Formas de volver a casa

Formas de volver a casa Resumen y Análisis Capítulo 2: La literatura de los padres (Parte 1: pp.51-66)

Resumen

El capítulo desarrolla, a modo de diario escrito por el narrador y protagonista, sucesos de su vida personal y reflexiones sobre su práctica de escritura. Se inicia con una alusión a la novela que está escribiendo sobre un personaje, Claudia, que es ficticio pero con el cual pretende representar a las mujeres de su generación. A la par, cuenta que ha hablado por teléfono con Eme, de quien ya hace un tiempo que se ha separado. Él le cuenta que está escribiendo una novela nueva y que le está costando avanzar porque está esperando que aparezca una voz con la que contarla, que no sea la suya.

Enseguida confiesa que fue Eme quien lo inspiró para escribir esa novela, a raíz de una anécdota de su infancia en la que estaba jugando de noche en el patio con amigas, desoyendo los llamados de sus padres que insistían para que entraran. Sorprendidas de que los adultos dejaran de llamarlas de golpe, fueron a buscarlos y los encontraron en la casa de Eme llorando, la radio dando noticias sobre allanamientos y muertos. Eme y sus amigas entendieron entonces que los niños no eran tan importantes y que había temas que ellos eran incapaces de comprender. A partir de eso, el narrador comprende que su generación creció creyendo que la novela era de los padres y que ellos podían refugiarse, aliviados, en la penumbra; que mientras los padres mataban o eran asesinados, mientras luchaban en un país en crisis, los niños jugaban y aprendían las cosas elementales, como hablar o caminar. Mientras la novela sucedía, los niños jugaban a esconderse.

En la siguiente entrada del diario cuenta que se pasa una mañana leyendo Madame Bovary, lo que lo conduce a reflexionar sobre la lectura como una práctica que le permite encontrarse con algo propio. A raíz de eso recuerda cuando tuvo que leer esa novela en la escuela, los consejos de su padre para saltearse páginas y cómo reprobó porque en lugar de leerla vio la película. Ahora, en el presente de la escritura, busca los pasajes ligados a Berta, la hija de Emma Bovary, e imagina escenas de su vida no narradas por Flaubert.

A partir de una mención a la novela que está escribiendo, esboza una reflexión sobre la niñez como ese estado de penumbra, de ignorancia válida, en el que se desconocen los nombres de las cosas esenciales y no hace falta tener respuestas para todo. En la adultez, piensa, muchas veces se añora y se juega a volver a ese estado de no saber. Entonces reflexiona sobre los personajes de su novela y la escena que acaba de escribir, en que se reencuentran veinte años después, durante la adultez. Se pregunta cómo sería ese encuentro, si realmente se reconocerían tanto tiempo después, y si bien cree que sería bello que el encuentro nunca se concretara, reconoce que él necesita que esa escena sí suceda.

Una tarde se reencuentra con Eme en su casa y desde entonces comienzan a verse nuevamente, aunque eligen no volver a convivir por el momento. Él quiere darle a leer el manuscrito de su novela en proceso, como solía hacer siempre para que ella lo aconsejara, pero ella se niega. Lo único que hace es preguntarle si se trata de una historia de amor y él le confiesa que está escribiendo sobre ella, que su protagonista, Claudia, tiene mucho de ella. Entonces él piensa para sí que no sabe por dónde avanzar con su escritura porque, por un lado, no pretende hablar de inocencia o de culpa, sino de iluminar rincones del pasado de su generación. Pero, además, porque tiene miedo de no poder hacerlo bien, pues se siente demasiado cerca de aquello que retrata, y entiende que ha forzado mucho la memoria y ha abusado de algunos recuerdos. También, en cierto modo, ha inventado demasiado.

A continuación, un pasaje del diario da cuenta de un paseo del protagonista por la ciudad, en el que compara las calles actuales, nombradas en homenaje a batallas y personas reales, con las de su infancia en Maipú, caracterizadas por esos nombres de fantasía que construían una especie de mundo de mentira. Enseguida describe una escena que ve en el parque: una mujer leyendo, con el libro ubicado de tal manera que tapa su rostro, a modo de antifaz, lo que le permite definir la lectura como un modo de cubrirse, frente a la escritura, que se le representa en cambio como un modo de mostrar el rostro.

