a rugir turno tras turno sin un centavo de aumento.

Medina, Capítulo 18, pp. 220-221.

En el capítulo 18 se concentran varias pruebas fatales del uso despótico del poder por parte de Andrés Ascencio. La más fuerte aparece en el relato que hace Medina (líder de la CTM en Puebla) acerca del comportamiento de Andrés frente a las huelgas en las fábricas.

Hasta el momento, a Catalina habían llegado rumores de que Andrés mandaba a matar personas por negocios. El relato de Medina la impresiona de golpe porque sitúa a Andrés como ejecutor mismo de esos crímenes, además de que le atribuye un nivel de sadismo y crueldad que hasta entonces Catalina no había siquiera supuesto en Andrés. La imagen de corrupción, crimen, despotismo y crueldad que se concentra en el relato de lo sucedido en las huelgas propone un incremento de la sensación de peligro en la novela: es ese hombre, capaz de hacer esas cosas, el marido al que Catalina está siendo infiel.

Se llamaba Carmela (...)y su marido ya me había dicho era el asesinado en el ingenio de Atecingo (...) Le regresó el odio cuando mataron a Medina y a Carlos, y no entendía que yo siguiera viviendo con el general Ascencio. Porque ella sabía, porque seguro que yo sabía, porque todos sabíamos quién era mi general. A no ser que yo quisiera, a no ser que yo hubiera pensado, a no ser que ahí me traía esas hojas de limón negro para mi dolor de cabeza y para otros dolores. El té de esas hojas daba fuerzas pero hacía costumbre, y había que tenerle cuidado porque tomando todos los días curaba de momento pero a la larga mataba.

Catalina, Capítulo 22, p. 268.

El asunto de la enfermedad y muerte de Andrés se presenta con cierta ambigüedad. Porque aunque la narradora no manifiesta nada explícito al respecto, lo cierto es que el proceso acelerado del malestar de Andrés coincide con su nuevo hábito de desayunar el té de hierbas que Catalina le sirve. Esas hierbas son las que Catalina consiguió por vía de Carmela, una señora que es víctima directa de la conducta criminal de Andrés.

En el fragmento citado, la narradora repone las palabras de Carmela en la escena en que le hace entrega del té. Tal como dejan ver sus palabras, aunque no aparece manifestado explícitamente, la entrega de las hierbas de té se ven motivadas, en Carmela, menos por una voluntad de aliviar el dolor de cabeza de Catalina que por una sugerencia de inducir la muerte en Andrés. Catalina conoce esta información cuando Andrés pide día a día el té y ella no se lo niega. Con el proceder de los días, Andrés va empeorando su estado, envejeciendo y adelgazando en dimensiones preocupantes, hasta su muerte. La novela no confirma explícitamente que el té sea la causa directa de la muerte de Andrés, pero tampoco lo niega y, en verdad, la asociación queda más que sugerida por el relato.

La viudez es el estado ideal de la mujer. Se pone al difunto en un altar, se honra su memoria cada vez que sea necesario y se dedica uno a hacer todo lo que no pudo hacer con él en vida. Te lo digo por experiencia, no hay mejor condición que la de viuda. Y a tu edad. Con que no cometas el error de prenderte a otro luego, te va a cambiar la vida para bien.

Josefita Rojas, Capítulo 26, p. 311.

En el velorio de Andrés Ascencio, una señora llamada Josefita Rojas abraza a Catalina y le dice que se alegra por ella y por su estado de viudez recientemente adquirido, el estado más deseable, según dice, en la mujer. Efectivamente, en una sociedad machista y conservadora en la cual el matrimonio suele estar dado, en la época, por una cuestión que poco tiene que ver con el amor, y que se manifiesta para la mujer como una institución opresiva que la condena a un lugar de sumisión e inferioridad en el vínculo, la muerte del marido no tendría por qué ser recibida por ella como una desgracia. Siendo ilegal el divorcio en ese momento, la muerte se presenta como la única puerta hacia la libertad. Ahora, a Catalina solo le queda traspasar esa puerta y volcarse finalmente a todo lo que quiso y no pudo hacer durante tantos años.

