Mil soles espléndidos

Mil soles espléndidos Imágenes

La guerra

Gran parte de la novela transcurre en un contexto bélico, por lo que las imágenes de la guerra son abundantes. En la segunda parte del libro, se narra un evento de la vida cotidiana atravesado por el miedo a las bombas que estallan sobre la ciudad. La imagen se vale tanto de elementos visuales como sonoros:

A menudo ocurría durante la comida, cuando babi y ella estaban sentados a la mesa. Al oír el sonido, levantaban la cabeza como un resorte y lo escuchaban con el tenedor en el aire y sin masticar. Laila veía el reflejo de sus rostros en la ventana y sus sombras inmóviles en la pared. Y después del silbido se oía la explosión, por suerte en alguna otra parte. Expulsaban entonces el aire, sabiendo que se habían salvado de nuevo, mientras que en otra casa, entre gritos y nubes de humo, alguien escarbaba frenéticamente con las manos desnudas tratando de sacar de entre los escombros lo que quedaba de una hermana, un hermano, un nieto (p. 163).

Los sonidos de las bombas y de la artillería son una constante que acompaña la vida de los personajes. En este pasaje, Laila yace en el sillón, meditando sobre su vínculo con Tariq, mientras que en el exterior "(...) se oía el estruendo lejano de la artillería y, más cerca, una larga ráfaga de disparos, seguida de otras" (p. 174). Más adelante, la familia completa está sentada en la cama, y afuera "(...) los misiles silbaban cruzando el cielo, y las fuerzas de Hekmatyar y Massud seguían combatiendo sin descanso" (p. 176). Finalmente, una de las imágenes de la guerra más detallada es aquella en la que una bomba impacta sobre la casa de Laila:

Sonaba como... ¿un tintineo?
Un tintineo no. No. Un silbido.
Laila dejó caer los libros. Alzó los ojos hacia el cielo, haciendo pantalla con una mano.
Entonces se produjo un espantoso estallido.
Y a su espalda hubo un destello blanco.
El suelo se movió bajo sus pies.
Algo cálido y potente la golpeó por detrás y la levantó por los aires. Y Laila voló, retorciéndose, dando vueltas en el aire, viendo el cielo, luego la tierra, luego el cielo, luego la tierra. Un gran pedazo de madera en llamas pasó velozmente por su lado. También pasaron mil pedazos de cristal, y a ella le pareció que los veía todos individualmente volando a su alrededor, girando lentamente, reflejando la luz del sol por un lado y por otro, con preciosos arcoiris diminutos (p. 180).

Las ciudades Herat y Kabul

En la novela hay dos ciudades de especial relevancia: Herat y Kabul. La primera imagen de Herat se describe a través de los ojos de Mariam:

Al borde del claro había una atalaya que a Mariam le gustaba frecuentar. Se sentaba allí, sobre la hierba cálida y seca, y contemplaba Herat, que se extendía a sus pies como un tablero de juegos infantiles, con el jardín de las Mujeres al norte de la ciudad, y el bazar Char-suq y las ruinas de la antigua ciudadela de Alejandro Magno al sur. Mariam distinguía los minaretes a lo lejos, como gigantescos dedos polvorientos, y las calles que, imaginaba, bullían de gente, carros y mulas. Veía las golondrinas que descendían en picado y volaban en círculos, y las envidiaba porque habían estado en Herat. Las golondrinas habían volado por encima de sus mezquitas y bazares. Tal vez se habían posado incluso en los muros de la casa de Yalil, o en los escalones de entrada de su cine (p. 34)

Más adelante, Mariam describe nuevamente Herat, pero ya no desde la distancia, sino mientras la recorre:

Nana también se equivocaba sobre la ciudad. Nadie la señaló con el dedo. Nadie se rió de ella. Mariam recorrió los bulevares ruidosos y atestados de gente, flanqueados de cipreses, dominados por un trasiego constante de transeúntes, gente en bicicleta y garis tirados por mulas. Nadie le arrojó ninguna piedra ni la llamó harami. De hecho, apenas le dirigieron la mirada. Inesperada y asombrosamente, allí no era más que una persona entre otras muchas. Se detuvo ante un estanque de forma ovalada que había en el centro de un gran parque, donde se cruzaban varios senderos de guijarros. Maravillada, acarició los hermosos caballos de mármol que bordeaban el estanque y contempló el agua con ojos opacos. También observó a unos niños que botaban barquitos de papel. Vio flores por todas partes, tulipanes, lirios, petunias, iluminados sus pétalos por el sol. Había gente paseando por los senderos, sentada en los bancos, tomando té (p. 35).

