Tirano Banderas

Tirano Banderas Resumen y Análisis Primera parte: Sinfonía del trópico

Resumen

Libro primero: Ícono del tirano

Sobre una loma, mirando al mar, se erige San Martín de los Mostenses, un convento desmantelado durante una revolución lejana, que expulsó a sus frailes, y ahora se ha convertido en el Cuartel del Presidente Don Santos Banderas, conocido como Tirano Banderas.

Banderas, a quien el narrador llama “El Generalito”, acaba de llegar con algunos batallones de indios, luego de fusilar a los insurrectos de Zamalpoa. En el Perú, Banderas hizo la guerra a los españoles y, desde entonces, tomó la costumbre de mascar coca. Observa desde la ventana las escuadras de indios. Santa Fe celebra entonces las ferias de Santos y Difuntos.

Ve llegar a un grupo de soldados, liderado por el Mayor Abilio del Valle, que traen a un reo con la cara ensangrentada. Ante la señal del Mayor, dos caporales comienzan a castigarlo con un chicote.

En seguida, Banderas, llamado por el narrador “Niño Santos”, recibe a una delegación de la Colonia Española. Entre ellos, destaca Don Celestino Galindo, que felicita a Banderas por haber pacificado Zamalpoa, castigando el impulso revolucionario y restableciendo así el orden. Afirma que el cumplimiento de la ley es la única manera de conservar el orden de la República. Banderas, con actitud solemne, agradece el apoyo de la Colonia y dice que para un gobernante como él no es fácil hacer su trabajo, pues salvaguardar la ley y el orden para el bien de sus ciudadanos implica, en muchos casos, hacer cosas que desgarran su corazón. Tal es el caso, según Banderas, del sacrificio que debió hacer al fusilar a los insurrectos Zamalpoa. Los miembros de la delegación muestran su admiración mientras el hombre continúa describiendo con dramatismo el pesar que le significó matar a esos hombres, y agrega que tal vez la República podría encontrar a alguien mejor que él para desempeñar esa difícil tarea. Pero Don Celestino responde que los hombres providenciales no pueden ser reemplazados y los demás hombres aplauden. Banderas invita a Don Celestino a jugar un partido de ranita, y el resto de los hombres se va.

Banderas le dice a Don Celestino que las revoluciones, para acabarlas de raíz, precisan balas de plata, pues no llevan pólvora ni hacen estruendo. Banderas señala que entre los revolucionarios hay muchos científicos, hombres cuya inteligencia merece respeto y se luce en el extranjero. Para sofocarlos, le pide a Celestino que le consiga balas de plata, a lo cual Don Celestino responde que la Colonia ha sufrido mucho y tiene poco dinero en este momento. Banderas enfatiza que los idearios de la Revolución son una enorme amenaza para la Colonia y asegura que el extranjero ya está acogiendo las calumnias que aquella propaga. Es por eso que Celestino debe instar a la Colonia a frenar esa campaña de difamación, instruyendo al Gobierno de la Madre Patria: debe hacerle saber a los estadistas distraídos que la Revolución es una amenaza para toda América y representa la ruina para los estancieros españoles. Incluso asegura que hay rumores de una manifestación del Cuerpo Diplomático contra las ejecuciones de Zamalpoa, y le pregunta a Celestino si el Ministro de España apoya esa protesta.

Con horror, Celestino dice que eso sería una afrenta enorme a la Colonia, pero reconoce que para el Ministro haber sido enviado a América fue un destierro. Finalmente, le asegura a Banderas que la Colonia actuará sobre el Ministro. Don Santos responde satisfactoriamente a esa promesa de enfrentamiento y asegura que los españoles radicados en América tienen intereses contrarios a los de la Diplomacia; esta última desconoce la realidad americana, cuya política está regida por tres patas: el criollo, el indio y el negro. Don Celestino celebra las ideas de Banderas y le promete su ayuda.

Banderas se queda solo otra vez y mira por la ventana. Santa Fe está en pleno festejo de ferias otoñales, una celebración que persiste desde la época de los virreyes españoles. Entretanto, se oye el canto de un negro ciego, que habla de un noble, Diego Pedernales, que desoyó las obligaciones de su sangre.