Así que me quieres dejar todo para que yo lo reparta. Lo que quieres es joder, como siempre. ¿Quieres que vea lo difícil que resulta? ¿A quién le toca qué según tú? ¿Quieres que lo adivine, que siga pensando en ti durante todo el tiempo que dure el horror de ir dándole a cada quien lo suyo? (...) ¿Qué te crees tú? ¿Que no me vas a dejar en paz, que me vas a pesar toda la vida, que muerto y todo vas a seguir siendo el hombre al que más horas le dedico, que para siempre voy a pensar en tus hijos y tus mujeres? (...) ¿Crees que les voy a dar el gusto de quedarme con todo? (...) No, Andrés, los voy a llamar a todos a echar volados y a ver quién se gana esta casa tan fea, a ver a quién le tocan los ranchos de la sierra, a quién el Santa Julia y a quién La Mandarina, a quién los negocios con Heiss, a quién el alcohol clandestino, a quién la Plaza de Toros, a quién los cines y a quién las acciones del hipódromo, a quién la casa grande de México y a quién las chicas. Puros volados, Andrés, y el que ya esté metido en alguna parte pues ahí se queda, no voy a sacar a Olga del rancho en Veracruz, ni a Cande de la casa en Teziutlán.

Catalina, Capítulo 26, p. 312.

El hecho de que el matrimonio termine no libera inmediatamente a Catalina del pesar que Andrés significa para ella. Hacia el final de su narración, Catalina da un largo discurso que dedica a su marido difunto. Con la libertad de saberlo finalmente muerto, la protagonista se permite decirle a Andrés todo lo que piensa en ese momento.

En el fragmento citado, las palabras de Catalina refieren a la humillante tarea que la muerte de Andrés le delega, la de repartir sus riquezas entre sus numerosas amantes (mujeres cuyo nombre sabe e, incluso, también conoce la propiedad comprada por Andrés en la que viven) y sus hijos extramatrimoniales.

Sin embargo el problema no se reduce solamente a una cuestión de honor, sino también, Catalina lo sabe, a la esencia de esa herencia a repartir. Porque las irregularidades, los negocios ilícitos y la corrupción política no acaban con la muerte de Ascencio. En este discurso final de Catalina se rinde cuenta de la impura y problemática riqueza que la protagonista hereda a pesar de su voluntad. Propiedades, tierras expropiadas, fábricas, negocios ilícitos, acciones en casas de apuestas ilegales, prostitución: la lista es extensa y deja en evidencia el nivel de corrupción y enriquecimiento ilícito del cual se benefició Ascencio durante su mandato (y que conservó, gracias a contactos y negociados, en su posterior puesto como asesor del presidente). Todas riquezas a las que Catalina refiere como "puros volados", insustanciales, de los cuales espera deshacerse pronto para empezar a vivir con libertad de una vez por todas.

Cuántas cosas ya no tendría que hacer. Estaba sola, nadie me mandaba. Cuántas cosas haría, pensé bajo la lluvia a carcajadas. Sentada en el suelo, jugando con la tierra húmeda que rodeaba la tumba de Andrés. Divertida con mi futuro, casi feliz.

Catalina, Capítulo 26, p. 318.

La escena final de la novela sitúa a Catalina, junto a sus hijos, parada junto a la tumba de su marido recién enterrado. La protagonista no logra llorar hasta que se recuerda a sí misma, no mucho antes, impedida de llorar a su amado Carlos cuando fue enterrado. Entonces las lágrimas, que ahora pueden volcarse en libertad, se desatan. La imagen final de la protagonista muestra, de todos modos, su sonrisa: es la última vez que estará en ese pueblo, piensa, es la última de todas las cosas que tuvo que hacer por ser la esposa de Andrés Ascencio. El relato de Catalina sobre la historia de una mujer casada desde joven con un déspota culmina cuando ella recupera la libertad perdida durante tantos años.