Retrato del artista adolescente

Retrato del artista adolescente Resumen y Análisis Capítulo 3

Resumen

Es diciembre en el colegio. Stephen, sentado en el aula, sueña despierto con el buen estofado de cordero, papas y zanahoria que espera comer más tarde. Imagina que su estómago le insta a atiborrarse, “métetelo adentro” (p.126) le dice. Sus pensamientos viran hacia el paseo que emprenderá por la noche, a la cantidad y variedad de prostitutas que verá a su paso. Es incapaz de concentrarse en la ecuación matemática escrita en su cuaderno, la cual parece extenderse “con ojos y estrellas” ante su mirada “como la cola de un pavo real” (p.127). Contempla el universo e imagina oír en él una música lejana. Es consciente de la “fría indiferencia lúcida” (Ibid.) que se apodera de él. Al oír a un compañero responder de forma estúpida una de las preguntas del profesor, Stephen siente que revive en él cierto desprecio por su entorno.

En la pared de su habitación, tiene un pergamino miniado que atestigua su liderazgo como monitor de la congregación devota de la Virgen María. La Virgen le fascina. Con devoción lee un pasaje en latín dedicado a ella y se deleita con su música. Al principio no toma conciencia de que su veneración a la Virgen entra en contradicción con su costumbre de visitar prostitutas. Sin embargo, poco a poco se preocupa más y más por sus pecados.

Ante las palabras del rector de la escuela Stephen siente que su alma se marchita. El rector anuncia un retiro en honor de la celebración de San Francisco Javier, a quien alaba como gran soldado del Señor. Stephen se sienta en la capilla mientras el padre Arnall, que aparece como profesor invitado, lee un versículo del libro del Eclesiástico. Se despiertan sus recuerdos de Clongowes, especialmente la vez que fue arrojado al pozo negro y su posterior recuperación en la enfermería. El padre Arnall insta, mediante sus lecturas, a los chicos a dejar de lado todos los pensamientos mundanos.

Al día siguiente, los sermones continúan. Luego, el joven Stephen cae aún más en la desesperación por el estado degradado de su alma. Imagina cómo su cuerpo se pudre, débil, en su lecho de muerte, incapaz de acceder a la salvación. Imagina también el día del Juicio Final, cuando Dios castigará a los pecadores sin esperanza de apelación o misericordia. Con febril arrepentimiento, recuerda a todas las trabajadoras sexuales con las que ha cometido pecados carnales. Cuando pasa este rapto de vergüenza, Stephen se siente incapaz de elevar su alma de su impotencia. Dios y la Virgen Santa parecen estar demasiado lejos de él para ayudarlo. De repente, imagina a la Virgen que baja para unir sus manos con las de Emma. Escucha la lluvia que cae fuera, sobre la capilla, y sueña con que se avecina otro diluvio bíblico.

Cuando el padre Arnall retoma sus palabras al día siguiente, lo hace para hablar del infierno. Comienza aludiendo a Lucifer y los demás ángeles caídos, y pasa a describir con lujo de detalle lo atormentador que es allí abajo. “Cada alma perdida es un infierno en sí misma” (p.149), dice el sacerdote, y manifiesta su deseo de que ojalá en el día del gran juicio ninguno de los jóvenes presentes “se encuentre entre esos seres miserables” (p.152) que irán al infierno. Stephen sale abatido de la capilla.

En su clase de inglés, no deja de pensar en el destino de su alma. La idea de confesarse lo llena de vergüenza y lo paraliza: “No había escapatoria. Tenía que confesarse, expresar en palabras lo que había hecho y pensado, pecado tras pecado” (154). Sin embargo, de vuelta en la capilla, el padre Arnall da un discurso sobre los tormentos espirituales a los que se ve sometida el alma en el infierno, y ello lo hunde más aún en el abatimiento.

Después de la cena, Stephen va a su habitación para “estar a solas con su alma” (p.164). Presa del miedo, piensa en “los demonios que habitan la oscuridad” (p.165), y se alivia cuando entra a su habitación y puede tumbarse en la cama. Cierra los ojos. La visión de un campo de “hierbajos y cardos y matas de ortigas” (p.166) lo toma por sorpresa. Allí, seis monstruos caprinos de cara humana lo rodean: “La malicia del mal relucía en sus duros ojos” (p.166). Stephen desespera. Se da cuenta de que Dios, a través de este sueño, le ha permitido ver su propio infierno. Camina a la ventana, la abre y ante el aire agradable, “en medio de la paz y las luces esplendentes y la queda fragancia” (p.167), hace un pacto con su corazón. Reza por su inocencia perdida.

