La muerte de Artemio Cruz

La muerte de Artemio Cruz Resumen y Análisis Capítulos 1927 - 1947

Resumen

1927: 23 de noviembre

Cruz se encuentra en una habitación junto a un hombre gordo, comandante de la policía, que sostiene un revolver y le indica que en la recámara hay solo dos balas. El hombre se coloca el arma en la sien y aprieta el gatillo, pero no recibe la descarga y comienza a reír a carcajadas. Luego, le pasa el arma a Cruz y le dice que aquello ha sido una prueba para demostrarle que no le da miedo la muerte y que Cruz debía pasarse a su bando. Cruz toma la pistola y se la coloca también en la sien; sin embargo, antes de disparar, el gordo se levanta de la silla y desvía el arma. El tiro resuena en la casa, aunque no lo escucha nadie. Luego, los dos brindan, y el gordo dice que el mundo está dividido entre chingones y pendejos, y que simplemente hay que elegir de qué lado estar. Y cuando la fortuna cambia, hay que saber cambiar de bando y listo. Cruz se dirige a la puerta y sostiene una conversación con un hombre que parece ser su socio o su secretario, y que luego se presenta como el capitán Jiménez. Ambos discuten si cambiarse o no de bando, y en el diálogo se revela un tercer participante, el coronel Gavilán. Desde allí se dirigen todos a la Saturno, un burdel donde se puede hablar con tranquilidad y seguridad de que nada de lo dicho se filtre y se haga público.

En el burdel, Cruz se encuentra con una mujer conocida, a la que solo llama “ella”. Los dos se cruzan en las escalares y luego, de camino al sótano, los dos bajan a la bodega y se encuentran allí con un cura escondido, que comprende rápidamente que Cruz lo viene a buscar para entregarlo a la policía.

Al día siguiente, cuando Cruz se despierta hacia el mediodía, lo llaman por teléfono desde la comandancia y le informan que ya tienen al sacerdote, y que el presidente está enterado y le concede una visita a las dos de la tarde. En la otra habitación, Catalina se echa a llorar al escuchar las noticias. Mientras maneja, Cruz hojea el diario y observa los artículos sobre el fusilamiento de los que atentaron contra la vida del candidato a presidente. Antes de llegar a la Casa de la Moneda, se felicita por haber elegido siempre con tino, al caudillo emergente sobre el caudillo en ocaso. Una vez dentro, se encuentra con el policía gordo, quien lo saluda con una palmada en la espalda y lo hace pasar, mientras le pregunta si desea algo por los servicios que había prestado, a lo que Cruz responde que existen ciertos terrenos que se podrían fraccionar y el policía le asegura que se encargará de ello. Luego, de otro despacho salen el general Jiménez y el coronel Gavilán, junto a otros conocidos que habían estado la noche anterior en la Saturno. Al fondo del despacho se encuentra el presidente, ante el cual Cruz presenta sus respetos.

La narración regresa al presente de Cruz y a la primera persona. El viejo siente el olor de las pomadas que le pasan por el cuerpo y pide que lo dejen en paz. A su lado, Teresa se queja de que el padre se está burlando de ellas con la cuestión del testamento, y su madre la hace callar. Artemio pide a otra persona, un tal Mena, que abra las ventanas, y los ruidos de la calle inundan la habitación y confunden al enfermo. Luego Artemio habla con Mena sobre cómo defendió al presidente Batista, pero que ahora que ya no está en el poder no puede seguir defendiéndolo, a lo que Mena le dice que no se preocupe, que él verá de arreglarlo. Luego llega Díaz, y Cruz le da los textos escritos por Mena para que los publique en el diario con firma inventada.

Cruz vuelve a mencionar el cruce del río a caballo, aunque no dice más al respecto. Mientras tanto, Catalina y Teresa siguen preguntándole por el testamento, y Cruz, dispuesto a burlarse de ellas hasta el final, les dice que busquen su cartuchera de habanos, en cuyo doble fondo ha escondido los documentos. Las mujeres corren por la cartuchera, pero no encuentran ningún papel en ella.