Por otro lado, la primera imagen de Kabul también se presenta desde la perspectiva de Mariam:

Mariam echó un rápido vistazo a la estrecha calle sin asfaltar en que estaba situada la casa de Rashid. Los edificios de aquella calle se apiñaban unos contra otros, compartiendo muros, y tenían pequeños jardines rodeados por tapias que los aislaban de la calle. La mayoría de los tejados eran planos, hechos de ladrillos cocidos, otros de barro del mismo color grisáceo que las montañas que rodeaban la ciudad. Por las alcantarillas que separaban la acera de la calzada a ambos lados de la calle fluía agua fangosa. Mariam vio pequeños montones de basura cubiertos de moscas esparcidos por la calle (p. 59).

Más adelante, a través de imágenes sonoras, visuales y olfativas, se describe la ciudad en un día de invierno:

Mariam despertó a la mañana siguiente con el sonido de una sierra y un martillo. Se envolvió en un chal y salió al patio cubierto por la nieve. La densa nevada de la noche anterior había amainado y ya sólo se notaba el cosquilleo de unos ligeros copos dispersos. No soplaba el viento y el aire olía a carbón quemado. Kabul se hallaba sumido en un silencio sobrecogedor, cubierto por un manto blanco, liberando espirales de humo aquí y allá (p. 86).

En la tercera parte del libro, Kabul vuelve a ser descrita bajo la nieve de otro invierno:

La primera nevada de la estación fue ligera, los copos se derretían al tocar el suelo. Luego se helaron las carreteras y la nieve se amontonó en los tejados y tapó las ventanas cubiertas de escarcha. Con la nieve llegaron las cometas, que en otro tiempo dominaban los cielos invernales de Kabul, y eran ahora tímidas intrusas en un territorio gobernado por misiles y aviones de combate (p. 214).

Una de las últimas imágenes de Kabul presenta la ciudad destruida por los años de conflictos bélicos, esta vez desde la mirada de Laila:

Desde el taxi, Laila observaba las consecuencias de los combates más recientes, cuyo estruendo había oído desde la casa: viviendas convertidas en ruinas de piedra y ladrillo; edificios acribillados de boquetes por los que asomaban vigas caídas; coches quemados, destrozados, volcados, a veces apilados unos encima de otros; paredes plagadas de orificios de todos los calibres; cristales rotos por doquier. Vio una comitiva fúnebre camino de una mezquita, con una anciana vestida de negro que caminaba en retaguardia mesándose los cabellos. Pasaron por delante de un cementerio lleno de tumbas hechas con piedras amontonadas y raídas banderas shahid ondeando al viento (p. 240).

Las casas

A lo largo de su vida, Mariam vive en diferentes casas. Estos hogares cobran una especial importancia en su vida y a menudo son comparados unos con otros. El lugar en el que Mariam pasa toda su infancia es el kolba, una casa muy humilde construida por su propio padre:

En el claro, Yalil y dos de sus hijos, Farhad y Muhsin, construyeron el pequeño kolba donde Mariam iba a vivir sus primeros quince años. Lo levantaron con ladrillos secados al sol y lo cubrieron de barro y paja. Tenía una ventana y dentro había dos jergones, una mesa de madera, dos sillas de respaldo recto y estanterías clavadas a las paredes, donde Nana colocó sus vasijas de barro y su querido juego de té chino. Yalil le llevó una estufa nueva de hierro forjado para el invierno y apiló leña en la parte trasera del kolba. En el exterior instaló un tandur, un horno cilíndrico de arcilla para hacer pan sobre carbón, y un gallinero con una cerca alrededor. Junto con Farhad y Muhsin cavó un profundo hoyo a un centenar de metros del círculo de sauces y levantó una caseta que haría de excusado (p. 17).

Cuando Mariam va por primera vez a Herat y se aventura a buscar la casa de su padre, descubre el lujo y la hermosura de la casa de Yalil:

En los pocos segundos que estuvo en el jardín de Yalil, los ojos de Mariam captaron una reluciente estructura de cristal con plantas en su interior, las uvas de un emparrado, un estanque de peces construido con bloques grises de piedra, árboles frutales y arbustos de flores vistosas por doquier. Su mirada pasó por encima de todas estas cosas antes de encontrar un rostro al otro lado del jardín, en una de las ventanas de arriba. La cara permaneció allí apenas un instante, como un destello, pero fue suficiente. Suficiente para que Mariam viera sus ojos de espanto y la boca abierta. Luego desapareció. Apareció una mano y tiró de un cordón frenéticamente. Las cortinas cayeron (p. 39).