Análisis

El capítulo asume la forma de un diario en primera persona, narrado aparentemente por el mismo narrador-personaje del capítulo 1, si bien nuevamente su nombre permanece oculto. Sin embargo, enseguida la figura del narrador se complejiza. La primera entrada del diario es una reflexión sobre la novela que él está escribiendo, cuyo personaje principal se llama Claudia. De esta manera, el lector descubre pronto que lo leído en el capítulo 1 es ficción dentro de la ficción, ya que es la materia de la novela que el narrador-escritor del capítulo 2 está escribiendo. Es decir, el narrador-personaje del capítulo 1 es la creación de un autor que ficcionaliza escenas de su vida infantil, creando personajes como el de Claudia, y que plasma en ese narrador-personaje los rasgos de su propia identidad. En el capítulo 2, este autor abandona la escritura de su novela y se dedica a escribir un diario personal que, entre otras cosas, comenta aquella novela.

De este modo, la estructura de la novela se aleja de la linealidad, pues el relato de infancia se ha suspendido para dar lugar al diario, en el que el narrador-autor reflexiona en parte sobre aquello que escribe, y en parte sobre su vida personal adulta, que se da en paralelo a su escritura. Con esto, la estructura de la novela se complejiza también: el capítulo 1 (y el capítulo 3) constituye un relato enmarcado, producido por el narrador y personaje autor del capítulo 2 (y del capítulo 4), que en las páginas de su diario va comentando y modificando el discurrir de aquel relato. En un tercer nivel, que tiende un puente hacia fuera del texto, este autor es a la vez narrador-personaje de un relato autoficcional más amplio aún (que es Formas de volver a casa en su totalidad), en el que Alejandro Zambra ficcionaliza escenas de su vida.

En el diario, el narrador y protagonista se detiene en reflexiones metadiscursivas sobre aquello que escribe: explicita las estrategias y los recursos literarios de los que hace uso para plasmar en su novela (capítulos 1 y 3) los sucesos de su vida pasada. Con esto demuestra que esos sucesos recuperados están ficcionalizados, atravesados por la invención, la imaginación; presentan variaciones respecto de los sucesos reales vividos. Por lo tanto, en el diario, la novela de Zambra encuentra el modo de exponer los procedimientos autoficcionales: la identidad autor-narrador-personaje y su uso de la ficción en la reconstrucción autobiográfica. Además, en esta instancia íntima y reflexiva, la novela piensa en los modos posibles de hacer memoria: cómo se recupera el pasado, cómo se reconstruyen los recuerdos y cómo se entreteje toda esa experiencia en un relato lineal. La apuesta de Zambra parece proponer que todo relato que se pretende autobiográfico termina ingresando inevitablemente en el ámbito de la ficción, en la medida en que no deja de ser una versión más de lo acontecido.

En suma, Claudia se vuelve en el capítulo 2 un personaje ficcional, si bien el narrador dice estar pensando insistentemente en ella “como si existiera, como si hubiera existido” (53). Porque en definitiva, si bien ella no remite directamente a ninguna mujer concreta de la vida del narrador, él dice que, al crearla y al nombrarla, así pretende aludir al “noventa por ciento de las mujeres de mi generación” (53), es decir, el personaje remite a un colectivo, a la generación de los que durante la dictadura eran niños o niñas.

Sin embargo, enseguida el narrador introduce a su ex pareja, Eme, y confiesa que fue ella quien le inspiró la novela sobre Claudia. De hecho, cuando él le da a leer el manuscrito de su novela a Eme, le dice que su personaje tiene mucho de ella y, efectivamente, Eme y Claudia irán identificándose también para el lector. En principio, la novela del narrador surge de una anécdota de infancia de Eme, en que el juego inocente de las niñas es interrumpido por la violencia implacable de la dictadura. De la asimetría que emerge en esa escena entre ambas generaciones, Eme y sus amigas comprenden que los niños no eran tan importantes entonces y había cosas “insondables y serias que no podíamos saber ni comprender” (56). El narrador se identifica generacionalmente con Eme y va un poco más allá en la reflexión: entiende que su generación, la de hijos e hijas en plena dictadura, creció creyendo la versión oficial según la cual los padres eran los verdaderos protagonistas de la historia, mientras los niños permanecían al margen, “maldiciéndolos y también refugiándonos, aliviados, en esa penumbra” (56). De este modo, el estado de ignorancia e inocencia de la niñez es representado con la metáfora de la penumbra, en oposición al conocimiento de los padres, que serían en cambio los iluminados por el saber, los portadores de la verdad.