El subsecretario llama por teléfono y habla sobre un intento sindical de derrocar al gobierno. Cruz dice que no hay conciliación que valga y el único camino es ignorar la huelga y mandar a la tropa a reprimir a garrotazo limpio. Para hacer valer sus palabras, amenaza con que, en caso contrario, él y sus asociados colocarán sus capitales fuera de México. Luego, Artemio Cruz se pone a pensar en comida y su mente se fuga del presente, hasta que llega a pensar que él se chingó -es decir, que se arruinó- por chingar a los demás.

La narración pasa a la segunda persona, Cruz habla consigo mismo sobre todos los significados de la palabra chingar y enumera una larga lista con sus posibles usos. Para él, chingar es el santo y seña de México, la palabra que mejor define su cultura. Uno puede chingar y ser chingado, puede ser un chingón o un hijo de la chingada, y toda la vida se resume en realidad como una cadena de chingadas, uno nace chingado, chinga a todos los que pueda y luego es chingado hasta la muerte, y así generación tras generación. Eso mismo ha hecho él, nacido en la ruina, se ha enriquecido a costa de otros hasta su vejez. Ahora es tiempo de que vuelvan a chingarlo a él.

1947: 11 de septiembre

Cruz se encuentra vacacionando en Acapulco, en los complejos turísticos preparados para un público estadounidense que han comenzado a proliferar después de la Segunda Guerra Mundial. En el hotel, comparte sus jornadas con Lilia, una acompañante de alquiler, mucho más joven que él. En esas vacaciones, por primera vez ha comenzado a sentirse viejo. Mientras se afeita frente al espejo, observa su rostro y su cuerpo y nota las marcas irreparables del paso del tiempo.

Tras afeitarse, baja a desayunar solo, rodeado de niñeras con chicos, antes de que el lugar se llene de gente joven. Lilia se reúne con él y, al terminar de comer, se dirigen a un yate que los espera para pasear antes del almuerzo.

La pareja comparte el yate con Xavier Adame, un joven rico de cuerpo bronceado que ya estaba allí, puesto que la persona que lo alquila se confundió y superpuso los turnos. Lilia se ubica a tomar sol en la cubierta, mientras que Cruz toma un gin tonic bajo el toldo de la cabina. Xavier se acerca a la joven llevando duraznos pelados y le ofrece uno. Mientras conversan y ríen, Cruz imagina que Lilia puede estar contándole a Xavier que se trata de una acompañante paga y que esa es la razón por la que está con alguien tan viejo.

Xavier pide que dirijan el yate hacia una isla pequeña y se arroja al agua para hacer esquí acuático y enseñarle a Lilia, quien se cae al primer intento. Mientras lo ve reír en el agua, Cruz imagina que esa tarde o esa noche Lilia buscará a aquel joven para acostarse con él.

Después de regresar de la excursión y almorzar, Lilia pone como excusa estar cansada y se dirige a dormir la siesta, mientras que Cruz da un largo paseo por la playa y contempla a las jóvenes parejas que descansan en la arena o hacen el amor en el mar. Luego de andar un rato, regresa a su habitación y encuentra, tal cual lo había pronosticado, la cama deshecha pero vacía. Con tranquilidad, entra al baño, se vuelve a afeitar y continúa observando los rastros de la vejez sobre su cuerpo.

La narración regresa al presente de Cruz y a la primera persona. Las ventanas vuelven a estar cerradas y el viento sopla afuera. Gloria, la hija de Teresa, se acerca a la cama de su abuelo y lo saluda, pero Artemio no parece prestarle atención y vuelve a repetir la misma frase de siempre, “... esa mañana lo esperaba con alegría. Cruzamos el río a caballo” (p. 202).

Un sacerdote se presenta y realiza una oración para la absolución de los pecados del enfermo, mientras que éste piensa en los lujos que ha tenido durante su vida y de cómo él ha sido considerado un dios por tantas personas subordinadas a su mando. Padilla luego le dice que los indios andan agitando y piden que se les pague la deuda por la tala de sus bosques, a lo que Cruz responde que se encargue de eso el comisario ejidal. Mientras, las mujeres vuelven a preguntarle por el testamento, y Artemio las manda a revisar todos los bolsillos derechos de sus sacos y luego todos sus zapatos, aunque no pueden encontrar nada en ningún sitio.