Libro segundo: El Ministro de España

La escena se traslada al caserón donde se instala la Legación Española. Allí se encuentra El Barón de Benicarlés, Ministro Plenipotenciario de Su Majestad Católica, un hombre grandote y snob, propenso al chusmerío. El día de Santos y Difuntos, llega a la Legación Don Celestino, con actitud de reverencia y nervioso por la tarea que se le ha encomendado. Lo recibe el Barón con gesto maligno y burlón, mientras le quita las pulgas a su perro que al ver a Celestino ladra violentamente.

El Barón le pregunta al recién llegado qué novedades hay de la Colonia, y él responde, con mucho nerviosismo, que ante la crisis que cruza a los revolucionarios y al General Banderas, él se ve inclinado por apoyar a este último, ya que es la única garantía de orden frente al caos de la Revolución. Como el Barón de Benicarlés sugiere que toda revolución termina por volverse prudente, Celestino afirma que el ideario revolucionario es grave porque altera los fundamentos sagrados de la propiedad, proponiendo la aberrante idea de que el indio puede ser dueño de tierras, lo cual va sin dudas contra el capital español.

El Barón, con sorna, le recrimina ese ultimátum, y Don Celestino responde nervioso que no es un ultimátum, sino un pedido de la Colonia de adoptar una orientación en contra de la Revolución. El Barón dice que, a pesar de su renombre, Don Celestino no es aún el Ministro de España, aunque puede serlo fácilmente, si escribe a España pidiendo el traslado del Barón a Europa, algo que él mismo apoyaría con creces. Don Celestino se muestra muy interesado, pero el Barón lo interrumpe fríamente para ordenarle que le pida a los españoles que se mantengan neutrales y dejen de entorpecer el trabajo del Cuerpo Diplomático. Con eso, el Ministro despide a Don Celestino, quien al salir, derrotado, se desquita violentamente con un indio que está limpiando el zaguán y con el moreno que maneja su carruaje.

Libro tercero: El juego de la ranita

Como todas las tardes, el Tirano anuncia que se ha acabado la hora del trabajo e invita a jugar al juego de la rana en el Jardín de los Frailes, un paraje frente al mar. Juega con codicia, sin inmutarse por el ruido de las descargas de fusil que se escuchan todas las tardes, a la hora de las sentencias de muerte a revolucionarios.

A la sombra de un toldo, una india vieja, Doña Lupita, vende bebidas y comida. El General Banderas se le acerca y le pregunta si gana dinero, y ella le dice que muy poco. Le cuenta que estuvo a punto de ahorcarse con una soga, pero luego la salvó un ángel; también le cuenta que reza a la Santa de Lima por que el Tirano gobierne mil años. Banderas le pide que ofrezca bebida a los que juegan con él, y ella se disculpa por tener pocas copas, exponiendo que un rato antes pasó un coronel borracho y le hizo añicos el resto de las copas, y se fue sin pagar los gastos. El Tirano le dice que debe denunciarlo y la mujer sugiere que ella no podría pagarle al abogado, pero aquel le responde que a su sala de audiencias puede acceder cualquier persona de la República, y con ello ordena al Licenciado Sostenes Carrillo que quede a cargo del caso.

A continuación, mientras las vieja prepara las bebidas, Tirano Banderas y Sostenes Carrillo se burlan de ella. Le insisten para que diga el nombre del general que rompió sus copas, pero la mujer se niega, porque no quiere ser vengativa. Entretanto, el Mayor Abilio del Valle abre con su facón un coco de agua y se lo da al Tirano. Este último le dice al Mayor que le de parte de ese coco a Doña Lupita, para que si está envenenado ella también muera al beberlo. La mujer bebe el coco, asegurando que no está envenenado. Entonces Banderas vuelve a insistirle para que revele el nombre del general borracho y ella termina por confesárselo al oído.