Esta reflexión del narrador representa la tesis que la novela en su totalidad se propondrá rebatir. Para definirla mejor, recurre a la metáfora de la vida como novela, con la cual señala que, según aquella versión oficial, “la novela era de los padres” (56). Es decir, los padres eran los personajes principales de la historia, los que intervenían en ella, haciendo avanzar la trama al ser asesinados o al asesinar, al luchar en un país en crisis; mientras, los niños, personajes secundarios, jugaban y aprendían las cosas elementales, como hablar o caminar. La tarea que el protagonista emprende en su novela es cuestionar la validez absoluta de esa versión. De ahí que haga hincapié en la idea de creencia y no de certeza (“crecimos creyendo eso”, 56). Para refutarla, recurre a la literatura: con su práctica de escritura propone una versión alternativa capaz de desmarcarse de las certezas y valores impuestos por los padres. Los hijos e hijas no eran autónomos pero sufrieron, también, los golpes de la dictadura, y hace falta que ellos también elaboren su propia memoria, no resignándose a acatar únicamente la lectura que los padres hicieron de la historia.

Es en esta dirección que operan los títulos de los primeros tres capítulos de Formas de volver a casa: el primero, “Personajes secundarios”, recupera la historia de la infancia, es decir, de los personajes que no son protagonistas de la historia, pero que en la novela de Zambra salen de su rol secundario y abren la novela, ocupando un lugar preponderante; el segundo capítulo, “La literatura de los padres”, presenta esta versión oficial de la historia y los modos en que el narrador-personaje adulto intenta leer su pasado más allá de las marcas que esa versión plasmó en su memoria; en el tercer capítulo, titulado “La literatura de los hijos”, ensayará esa nueva versión propia, acorde a su generación.

En la novela, la escritura asume una dimensión vital; se evidencia un apego muy fuerte del escritor con aquello que produce: “Porque en la novela que quiero escribir ellos se encuentran. Necesito que se encuentren” (63). A lo largo de muchos pasajes, la novela construye la escritura, y también la lectura, como instancias reveladoras donde busca respuestas que permiten dilucidar asuntos de la vida. Así, en este mismo capítulo, cuando no logra escribir, el narrador comienza a leer Madame Bovary, en un afán por recurrir a los libros “como si en ellos latiera algo propio” (57). Una escena clave en este sentido es aquella en que ve en una plaza a una mujer leyendo y se empeña en ver su cara, pero ella queda tapada por el libro, con lo cual concluye: “Leer es cubrirse la cara. Y escribir es mostrarla” (66). Mediante una metonimia, que condensa todos los rasgos de la identidad de una persona en su cara, el narrador expresa el grado de exposición que representa para él la escritura. En ella él expone su vida, su identidad.

Por eso, para el narrador, la preocupación por aquello que escribe no se limita meramente a lo textual, sino que él sabe que en su escritura está buscando decir algo sobre su vida. Quiere alejarse de las versiones impuestas y ya cerradas (“No quiero hablar de inocencia ni de culpa (…)”, 64) para decir algo nuevo sobre aquello que hasta ahora ha permanecido en silencio (“(…) quiero nada más que iluminar algunos rincones, los rincones donde estábamos”, 64). Se trata de superar la penumbra de la infancia y mostrar los rincones donde él y su generación se desplegaban, poner al descubierto escenas suyas que no han sido retratadas aún por concebirlas como secundarias. Por lo tanto, escritura y memoria están estrechamente vinculadas.

Sin embargo, el narrador entiende que ese ejercicio de memoria conlleva una dificultad, pues implica rescatar recuerdos y darles alguna forma: “Me siento demasiado cerca de lo que cuento. He abusado de algunos recuerdos, he saqueado la memoria, y también, en cierto modo, he inventado demasiado” (64). Aquí el narrador exhibe, como ya se dijo, los procedimientos autoficcionales de los que debe hacer uso: la autoficción sirve como un recurso para narrar su pasado autobiográfico, rellenando con ficción los vacíos de sentido y aquello que se escabulle a la memoria.