Esa misma noche, caminando por las calles, Stephen sabe que debe confesarse. Pregunta a una vieja dónde está la capilla más cercana y va hacia allí. Mientras espera su turno, se convence de que poner en palabras sus pensamientos y acciones es lo mejor que puede hacer por su alma, y que quizás haya salvación para él. Cuando por fin llega su turno, Stephen le dice al sacerdote que tiene dieciséis años, que no se ha confesado en ocho meses y que algo le pesa. Dice que ha pecado con el pensamiento y con la carne, “pecados de impureza” (p.172). El padre le ofrece el perdón y le implora que abandone ese pecado, que es muy nocivo.

Stephen parte de la capilla sintiendo una renovación en su espíritu. Al día siguiente se arrodilla frente al altar con sus compañeros y piensa en otra vida, “¡Una vida llena de gracia y virtud y felicidad!” (p.175).

Análisis

En el capítulo anterior, Stephen era hostigado por un grupo de compañeros de curso, con Heron a la cabeza, por defender a Lord Byron de los embates verbales de la banda de acosadores. Cabe mantener en la memoria la imagen de ese Stephen anterior, defendiendo al “hereje” (p.103) de Byron de los insultos de sus compañeros, ya que en este capítulo que abordamos ahora se produce una transformación clave en la personalidad de Stephen; una transformación vinculada al temor divino.

Rememoremos la escena: “Yo sé que Byron era un hombre malo” (p.103), le dice un compañero a Stephen. Luego, Heron agrega que “Byron era un hereje y además un inmoral” (Ibid.), antes de atraparlo y, con ayuda de sus secuaces, amenazarlo contra un alambre de púas para que se retracte: “Admite que Byron no era nada bueno” (Ibid.). Como vemos, toda esta secuencia es de un contenido de violencia importante. A la vez, el centro profundo del conflicto, la defensa de un poeta admirado, parece tan trivial que la escena resulta algo cómica. Sin embargo, la situación ilustra la enorme gravedad que implica para el joven Stephen verbalizar algo en lo que no cree.

Así y todo, logra zafarse de los acosadores sin sucumbir a sus amenazas e, inclusive, no les guarda rencor. Nuevamente, es su distancia con ellos lo que lo mantiene en serenidad. Stephen parece transitar el mundo en un plano diferente al de sus compañeros y familia. Esa noche, al pensar en la pelea, “había sentido que algún poder iba quitándole esa furia tejida de repente con tanta facilidad como se quita a una fruta su suave piel madura” (p.104). Esta imagen es de un alto contenido poético. De hecho, resulta casi un oxímoron el adjetivo “suave” para algo tan visceral como la furia ante una humillación recibida. Prevalece la poesía, aquí también, por sobre las situaciones mundanas típicas del paso a la adultez de un niño ordinario, dejando en claro que no hay nada de ordinario en Stephen.

En contraste con la escena, en este capítulo Stephen ya es monitor en la congregación de la Santísima Virgen María en el colegio. Sin embargo, su espíritu se encuentra escindido entre sus paseos nocturnos que buscan saciar un apetito de mundo todavía algo informe y su vocación religiosa. La imagen de la virgen es una piedra fundamental, ya que es lo que, cada tanto, lo hace reflexionar: “Si alguna vez lo impelía algo a apartar de sí el pecado y arrepentirse del impulso que lo movía, eran las ansias de ser un caballero de ella” (p.129).

A pesar de esto, no es por motu proprio que Stephen da un giro dramático a su vida, sino a través de las palabras del padre Arnall. A través de la figura del padre, que es invitado a dar un sermón en el marco de un retiro, se abre una retahíla de recuerdos de la infancia en Conglowes y su alma parece volver a ser el alma de un niño pequeño. Cabe destacar que las palabras del padre Arnall en este primer sermón se reproducen en el texto mediante el discurso directo. De este modo, el lector recibe con precisión el sermón, que versa sobre la pérdida del alma, del mismo modo en que lo recibe Stephen, sin la mediación del narrador. Luego de terminado el discurso, ahora sí, el narrador, focalizado en Stephen, retoma la palabra y da cuenta del temor creciente del joven a perder el alma. Sin embargo, hay algo de lo que no puede desprenderse Stephen, que es este modo de expresarse cada vez más sofisticado en su prosa poética, y cada vez más preciso e incisivo en las imágenes y metáforas. Por ejemplo, dice:

Su alma estaba engordando y cuajando en una grasa grosera, que se sumergía cada vez más hondo en un sombrío anochecer amenazante mientras el cuerpo que era suyo estaba en pie, apático y deshonrado, mirando con ojos oscurecidos, desvalidos, perturbados y humanos en busca de un dios bovino en que fijar la vista (p.137).