El Tirano abandona el juego de la rana y se cruza con un grupo de soldados, entre los cuales está el Coronel-Licenciado López de Salamanca, Jefe de Policía, que le anuncia que el acto de las Juventudes Democráticas está anunciado para las diez en el Circo Harris, y fue convocado por Don Roque Cepeda. El Tirano asegura que la propaganda de ideales políticos, siempre que se desarrolle en el marco de la ley, es un derecho ciudadano y es apoyado por su gobierno. El Jefe de Policía promete vigilar el acto y obrar según la ley, y el Tirano le asegura con naturalidad que si las cosas salen mal, podrá presentar su renuncia.

Por último, Banderas le pregunta al Licenciado si prosiguió con sus averiguaciones respecto de las viciosas costumbres del Cuerpo Diplomático y le pide que se presente por la noche en su despacho para contarle las novedades. Se despide de él afirmando que su política es el respeto a la ley.

Análisis

Más allá del prólogo y el epílogo, toda la novela se divide en siete partes, cada una con un título particular. Luego esas partes se dividen en libros - que también llevan títulos específicos-, y estos, a su vez, se fraccionan en apartados, señalados con números romanos. Esta excesiva fragmentación de la narración implica que la novela está construida a partir de retazos, cuadros o instantáneas que van armando un conjunto. Además, contribuye a complejizar la noción de tiempo en la novela: esas escenas que retratan los apartados no son temporalmente consecutivas, sino que parecen darse de manera simultánea o, incluso, desordenada. Por lo tanto, el tiempo en la novela no avanza cronológicamente, más bien parece ser un tiempo inmóvil. Únicamente entre el prólogo y el epílogo será contundente el avance temporal.

En esta primera parte, el lector presencia el otro costado de la disputa política que plantea la novela. El Presidente Don Santos Banderas busca sofocar la Revolución que pretende derrocarlo, con el apoyo de la Colonia Española, representada por Don Celestino. La cuestión se complejiza cuando se revela que el Cuerpo Diplomático y el Ministro de España, representante del gobierno de España en esta región de América, dan crédito a las difamaciones que circulan sobre el despótico Banderas, y se muestran favorables al curso que propone la Revolución. Es por eso que en esta primera parte se verá la estrategia de Banderas para convencer a Celestino Galindo de que rectifique la orientación del gobierno de la “Madre Patria”, para que apoye su gobierno.

En el libro primero, se presenta la figura del Presidente Don Santos Banderas. Se lo ve de regreso de un fusilamiento de insurrectos (revolucionarios) en Zamalpoa, mirando por la ventana, y su actitud tranquila desentona con la violencia del suceso que acaba de presenciar. Ese es un rasgo propio de este personaje: su adaptación natural para la violencia y falta de sensibilidad. Su gobierno estará marcado por la violencia desenfrenada y cruel. De hecho, una de las imágenes que él observa con calma desde la ventana es el castigo de un reo a manos de un grupo de soldados: la imagen de la tortura es de alto impacto, la profusión de chorros de sangre, metaforizada como ramos: “El greñudo, sin un gemido, se arqueaba sobre las manos esposadas, ocultos los hierros en la cavación del pecho: Le saltaban de los costados ramos de sangre…” (50). Lo mismo sucede mientras juega al juego de la rana, en el libro tercero, ajeno al sonido de los fusilamientos: “Las sentencias de muerte se cumplimentaban al ponerse el sol, y cada tarde era pasada por las armas alguna cuerda de revolucionarios. Tirano Banderas, ajeno a la fusilería, cruel y vesánico, afinaba el punto apretando la boca” (63).