Cruz habla consigo mismo en segunda persona, consignando los hechos pasados como si fueran a ocurrir en el futuro. Recuerda a Lorenzo, su hijo, un muchacho joven y enjuto que se le parecía mucho físicamente. Con él iba a ir a caballo hasta el mar. Así lo recuerda, al joven con el torso desnudo y la escopeta levantada sobre la cabeza, riendo a carcajadas y espoleando a su caballo, lanzándolo a un galope desenfrenado por las llanuras y las selvas hasta cruzar el río. Del otro lado del río divisan el casco de la hacienda de Cocuya. Lorenzo se interna en la selva y trota por el sendero abierto entre la vegetación hasta encontrar la llanura nuevamente y retomar la carrera. Cruz también se arroja al galope y siente cómo la velocidad le llena de energía todo el cuerpo tensado, pero entonces sus recuerdos se disparan a otro momento en el que también había galopado a toda velocidad con un yaqui -un indígena de la región de Sonora- agarrado a su grupa, por hondas barracas y caminos llenos de matorrales. Cruz se pregunta quién recordará con él: si será Lorenzo sin él en esa montaña, o Gonzalo junto a él en el calabozo.

Análisis

1927 presenta un episodio en la vida política de Cruz y muestra al lector un hombre capaz de hacer lo que sea con tal de satisfacer sus ambiciones. Contrastivamente, 1947 es un capítulo que muestra a un Cruz avejentado y en la cumbre del poder que vacaciona en Acapulco con Lilia, una mujer que le hace compañía a cambio de dinero.

El capítulo dedicado a 1927, esboza algunas cuestiones en torno a la identidad mexicana, la hombría, el machismo y la personalidad de Cruz vinculada a los mitos de identidad mexicanos.

Artemio tiene 38 años y se encuentra en presencia de un comisionado de policía con el que pretende cerrar un trato que lo acercará al presidente. Artemio debe demostrarle a su interlocutor que posee nervios de acero y que no lo amedrenta el peligro sometiéndose al juego de la ruleta rusa. A pesar del miedo que le causa tener que dispararse con un revólver cargado, Cruz lo hace, y el comisionado le desvía la mano en el último momento, salvándole así la vida, lo que evidencia lo dispuesto que está Cruz a arriesgar su pellejo y lo cerca que le pasa la muerte una y otra vez. Luego de esta demostración de sangre fría, Cruz acepta cambiar de bando: retirar su apoyo al caudillo en ocaso y ofrecérselo al caudillo emergente.

La decisión implica sacrificar sus valores morales e incluso su ideología política para mantenerse cercano al poder. Como ya ha manifestado en capítulos anteriores, la única forma de ser poderoso es manteniéndose junto a los poderosos, y así también lo manifiesta el comisionado: “¿A poco no somos los meros chingones? ¿Sabes? Escoge siempre a tus amigos entre los grandes chingones, porque con ellos no hay quien te chingue a ti. (…) Brindaron y el gordo dijo que este mundo se divide en chingones y pendejos y que hay que escoger ya” (p. 161).

Cruz también piensa el mundo desde esa polarización de amos y sirvientes, poderosos y sometidos; si bien durante la Revolución el joven Artemio se mantiene fiel a Carranza e incluso se ofende cuando Gonzalo Bernal le sugiere que abandone a su general y se pase a las tropas de Villa para salvar el pellejo (esto se sabrá más adelante, en el capítulo que regresa a 1915), la experiencia política de su vida adulta le ha enseñado que para triunfar en su país debe entregar su apoyo a quien logre imponerse, más allá de su ideología y de sus planes de gobierno, lo que importa es que sea un chingón. Y Cruz reconoce que en ese sentido él siempre ha sabido alinearse con los vencedores: “Siempre había escogido bien, al gran chingón, al caudillo emergente contra el caudillo en ocaso” (p. 170).