Después de la muerte de Nana, Mariam vive un tiempo en la casa de Yalil. En ese momento, el narrador detalla lo que ve Mariam del interior de la casa:

Dentro de la casa, Mariam también mantuvo la cabeza gacha. Caminó por una alfombra marrón en la que se repetía un motivo octogonal azul y amarillo, vio de reojo los pedestales de mármol de las estatuas, la parte inferior de jarrones, los bordes deshilachados de coloridos tapices que colgaban de las paredes. Las escaleras por las que subió con Yalil eran amplias y con una alfombra similar, clavada a la base de cada escalón. Al llegar a lo alto, Yalil la condujo hacia la izquierda, por otro largo pasillo alfombrado. Se detuvo delante de una puerta, la abrió e hizo pasar a Mariam (p. 43).

Pronto, Mariam se ve obligada a casarse y mudarse con su esposo a Kabul:

Cuando Rashid abrió el portón, Mariam se encontró en un pequeño jardín descuidado, en el que crecían con dificultad pequeñas franjas de hierba amarillenta. También vio un excusado a la derecha, en un lado del jardín, y a la izquierda descubrió un pozo con una bomba de mano junto a una hilera de árboles jóvenes y raquíticos. Cerca del pozo se alzaba un cobertizo de herramientas, una bicicleta apoyada contra la pared (pp. 59-60).

Momentos después, el narrador detalla aún más:

La casa de Rashid era mucho más pequeña que la de Yalil, pero comparada con el kolba de Mariam y Nana era una mansión. En la planta baja estaba el zaguán, la sala de estar y la cocina, donde Rashid le mostró los cacharros, una olla a presión y una ishtop de queroseno. En la sala de estar destacaba un sofá de piel verde pistacho. Tenía un desgarrón en el lado, con un tosco remiendo. Las paredes estaban desnudas. Había una mesa, dos sillas con el asiento de mimbre, dos sillas plegables y, en un rincón, una estufa negra de hierro forjado (p. 60).

Más tarde, la descripción de la casa se ve atravesada por la incomodidad de Mariam y se focaliza en los aspectos más negativos:

La mayoría de los días se quedaba en la cama, sintiéndose desorientada y perdida. A veces bajaba a la cocina, pasaba la mano por la encimera grasienta, el vinilo, las cortinas de flores que olían a guisos quemados. Observaba el contenido de los cajones, que no ajustaban bien, las cucharas y los cuchillos disparejos, el colador y las espátulas de madera astillada, que iban a ser los instrumentos de su nueva rutina diaria y le recordaban el vuelco que había dado su vida, dejándola desarraigada, desplazada, como una intrusa en la existencia de otra persona (p. 63).

Los personajes principales

La primera descripción de Mariam se presenta cuando ella misma se ve en el espejo, durante su casamiento con Rashid:

Le pusieron el espejo bajo el velo. En él, Mariam vio primero su rostro, las cejas sin forma, los cabellos lacios, los ojos de un verde tristón y tan juntos que habría podido pasar por bizca. Tenía el cutis basto, apagado y con granos. Su frente le parecía demasiado ancha, el mentón demasiado estrecho, los labios demasiado finos. La impresión general era de una cara larga, triangular, un poco como la de un sabueso. Sin embargo, Mariam también vio que, extrañamente, el conjunto de aquellas toscas facciones formaba un rostro que, sin ser bonito, no resultaba desagradable (p. 55-56).

Rashid es presentado a través de Mariam durante la misma ceremonia. En este caso, la imagen se compone a través del olfato y la visión:

Mariam lo olió antes de verlo. Desprendía un efluvio a tabaco y a una colonia fuerte y dulzona, muy distinta del sutil aroma que desprendía su padre. El olor le anegó los orificios nasales. De reojo y a través del velo, vio a un hombre alto, de grueso vientre y hombros anchos, que se inclinaba para pasar por la puerta. Su tamaño estuvo a punto de hacerle soltar una exclamación ahogada, y tuvo que apartar la mirada con el corazón latiendo desbocado.

Aun así, percibió que el hombre se demoraba en la puerta. Luego sintió sus pasos lentos y pesados en la estancia. El cuenco de almendras tintineaba al mismo ritmo. Con un ronco gruñido, el hombre se sentó en una silla al lado de Mariam. Resollaba (pp. 54-55).

