Luciérnagas

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La ciudad antes de la guerra

Cuando Eduardo recuerda la visión de la ciudad que él conoce previo a la guerra, se construye una imagen de un lugar ordenado, prolijo, pulcro y seguro, donde todo funciona a la perfección y está en su sitio, casi como si se tratara de una maqueta de ciudad y no de un espacio real. La descripción que el narrador realiza, focalizando en el recuerdo de Eduardo, es la siguiente:

Por las noches, el asfalto brillaba, negro, reflejando las luces de las grandes farolas donde silbaba el gas. Las altas siluetas de las casas, con sus cien ventanas encendidas, sus amplios portales llenos de luz, daban una sensación de paz y de seguridad inconmovibles. Los edificios altos, macizos, las anchas avenidas como la Diagonal y el Paseo de Gracia, se le antojaban símbolos de una firmeza indestructible. (80)

El mundo que el joven ve por la ventanilla le parece hermoso, pero, a la vez, lo desanima, porque allí todo parece ya resuelto y conseguido. Esa imagen de ciudad que presenta apacibles seres que transitan a pie y en automóvil por sus calles y que se trasladan a los restaurantes, bares y teatros parece una postal de un mundo feliz y despreocupado.

La ciudad atravesada por la guerra

A partir de que estalla la guerra en la ciudad de Barcelona, la ciudad comienza un proceso de degradación, veloz y constante. Las imágenes que se suceden de ese ámbito urbano, que antes supo ser ordenado y pulcro, están atravesadas por el humo, la basura acumulada, los destellos en la noche, los sonidos de sirenas y disparos, el ruido de los motores de los camiones que cargan hombres para ir al frente, las colas de gente desharrapada procurando un trozo de comida, botas de soldados que resuenan en su marcha sobre el asfalto, el olor a quemado y los edificios destruidos: "Sol, desde la terraza, vio arder los templos, la ciudad emborronada por grandes resplandores rojizos y el polvo negruzco del hollín" (44).

Algunos edificios cambian sus funciones o a las personas que los frecuentan, así, por ejemplo, en el paseo que Sol realiza con su hermano ven una iglesia convertida en cuartel o Eduardo descubre con asombro que los restaurantes y teatros que conocía y estaban destinados a la burguesía están ahora llenos de "turbas de gentes desharrapadas [...] sentándose con los pies sobre la mesa, escupiendo el suelo" (84).

El lecho de muerte de Daniel

El lugar donde reposa Daniel durante sus últimas horas, su lecho de muerte, genera una imagen patética. El enfermo yace, en una pieza pequeña con una ventana cerrada que da al patio, sobre un colchón que apenas tiene lana, dado que hace poco tiempo lo vació para venderla, está "cubierto por una sábana y una manta sucias. Hundido en la almohada, con la ancha boca como partiéndole la cara" (154). A su alrededor, un moscardón azul y brillante zumba y un vaho con un olor peculiar dan cuenta de que el lugar hace tiempo no está ventilado. Las paredes, cubiertas por grandes manchas de humedad y grietas profundas terminan de enmarcar el lugar horrible donde el enfermo pasa sus últimos minutos acompañado por su anciano padre que llora sobre su cuerpo.

El cadáver del padre de Sol y Eduardo

Hay algunas escenas que se presentan de manera cruenta, que parecen querer reflejar el horror de la forma más directa posible. Es el caso del momento en el que Eduardo recuerda su asistencia al Clínico para el reconocimiento del cadáver del padre, fusilado en una carretera. El horror invade al muchacho cuando observa un rostro que jamás puede olvidar: "Tenía la cara deshecha, a balazos saltaron sus facciones, y, en la nariz y la boca, grandes coágulos de sangre negruzca resbalaban viscosamente. Sólo sus ojos abiertos, desesperadamente abiertos, le miraban" (83).

Es tal la impresión que le causa esa visión que más adelante el recuerdo vuelve a su mente, aún más exagerado en el horror: "Imaginó su cabeza, abierta también, con la masa encefálica ensangrentada, resbalando fuera del cráneo, acechada por mil voraces insectos" (89).