El contrato social

El contrato social Resumen y Análisis Libro II, Capítulos 1-5

Resumen

La voluntad general es la que dirige las fuerzas de la sociedad hacia el interés común. Un miembro particular de la sociedad puede tener temporalmente los mismos intereses que la voluntad general, pero no compartirá esos intereses en todas las circunstancias. Por lo tanto, la soberanía es inalienable, y el soberano, ser colectivo, no puede ser representado por otra cosa que no sea él mismo. La soberanía es también indivisible: no puede fragmentarse en diferentes partes, como el poder legislativo y el poder ejecutivo. Según Rousseau, estas partes están subordinadas a la voluntad general y se limitan a poner en práctica los intereses de la sociedad.

La voluntad general siempre es recta y siempre promueve la utilidad pública. Sin embargo, las deliberaciones del pueblo no siempre se expresan por la vía adecuada para alcanzar el bien general. Rousseau distingue entre la voluntad de todos –la suma de todos los intereses en pugna dentro de una sociedad– y la voluntad general, la única que tiene en cuenta el interés común. Cuando existen asociaciones parciales en la sociedad, cada una desarrolla un conjunto particular de intereses que difiere del interés de la voluntad general. Si un grupo llega a ser lo suficientemente grande como para dominar a los demás, deja de haber voluntad general y solo se expresa la opinión particular de ese grupo. Es por eso que es importante, para Rousseau, que “no haya sociedad parcial en el Estado, y que cada ciudadano no opine sino por sí mismo” (p.72).

La principal preocupación del Estado es su propia conservación, y puede exigir cualquier cosa a sus miembros para asegurarlo. Un ciudadano debe prestar cualquier bien o servicio al soberano en cuanto este se lo demande. Pero el soberano no puede imponer a sus miembros obligaciones que no estén dirigidas al bien común. Además, el soberano solo puede ocuparse de asuntos que afecten a toda la población. Cuando la voluntad general se dirige a un objetivo particular, no persigue el bien común. De esta forma, el contrato social exige que todos los ciudadanos tengan los mismos derechos, para que el soberano no pueda exigir más a uno que a otro. Si así lo hiciera, sus decisiones se volverían particulares y diferirían de la voluntad general.

Rousseau se pregunta si el soberano puede exigir a los ciudadanos que sacrifiquen su vida por la conservación del bien común. Afirma que, aunque los hombres no tienen derecho a suicidarse, pueden arriesgar su vida con el fin de preservarla. En este sentido, un individuo puede arriesgar su vida para proteger el Estado. Dado que la finalidad del contrato social es la conservación de los contratantes, todos deben estar dispuestos, en tiempos de guerra y de crisis, a dar sus vidas para salvar las de los demás.

La misma lógica se aplica a la pena de muerte. Puesto que nadie quiere ser asesinado, debe consentir en someterse a la pena de muerte si se convierte en asesino. Todo criminal que rompe el contrato social se convierte en enemigo del Estado, deja de ser ciudadano y debe ser apartado de la sociedad para la protección de esta. Aunque Rousseau aprueba la pena de muerte en determinadas situaciones, también sostiene que una frecuencia alta de delitos indica un gobierno débil. El Estado solo debe condenar a muerte a las personas que no pueden ser reintegradas al cuerpo social. También tiene derecho a indultar, pero debe hacerlo con moderación para proteger la inviolabilidad de la ley.

Análisis

Rousseau reconoce que los individuos pueden tener intereses particulares que entren en conflicto con la voluntad general, y expresa su preocupación por el poder de facciones que quieran imponer sus intereses privados. Plantea que los intereses contrapuestos de los ciudadanos se anulan, y así es como la voluntad de todos se aproxima a la voluntad general. Pero cuando las personas forman asociaciones parciales, resulta más difícil expresar dicha voluntad. Por esta razón, Rousseau cree que cada ciudadano debe decidir su voluntad independientemente de sus conciudadanos. Se podría rebatir que las personas deberían discutir entre sí para reconocer cuál es el bien común. Sin embargo, Rousseau sostiene que la independencia de cada ciudadano es lo que impide que las asociaciones parciales distorsionen la voluntad general; así, el Estado promueve el bien común a pesar de las objeciones personales. Supongamos, por ejemplo, que el Estado decide establecer un impuesto para financiar la educación pública. Aunque casi todo el mundo estaría de acuerdo en que lo mejor para el bien común es tener ciudadanos educados, algunos individuos podrían no querer pagar este impuesto, como aquellos que ya no están en edad escolar y no reciben ningún beneficio personal por la educación pública. En este caso, apoyar el bien común significa abandonar el propio interés en favor del bienestar general.

Cuando se refiere al derecho a la vida y a la muerte, Rousseau vuelve a distinguir entre lo natural y lo social. Así, afirma que el Estado puede disponer de la vida de un ciudadano en cuanto sea funcional a la preservación de la sociedad; esto se debe a que la vida de un particular “ya no es solamente un regalo de la naturaleza, sino un don condicional del Estado” (p.78).

Rousseau establece la inalienabilidad de la soberanía, que consiste en que el pueblo no puede ceder la autoridad legislativa a una persona o grupo sin anular el contrato social. En el Libro I, sostiene que es imposible que una persona se entregue a otra sin renunciar también a su humanidad y moralidad. El mismo concepto se aplica en este caso. Si el soberano transfiere la autoridad legislativa a un individuo o a un grupo, los miembros de la sociedad dejan de tener obligaciones morales entre sí.

Rousseau también afirma que la soberanía es indivisible, lo que está ligado a la inalienabilidad. Dividir el poder soberano equivale a transferir una parte parcial del poder legislativo. Tanto la inalienabilidad como la indivisibilidad de la soberanía satisfacen la segunda condición de la legitimidad política de Rousseau: al obedecer la ley, cada persona se obedece a sí misma. Para que esto ocurra, el pueblo debe ejercer su autoridad soberana en todos los ámbitos.

En esta parte, Rousseau distingue entre ley y decreto, afirmando que la ley se refiere a la voluntad general, y el decreto a la voluntad particular. La ley solo puede imponer obligaciones a todos los miembros de la sociedad. En el capítulo 4 del Libro II, Rousseau establece que “el soberano no tiene nunca el derecho de pesar sobre un súbdito más que sobre otro” (p.76), porque, si lo hiciera, el soberano perdería su legitimidad. Es importante subrayar que la exigencia de generalidad va más allá de la formulación de la ley y se extiende a su aplicación. Para Rousseau, una verdadera ley debe aplicarse real o potencialmente a todos los que forman el cuerpo político.