Todos deberíamos ser feministas

Todos deberíamos ser feministas Resumen y Análisis Cuarta parte

Resumen

Chicos y chicas son distintos, dice Adichie, pero la socialización exagera las diferencias. Hoy es más probable que las mujeres sean quienes cocinan y limpian. No porque nacen con un gen de la cocina, dice la autora, sino porque durante años fueron socializadas para creer que la cocina es su papel (A pesar de esto, los reconocidos “chefs” en el mundo son hombres).

Adichie solía preguntarse qué hubiera sido de su brillante abuela si hubiera tenido las mismas oportunidades que un hombre. Hoy en día, dice Adichie, hubo cambios políticos que ampliaron las oportunidades a las mujeres. Sin embargo, la actitud y la mentalidad pesan más. Adichie propone criar a los niños y a las niñas centrándonos en su capacidad e intereses, no en su género.

Adichie conoce a una familia con dos hijos, una niña y un niño, igual de brillantes y similares en edad. Cuando el niño tiene hambre, los padres envían a la niña a cocinar. A ella no le gusta, pero debe hacerlo porque es mujer. Adichie se pregunta qué pasaría si los padres les enseñaran a ambos niños a cocinar, ya que además es una habilidad práctica para cualquier persona.

Adichie conoce a una mujer que tiene el mismo título académico y el mismo trabajo que su marido. Cuando vuelven de trabajar, es ella quien se ocupa de las tareas domésticas. Lo que llama la atención de la autora es que, una vez que él cambió el pañal del bebé, ella le agradeció. Adichie se pregunta qué pasaría si ella considerara normal ese comportamiento.

Adichie procura deshacer lecciones aprendidas sobre el género que interiorizó al crecer. Pero a veces se sigue sintiendo vulnerable ante las expectativas de género. Por ejemplo, cuando empezaba a dar clases de posgrado estaba preocupada. Tenía preparado bien el tema, pero no sabía qué ropa ponerse para ser tomada en serio. Porque por el hecho de ser mujer tenía que “demostrar” su valía. No se puso la ropa que quería porque tenía miedo de “resultar demasiado femenina” (p.45), así que optó por un conjunto muy masculino y muy feo. Cuando un hombre va a una reunión de trabajo, no teme que lo tomen o no en serio por su atuendo, pero una mujer sí.

Adichie se arrepiente de haberse vestido así aquel día, porque de haber tenido más confianza de sí misma, se habría sentido más cómoda, verdadera, y sus alumnos se habrían beneficiado más de sus clases.

Adichie decidió no volver a avergonzarse de su feminidad. Es “felizmente femenina” (p.46). Dice que le gusta llevar tacones y pintalabios, y la “mirada masculina”(p.47) le resulta anecdótica.

Análisis

Muchas veces se intentó desbaratar la lucha feminista con el argumento de que las leyes y la políticas de los últimos tiempos ya habrían culminado con la desigualdad entre los géneros, en gran parte gracias a la inserción de las mujeres al mercado laboral. Algo de esto aparece insinuado al inicio del discurso de Adichie, cuando trae a colación las objeciones que recibe cuando se pronuncia feminista: un amigo sostiene que la lucha feminista ya no tiene sentido, puesto que no hay una situación de desigualdad en la actualidad, y toda injusticia relativa al género estaría resuelta. Lo cierto es que la inserción al mercado laboral no acabó con los padecimientos sufridos por las mujeres por el solo hecho de ser mujeres. En instancias anteriores de este análisis ya hemos visto situaciones de desigualdad en el ámbito laboral, como diferencias en salarios, techo de cristal, minoría de mujeres en puestos de poder. Pero Adichie también trae a colación varios casos de desigualdad en la vida doméstica de las mujeres, que continúan teniendo que cumplir con roles asociados históricamente a su género (como la cocina, la limpieza, etc), incluso siendo profesionales con responsabilidades, con independencia económica, con las mismas aptitudes, estudios, el mismo cargo que otras personas con las que conviven (marido, hermano) que, por el solo hecho de ser varones, quedan automáticamente exceptuados de tales tareas.

El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, uno de los libros más emblemáticos jamás escritos sobre el tema de la mujer y su situación de desigualdad histórica y ontológica respecto del varón, fue publicado en 1949. Ya en el momento de su publicación, hace más de setenta años, había un gran número de mujeres, al menos en Francia y otros países europeos, que gozaban del privilegio de ser profesionales y, por lo tanto, autónomas económica y socialmente. Ya podían trabajar, pero su camino tropezaba con muchos obstáculos, varios de los cuales siguen perturbando la supuesta “igualdad” entre los géneros al día de hoy. Entre ellos, que las mujeres, por más que tengan el mismo trabajo que un varón, muchas veces deben ocupar más horas de su tiempo en tareas que socialmente se le asignan por su género, como cuidar su aspecto físico, mantenerse “atractiva”, criar hijos, cocinar, mantener limpia la casa. En su ensayo, De Beauvoir intenta explorar las particularidades de esta desigualdad, y luego concluye necesario que hombres y mujeres, para alcanzar la victoria de la igualdad y la libertad, afirmen realmente su fraternidad. La cultura debe modificarse, y este cambio deben darlo las personas. Son las sociedades quienes construyen la cultura, y es necesario reconstruirla.