El término chingón hace referencia a una forma de ser y de estar en el mundo, y proviene del término chingar, el más polisémico y mexicano que, según Carlos Fuentes, existe. Chingar es un equivalente al verbo “coger” latinoamericano o “follar” español, y significa, según los diccionarios, realizar el acto sexual -aunque en verdad se refiere más específicamente a la acción de penetrar-. Su uso, sin embargo, se extiende figuradamente a una infinidad de situaciones, como el mismo Cruz lo mencionará en este capítulo. Simplificando su explicación a los usos más comunes, chingar se utiliza para marcar una relación de poder o de sumisión entre dos o más términos: un chingón es aquel que chinga a alguien -que lo somete y lo domina- y un chingado es aquel que es sometido por alguien con mayor fuerza, medios o capacidades. Todo el vocabulario que se desprende de chingar pone de manifiesto el machismo cultural que tantos autores han señalado en la identidad mexicana: las palabras más usadas en el lenguaje coloquial utilizan expresiones fálicas para expresar las relaciones de poder, de sometimiento y dominación.

Cruz comprende que, si no desea ser chingado, no le queda otra opción que aliarse con chingones y chingar él mismo a los demás, y sobre esa base construye su moralidad. En este capítulo, para mantenerse en el poder, él necesita pactar con el nuevo presidente y, para demostrar su adhesión, debe entregar al cura Páez, un amigo de la familia que lo apoyó en el pasado, cuando se presentó en lo de los Bernal para unirse a la familia de Gamaliel y quedarse con su patrimonio.

En 1927, México se encuentra en medio de la Guerra cristera, un conflicto entre el gobierno y grupos de religiosos católicos que se resistían a la aplicación de la Ley Calles, un edicto que buscaba limitar y controlar el culto católico en el país. En este contexto, Páez está escondido en un burdel y puede presumirse que Cruz conoce su paradero porque él mismo ha ayudado a su esposa a esconderlo. Sin embargo, cuando se trata de conservar su poder y su posición, acepta entregar al cura a la policía, y gracias a ello gana el favor del comisionado, fundamental para acercarse al presidente y seguir realizando sus negocios: “…él solo venía a reiterarle su adhesión al señor Presidente, su adhesión incondicional, y el gordo le preguntó si deseaba algo y él le habló de algunos terrenos baldíos en las afueras de la ciudad, que no valían gran cosa hoy pero con el tiempo se podrían fraccionar y el otro prometió arreglar el asunto porque después de todo ya eran cuates, ya eran hermanos” (p. 171).

El machismo de Cruz, tanto en este capítulo como en otros, queda asociado a la valentía y a la toma de riesgos, a jugarse el todo por el todo en cada situación que lo amerite, sin acobardarse ante la posibilidad de la muerte. Así lo ha expresado anteriormente:

“... todo o nada, todo al negro o todo al rojo, con güevos, ¿eh?, con güevos, jugándosela, rompiéndose la madre, exponiéndose a ser fusilado por los de arriba o por los de abajo; eso es ser hombre como yo lo he sido, no como ustedes [Catalina y Teresa] hubieran querido, hombre a medias, hombre de berrinchitos, hombre de gritos destemplados, hombre de burdeles y cantinas, macho de tarjeta postal...”. (p. 150)

Este carácter viril que se le atribuye a Artemio Cruz lo convierte en palabras de Octavio Paz, en el "Gran Chingón", una fuerza capaz de someter y explotar sistemáticamente a quienes no son tan fuertes. Cuando en este capítulo irrumpe la narración en segunda persona, Cruz monologa sobre lo que significa chingar:

“Tu la pronunciarás: es tu palabra: y tu palabra es la mía; palabra de honor: palabra de hombre: palabra de rueda: palabra de molino: imprecación, propósito saludo, proyecto de vida, filiación, recuerdo, voz de los desesperados, liberación de los pobres, orden de los poderosos, invitación a la riña y al trabajo, (…) espada del valor, trono de la fuerza, colmillo de la marrullería, blasón de la raza, salvavida de los límites resumen de la historia: santo y seña de México”. (p. 178)