Santos Banderas encarna en la novela los rasgos estereotípicos del tirano: es cruel, despótico, dispuesto a llevar adelante cualquier crimen con tal de cumplir sus propósitos, y muy hábil a la hora de tergiversar la realidad y orientar las leyes para su beneficio. A estos rasgos, se les suman las particularidades del ámbito hispanoamericano: a pesar de ser él mismo un indio (que participó en el Perú de las guerras contra los españoles), es temido por los indios, es odiado por los criollos y criticado por los extranjeros. Esa tipificación queda representada en su aspecto físico, pues no tiene rasgos humanos, sino que aparece siempre descrito con una mueca, como una máscara o una calavera. En ese tratamiento, que también se verá en otros personajes, Valle-Inclán plasma los recursos deformadores del esperpento: el personaje es cosificado, deformado como si se tratara de un títere poco humano, insensible y autómata, y eso marca un distanciamiento con respecto al lector. A su vez, el narrador interviene con expresiones valorativas y claros juicios de valor que degradan al gobernante y lo parodian: lo llama “cruel” y “vesánico”, lo desautoriza con el diminutivo “Generalito” y con el apodo “Niño Santos”, o lo designa como “momia”. De esta manera, se evidencia que el narrador adopta tanto para los revolucionarios como para el Tirano y sus seguidores el mismo tono burlón y distanciado. En esa “esperpentización” de lo político, el relato quita solemnidad al conflicto y expone la dimensión ridícula de un proceso histórico trágico.

En el discurso del Tirano a Don Celestino se filtran varias cuestiones que tendrán resonancias más adelante: “Me congratula ver cómo los hermanos de raza aquí radicados, afirmando su fe inquebrantable en los ideales de orden y progreso, responden a la tradición de la Madre Patria” (51). Anticipa allí un tema importante de la novela: la distinción entre comunidades étnicas en esta región americana (negros, indios, criollos y españoles) y las disputas que hay entre ellas. También menciona a la “Madre Patria” para referirse a España, con lo cual se pone de manifiesto la pervivencia de nociones de sesgo colonialista en esta región de América: a pesar de los procesos de independización de los pueblos americanos, en el siglo XX España sigue siendo concebida como madre patria, esto es, como origen y como autoridad. Esta cuestión signará a lo largo de la novela la disputa política que enfrenta a los revolucionarios, a Santos Banderas y a los españoles de España.

En el libro segundo se presenta al Barón de Benicarlés, Ministro Plenipotenciario de Su Majestad Católica, miembro de la denominada “Legación Española”. Responde directamente a la Corona española y la representa en esta república americana, con lo cual se confirma la fuerte injerencia que España tiene todavía sobre esta región. Fiel a su estilo, el narrador se refiere a él con descripciones grotescas y despectivas: lo trata de “desvaído figurón”, de “carcamal diplomático”.

En esta sección, se da una disputa política incómoda entre Don Celestino y el Ministro: el primero fracasa en convencer al segundo. Humillado por su superior, Don Celestino se desquita reproduciendo la violencia con personajes de rangos sociales inferiores (un indio y un negro): “Don Celes experimentó todo el desprecio del blanco por el amarillo: -¡Deja paso, y mira, no me manches el charol de las botas, gran chingado!” (62). Ingresa así el tema de la lucha de clases en la novela (que muchas veces coincide con la diferencia de razas) y el modo en que circula la violencia en la novela, de las clases más altas a las inferiores. En este caso, esa condición social inferior no solo está dada por una posición económica menor sino también por su raza. En la configuración social de esta sociedad, los españoles y los criollos, como Celestino, tienen más derechos y mejor posición social que los indios y los negros. Una excepción es Santos Banderas, un indio que logró imponerse y ascender socialmente. Sin embargo, lejos de solidarizarse con otros indios, se comporta de manera violenta y despectiva hacia ellos.

Por último, en la conversación entre el Tirano y el Jefe de Policía, el lector se entera de que un tal Don Roque Cepeda organiza un acto opositor. Con hipocresía, el Presidente asegura que “...la propaganda de ideales políticos, siempre que se realice dentro de las leyes, es un derecho ciudadano y merece todos los respetos del Gobierno” (67). Pero esa defensa de la libertad de expresión es falsa: pronto se verá que él persigue a quienes piensan distinto que él y lleva un control secreto de todas las actividades políticas que se desarrollan en su República. De hecho, en seguida el Jefe de Policía devela que está llevando adelante, a pedido del tirano, un espionaje de las actividades y las “costumbres viciosas” del Cuerpo Diplomático.