Al filo del agua

Al filo del agua Imágenes

El pueblo

En el "Acto Preparatorio" se describe el pueblo antes de que empiece a resquebrajarse su dinámica tradicional por la inminencia de la Revolución. Para ello, la novela recurre a una multiplicidad de imágenes sensoriales.

Las imágenes visuales tienden a destacar los pasajes de la luz a la oscuridad, ya que el pueblo pasa de estar "bajo la lumbre del sol alto, a las luces de la tarde —fuertes, claras, desvaídas, agónicas" (17). Del mismo modo, en las noches de luna llena, "Saltan los deseos de la luz a la sombra, de la sombra a la luz, y en vano los miedos repiten el salto" (21).

Las imágenes auditivas señalan la omnipresencia del silencio generalizado en el lugar. De las casas no sale ningún sonido humano: "Casas de las que no escapan rumores, risas, gritos, llantos" (17). Y las mujeres solo cantan en la iglesia: "¡Cantaran las mujeres! No, nunca, sino en la iglesia los viejos coros de generación en generación aprendidos" (19). Por el contrario, el sonido que se escucha marcando los momentos del día es el de las campanas de la iglesia, que resuenan especialmente cuando hay un entierro: "se desgranan todas las campanas en plañidos prolongados, extendiéndose por el cielo como humo" (19-20).

Las imágenes olfativas, por su parte, tienen la particularidad de transmitir una sensación acogedora, que contrasta con la descripción general del pueblo: aunque las casas están cerradas, silenciosas y tristes, emanan "la fragancia de finos leños consumidos en hornos y cocinas, envuelta para regalo del cielo con telas de humo" (17). Asimismo, "El pan es muy bueno; su olor sahúma las tardes" (24). Estas dos imágenes son las únicas referencias positivas y hogareñas utilizadas para describir el pueblo a lo largo de toda la novela.

Las paredes de la Casa de Ejercicios Espirituales

La Casa de Ejercicios Espirituales del pueblo es diseñada por el cura para imponer temor y rigurosidad católica. Así como ha cuidado de la arquitectura del edificio, también se ha encargado de cargar el interior con pinturas que representan episodios bíblicos tétricos y terroríficos. Al leer las descripciones de estas paredes internas de la Casa, encontramos una extensa cadena de imágenes visuales:

A dondequiera volteasen los ojos —en la capilla, en los corredores, en los ambulatorios, en el refectorio, en los dormitorios—, las paredes hállanse cubiertas de imágenes e inscripciones, que fuerzan la vista y el entendimiento a prolongar la meditación. Textos clásicos y versos populares de metro y rima pegajosos; cuadros de tremendo realismo: el Viacrucis trágico, de dimensiones enormes, cubre los muros de la capilla, sobre cuyo altar se levantan las esculturas de la crucifixión, intensamente dramáticas, y al fondo un paisaje de terror: nubes cárdenas y negras, rayos, campos desolados, un caserío de tono rojizo, que representa a la malaventurada Jerusalén; alegorías de los novísimos distribuidas en los ambulatorios, entre las leyendas persistentes, casi sin dejar espacios vacíos, con tétrico abigarramiento; aquí la muerte del pecador, allí el infierno de los lujuriosos, de los avarientos, de los soberbios, de los asesinos, de los ladrones; más allá un cuerpo putrefacto donde se complació el pintor con la presencia de gusanos que parecen vivos, adheridos a la tela, entregados a su fúnebre tarea; en el repartidor central, frente a la puerta de la capilla, un Día del Juicio, pavoroso aun para quienes lo hayan contemplado muchas veces; el tormento del rico Epulón y las miserias del Pródigo que toma envidia de lo que comen los puercos a su cuidado, son los temas de dos grandes lienzos puestos en el refectorio... (67-68)

Además, la función de estas pinturas es intensificar las palabras que los fieles escuchan durante los sermones. Así, las imágenes visuales se entrelazan con las auditivas: "Los ojos, el alma sobrecogida, pasan de las terribles inscripciones hechas con grandes caracteres, a los terribles cuadros, viniendo de las terribles palabras que resonaron en la capilla: muerte, juicio, infierno y gloria" (68).

El amanecer del Jueves Santo

Cuando va a comenzar la Semana Santa, Marta siente una emoción especial y sube a la torre de la iglesia para ver el amanecer del Jueves Santo. Entonces, encontramos uno de los pasajes más hermosos de la novela, donde se describe con detenimiento y detalle el cambio del cielo en el pasaje de la noche a la mañana. Este fragmento está repleto de imágenes visuales que hacen referencia a la coloración de cielo y a los contrastes de brillos, luces y sombras. Y, asimismo, se encuentran entrelazadas múltiples imágenes auditivas que hacen referencia al silencio profundo de ese momento particular, cuando comienza el día. Para Marta, este es un momento de éxtasis, de sumo placer, por lo que incluso percibe fragancias extraordinarias:

Todavía es plena noche por los cuatro rumbos del pueblo; noche plena de luna; mas la estrella de la mañana fija el indicio del otro. Hay un silencio de muerte. Ni ladridos. Y quien está por nacer es día de gran luz y músicas. Conviene la oscuridad y el cerrado silencio — misteriosos— de su advenimiento. ¿Es luz de luna o claridad de alborada ésa del oriente? Claridad en lenta lucha, claridad en dulce confusión. Sobre la plata oxidada que las iguala, un vigor creciente, azul, amarillo, verde, luego ligeramente rosado hace languidecer los campos de la luna; van inflamándose las nubes, y la lentitud del misterio estalla en colores, violeta, rápidamente rojo escarlata, solemnes pabellones de Monumento colosal, para el sol cuya procesión avanza con vanguardia de oros y fuegos. Éxtasis de la liturgia sidérea, Marta quiere agotar los milésimos de segundo, los cambios infinitesimales de sombras y luces, que se le van de los ojos como un torrente más rápido mientras más maravilloso. Ya salió el sol del Jueves Santo. Ya es la plena mañana de los misterios. El cielo, palio recamado. Marta escucha músicas invisibles, huele aromas no de este mundo. Éxtasis que acendra el silencio de la mañana en el pueblo, extraordinario silencio en pueblo tan mañanero, silencio de un día... (99-100).

La noche de la Revolución

La noche que los revolucionarios pasan en el pueblo se caracteriza por una profunda oscuridad y por sonidos de sufrimiento:

Puertas y ventanas no dejan escapar ninguna luz. Nadie ha encendido en las casas ni un cerillo. Salas, corredores, alcobas, cocinas en tinieblas, en absolutas tinieblas. Lloran los niños. Por modo tan incontenible y creciente, que sus llantos rompen la clausura, suben a las azoteas, caen a la calle, redoblan el espeluzno de la noche, atropellados por carreras, gritos, canciones, músicas desacordadas.

Ya serán las nueve o las doce —¡quién sabe!—, no se han dormido los niños; han despertado los perros, todos los perros, cuyos ladridos dominan el infernal rumor; los niños quieren pan, quieren leche, quieren sueño. Aumentan los estampidos de las detonaciones remotas o cercanas. Crece el aullar de perros. A cada tiro —toda la tarde, toda la noche— se baja la sangre a los talones (358).

La escena encadena una serie de imágenes auditivas que remiten al llanto incesante de los niños, a los aullidos de perros y a los estruendos de bombas y tiros disparados por los rebeldes. De este modo, aunque la novela en términos generales parece defender la llegada de la Revolución (al menos como un cambio necesario), en esta secuencia también muestra la dimensión violenta de la entrada de los rebeldes en el pueblo.