Efectivamente, el verbo chingar y todas sus posibles derivaciones componen la identidad nacional. Como lo plantea Octavio Paz en su famoso ensayo El laberinto de la soledad (al que Fuentes hace evidente referencia en estos pasajes de su novela):

“Se puede ser un chingón, un Gran Chingón (en los negocios, en la política, en el crimen, con las mujeres), un chingaquedito (silencioso, disimulado, urdiendo tramas en la sombra, avanzando cauto para dar el mazazo), un chingoncito. Pero la pluralidad de significados no impide que la idea de agresión -en todos sus grados, desde el simple de incomodar, picar, zaherir, hasta el de violar, desgarrar y matar -se presente siempre como significado último. El verbo denota violencia, salir de sí mismo y penetrar por la fuerza en otro” (Paz, 1981:84).

Además, Paz ilustra el vínculo insoslayable entre la palabra y el machismo:

“Lo chingado es lo pasivo, lo inerte y abierto, por oposición a lo que chinga, que es activo, agresivo y cerrado. El chingón es el macho, el que abre. La chingada, la hembra, la pasividad pura, inerme ante el exterior. La relación entre ambos es violenta, determinada por el poder cínico del primero y la impotencia de la otra. La idea de violación rige oscuramente todos los significados” (Paz, 1981: 85).

Y esta es la lógica que subyace a todas las relaciones vinculares de Cruz: él chingando a Regina, a Catalina, al cura Páez y a todos sus opositores. Su vida está marcada por la violencia de todas sus relaciones y la forma cínica de ejercer su poder sobre los demás (como se ha visto en la sección anterior, en relación a su esposa, Catalina). Desde esta perspectiva, se puede afirmar que los mitos identitarios mexicanos que la figura de Cruz vehiculiza delatan la dimensión machista de su cultura y la lógica de opresores/oprimidos que domina el ámbito político y social del México postrevolucionario.

El capítulo siguiente, sin embargo, presenta a Cruz como el chingado: el hombre se encuentra vacacionando, en Acapulco, junto a una joven llamada Lilia, que es una dama de compañía. Cruz se observa en el espejo y comprende que está viejo; el tiempo está ganándole la batalla y no hay nada que pueda hacer al respecto. A pesar de su fortuna y de su influencia política, envejece, sus músculos pierden tonicidad y empiezan a colgar en su cuerpo y su hombría se ve disminuida.

Sin embargo, Cruz acepta esta situación, acepta ser un chingado y reconoce, como dirá más adelante, que su posición y su riqueza se mantienen sobre las bases de su juventud: el "Gran Chingón" que supo ser lo mantiene y lo ayuda a sobrevivir. Así y todo, algo puede rescatarse de la vejez, y es el gobierno de la experiencia sobre la impaciencia. Cuando está junto a Lilia, Cruz se consuela pensando que las caricias de sus manos son más atractivas que el amor impetuoso de un joven novato.

Cuando la narración se enuncia en primera persona y Cruz vuelve sobre la realidad de su agonía después del recuerdo de Acapulco, se regodea en su riqueza y en la influencia que ha ejercido sobre los otros durante toda su vida, y allí encuentra una potencia que lo salva del paso del tiempo. Cruz enumera el lujo con el que recubre sus días y todas las vidas que tuvo bajo su mando:

“... apellidos de las mil nóminas de la mina, la fábrica, el periódico: ese rostro anónimo que me lleva mañanitas el día de mi santo, que me esconde los ojos debajo del casco cuando visito las excavaciones, que me doblega la nunca en signo de cortesía cuando recorro los campos (…) eso sí existe, eso sí es mío. Eso sí es ser Dios, ¿eh? Ser temido y odiado y lo que sea, eso sí es ser Dios”. (p. 202)

Aun en su lecho de muerte, Cruz se refugia en la potencia de su hombría y sigue reconociéndose como ese "Gran Chingón" al que hace referencia Octavio Paz en su ensayo.