Como vemos, a pesar de que en estas escenas el apetito estético de Stephen, que lo lleva a salir al mundo y a descubrirlo sin tapujos ni prejuicios, es puesto en tela de juicio, una forma de percibir el mundo y ponerlo en palabras ya no puede desprenderse de él. Se trata de una manera de aprehender su entorno de forma poética. Así, evoca el sermón del rector y dice que “soplaba muerte en su alma”, que luego “reptaba hacia el corazón” (p.137). También, el Apocalipsis es convenientemente parafraseado por Stephen, en lugar de referido de forma directa en el texto:

Las estrellas del cielo estaban cayendo sobre la tierra como los higos soltados por la higuera que el viento ha sacudido. El sol, la gran luminaria del universo, se había convertido en un paño de crin. La luna estaba color rojo sangre. El firmamento era como un pergamino que se enrollaba (p.138).

En este segundo discurso, el efecto resulta diferente al del primer sermón, en que el texto da cuenta de la voz del padre Arnall. En este discurso estamos ante la recepción de Stephen de las palabras el sacerdote y las lecturas. Mencionamos como conveniente este recurso de parafrasear el sermón, dado que, de esta manera, el narrador logra entrelazar las imágenes apocalípticas bíblicas con las experiencias personales del joven Stephen y los pecados que lo atormentan: “El viento del último día soplaba a través de su mente, sus pecados, las rameras con ojos de joya de su imaginación, huían ante el huracán, chillando de terror como ratones y apiñándose bajo una melena” (p.141).

El tercer sermón de Arnall vuelve, nuevamente, al discurso directo. El padre habla largo y tendido, con lujo de detalle, sobre los tormentos destinados a los pecadores. Stephen se siente hundido, muerto por dentro, como si fuera ya un condenado. El retrato que la novela hace del temor infringido por la religión, ante el mínimo desafío a su estricta moral, roza la crueldad. El nivel de penetración de la moral de la iglesia en el espíritu de Stephen es absoluto. Al salir de la capilla, completamente abatido, percibe el entorno físico también como un infierno:

[Recorre] la nave lateral de la capilla, con las piernas sacudiéndose y el cuero cabelludo temblando como si se lo hubieran tocado unos dedos espectrales. Pasó (...) por el pasillo a lo largo de cuyas paredes estaban colgados los sobretodos e impermeables como malhechores ahorcados, acéfalos y goteantes y amorfos (p.152).

Si hasta el comienzo de este capítulo el adolescente sentía un apetito estético y espiritual que lo llevaba a desear experimentar el mundo en su completitud, luego de los sermones toda el hambre de descubrimiento de la vida y su exploración queda subyugada: “A cada paso tenía miedo de estar muerto ya, de que le hubieran arrancado el alma de la envoltura del cuerpo, de estar sumergiéndose de cabeza a través del espacio” (p.152). Las imágenes violentas del sermón sobre los castigos físicos y psíquicos en el infierno, también de alta carga poética, calan profundo en el espíritu sensible de Stephen, ahora nuevamente convertido en un niño indefenso: “Sólo sentía un dolor en el alma y el cuerpo, todo su ser, memoria, voluntad, entendimiento, carne, entumecido y cansado” (p.165). Esa noche las pesadillas lo asaltan y, a pesar de sentirse nuevamente como un niño, toma conciencia de que ya no lo es, y debe hacerse cargo de sus acciones. Esta es una marca fuerte del proceso de paso a la adultez del personaje, tema crucial de estas novelas de aprendizaje: “Tenía los ojos empañados de lágrimas y, levantando humildemente la vista al cielo, lloró por la inocencia que había perdido” (p.168).

Este capítulo finaliza con la victoria del temor divino por sobre los apetitos del joven poeta. Stephen solo consigue el alivio al pensar que todavía tiene una oportunidad de enmendar sus errores: “¡Confesarse! ¡Confesarse! (...) Tenía que arrodillarse ante el ministro del Espíritu Santo y contarle de sus pecados ocultos con verdad y arrepentimiento” (p.168). Así lo hace, y todo indica que, a partir de aquí y con tal de no arder en el infierno, el joven atormentado mitigará su hambre de mundo, los placeres del cuerpo y el deseo de descubrir la vida. Sin embargo, prevalece en Stephen la mirada poética y la aprehensión de la dimensión estética del lenguaje, la pequeña resistencia del joven artista. Esta cita, por ejemplo, da cuenta de este uso poético del lenguaje aún en la penitencia: “Se arrodilló (...) y sus rezos ascendieron al cielo desde su corazón purificado como un perfume que fluyera hacia arriba desde el corazón de una rosa blanca” (p.174).