Por otro lado, Yalil también se describe a través de la percepción de Mariam, en los primeros momentos de la novela, en los que ella tiene una visión idealizada de su figura paterna:

Suspendida en el aire, veía el rostro de su padre vuelto hacia ella con su amplia sonrisa torcida, sus entradas en el pelo, su hoyuelo en la barbilla —el apoyo perfecto para la punta del meñique de Mariam—, sus dientes, los más blancos en una ciudad de muelas cariadas. A Mariam le gustaba su bigote recortado y que, hiciera el tiempo que hiciera, Yalil siempre llevase traje en sus visitas —marrón oscuro, su color favorito, con el triángulo blanco de un pañuelo en el bolsillo del pecho—, además de gemelos y corbata, roja por lo general, que dejaba un poco floja. Mariam se veía también a sí misma reflejada en los ojos castaños de Yalil, con los cabellos ondeando, el rostro encendido por la excitación sobre el fondo del cielo azul (p. 27).

En cambio, la primera imagen de Laila se presenta en el momento de su nacimiento:

Se maravillaban al ver los claros cabellos de la recién nacida, sus mejillas sonrosadas, los labios como capullos de rosa, y los ojos verde jade que se movían bajo los párpados hinchados. Se sonrieron unos a otros cuando oyeron la voz del bebé por primera vez, un llanto que empezó como un maullido de gato y creció con toda la fuerza de un bebe saludable. Nur dijo que sus ojos eran como gemas (p. 99)

Las imágenes de Tariq se presentan a través de Laila, pero de manera fragmentada, cuando la chica lo compara con el resto de niños que conoce: "Tariq no era como otros niños, cuyos cabellos ocultaban cráneos cónicos y abultados. Su cabeza describía una curva perfecta y no mostraba defecto alguno" (p. 121). Luego, la joven lo recuerda:

Tariq le había enseñado palabrotas en pastún. A Tariq le gustaban las hojas de trébol con sal, y fruncía el ceño y emitía un pequeño gemido cuando masticaba, y debajo de la clavícula izquierda tenía una marca de nacimiento rosada que recordaba la forma de una mandolina vuelta del revés (pp. 132-133).

Las mujeres

Cuando Mariam se muda a Kabul, el aspecto y los comportamientos de las demás mujeres llaman mucho su atención. En el siguiente fragmento se detallan extensamente las características de las mujeres de Kabul:

En esa zona de Kabul las mujeres no eran como las que vivían en barrios más pobres, o en el que vivía ella con su marido, donde muchas se cubrían enteramente. Esas mujeres eran —¿qué palabra había usado Rashid?— «modernas». Sí, mujeres afganas modernas casadas con hombres afganos modernos a los que no les importaba que sus mujeres se pasearan entre desconocidos con el rostro maquillado y la cabeza descubierta. Mariam las vio caminando desinhibidamente por la calle, a veces con un hombre, en ocasiones solas, o también con niños de mejillas sonrosadas que llevaban zapatos relucientes y relojes con correa de cuero, y bicicletas con manillares altos y ruedas de radios dorados, a diferencia de los niños de Dé Mazang, que tenían marcas de mosquitos en las mejillas y hacían rodar viejos neumáticos con palos.

Esas mujeres hacían balancear el bolso al compás del frufrú de sus faldas. Mariam incluso vislumbró a una de ellas fumando al volante de un coche. Llevaban las uñas largas, pintadas de rosa o naranja, y los labios rojos como tulipanes. Caminaban sobre tacones altos y con prisa, como si las esperara siempre algún asunto urgente. Llevaban gafas de sol oscuras, y cuando pasaban por su lado, a Mariam le llegaba el aroma de su perfume. Ella imaginaba que todas tenían títulos universitarios, que trabajaban en edificios de oficinas, en despachos propios, donde mecanografiaban y fumaban y hacían llamadas importantes a personas importantes. Todas esas mujeres dejaron perpleja a Mariam, que de pronto fue consciente de su propia inferioridad, de su aspecto vulgar, de su falta de aspiraciones, de su ignorancia respecto a tantas cosas (pp. 74-75).

Los talibanes

Desde la llegada de los talibanes al poder, se enfatiza su crueldad y su despotismo. La primera aparición de los talibanes es en una plaza:

La voz del megáfono pertenecía a un joven delgado y barbudo que llevaba un turbante negro. Se hallaba sobre una especie de patíbulo improvisado. En la mano libre sostenía un lanzamisiles. Junto a él, dos hombres ensangrentados colgaban de cuerdas atadas a sendos postes de semáforos, con la ropa hecha jirones y los rostros hinchados de color morado (p. 255).

Luego, los talibanes recorren la ciudad anunciando las leyes que van a regir en el país:

Al día siguiente, Kabul se llenó de camiones. En Jair Jana, en Shar-e-Nau, en Karté-Parwan, en Wazir Akbar Jan y Taimani, camiones Toyota rojos recorrieron las calles. En ellos viajaban hombres armados, con barba y turbante negro. Todos los camiones llevaban altavoces desde los que se lanzaban proclamas, primero en farsi y luego en pastún (p. 256).