Es necesario, entonces, reconstruir la cultura en lo relativo al género porque el poder de la cultura, de la historia, es demasiado grande: lo que recibimos, entendimos, comprendimos al crecer habitará con nosotros para siempre, incluso cuando configuremos opiniones críticas frente a ello. Así lo demuestra Adichie cuando reconoce que incluso ya siendo feminista, al dar una clase de posgrado, no podía evitar preocuparse por lo que vestiría. ¿Por qué? Porque los estereotipos de género hacen carne en las personas criadas y educadas bajo su influencia, y sugieren, históricamente, que la inteligencia y valía en un varón no serán cuestionadas por su aspecto físico, pero en una mujer sí. “Quería que me tomaran en serio” (p.45), admite Adichie, lamentando que para “ser tomada en serio”, en el caso de ser mujer, no parezca suficiente haber estudiado seriamente y ser una seria profesional. Una mujer debe demostrar que sabe (mucho más que un varón), y en esa “demostración” parece jugar un rol importante su aspecto: para ser respetada profesionalmente, una mujer no debe lucir demasiado “femenina”, puesto que, en la cultura patriarcal, la “feminidad” no se asocia a la inteligencia ni a la aptitud profesional.

Esto sucede porque el concepto de mujer, tal como fue construido históricamente en la cultura, posee un conjunto de atributos negativos con los que no cuenta el concepto de varón. Beauvoir desarrolla este problema en El segundo sexo, ensayo que nace como consecuencia de que la autora, abocada desde siempre a la filosofía, reciba una pregunta particular: si ella escribía o pensaba de un modo especial por el hecho de ser mujer. Beauvoir resalta lo significativo de este cuestionamiento, que jamás hubiera recibido un varón que también escribiera sobre filosofía, sobre el pensamiento humano, puesto que, como descubre la autora francesa, el hombre es la Humanidad, mientras que la mujer es solamente la Mujer. A un varón no se le hubiera ocurrido (o al menos hasta el momento no se le ocurrió) escribir un libro sobre la singular situación que ocupan los varones en la humanidad. Porque el varón no piensa en sí mismo como un individuo de determinado sexo a la manera en que piensa en la mujer. La desigualdad que denuncian Beauvoir, Adichie y los feminismos en general se basa en que la relación de los dos sexos no es la de dos polos: el hombre representa a la vez el positivo y el neutro (se dice “los hombres” para representar a “los seres humanos”). La mujer aparece como el negativo, ya que toda determinación le es imputada como limitación.

La situación que plantea Adichie acerca de su preocupación por no lucir demasiado “femenina” para “ser tomada en serio” es de por más ilustrativa de esta problemática que devela Beauvoir. Hay un tipo humano absoluto que es el tipo masculino. La mujer, en cambio, se piensa como “atada” a su sexo: tiene ovarios, un útero, un cuerpo que determina su subjetividad como no sucede en el varón. De la mujer se dice, históricamente, que su pensamiento está afectado, limitado, por su sexo: es supuestamente histérica, inestable, debido a sus glándulas. El hombre también tiene una anatomía, tiene hormonas, testículos, pero esto no parecería ser tenido en cuenta como algo que limite sus capacidades intelectuales. El varón, tal como plantea Beauvoir, considera su cuerpo como una relación directa y normal con el mundo que él cree aprehender en su objetividad, mientras considera el cuerpo de la mujer como apesadumbrado por todo cuanto lo especifica. La humanidad es macho y el hombre define a la mujer no en sí misma sino con relación a él. Históricamente, el hombre no considera a la mujer un ser autónomo. La mujer se determina y se diferencia con relación al hombre, y no este con relación a ella. Él es el Sujeto, ella es la Otra. Ella, volviendo a la situación planteada por Adichie, debe esforzarse por ser tomada “en serio”, es decir, por ser considerada “sujeto”, cuando en el hombre eso está dado por sentado. Para demostrar su valía en términos intelectuales, la mujer debe intentar hacer desaparecer los rastros de “feminidad” que la alejarían de la categoría de sujeto absoluto, asociada al varón.

El peligro de repetir una y otra vez las cosas, decía Adichie al inicio de su libro, es que terminan considerándose naturales. A lo largo de la historia, durante siglos, se construyó esta desigualdad entre los géneros, de modo que las sociedades acaban aceptándola como algo incuestionable. “Las mujeres y los hombres son distintos”, dicen muchas personas para justificar una desigualdad que, sin embargo, es arbitraria: las diferencias en la anatomía no tendrían por qué traer aparejadas las particularidades que se asocian a los géneros al día de hoy. El tema es que esa es la historia que se contó durante siglos.

El problema de los estereotipos, planteaba Adichie al inicio de Todos deberíamos ser feministas, es que “hacen de una sola historia la única historia” (p.5). La misma autora publica un discurso, en 2018, titulado El peligro de la historia única, donde habla de racismo y de las historias que se cuentan desde el poder sobre los pueblos menos poderosos. Sin embargo, su teoría bien podría aplicarse a la desigualdad entre los géneros. “Es así como creamos la historia única, mostramos a un pueblo como una cosa, una sola cosa, una y otra vez, hasta que se convierte en eso” (2018:3), denuncia Adichie sobre el discurso eurocentrista sobre los países africanos y el efecto que esto tiene en la cultura universal. “Es imposible hablar sobre la historia única sin hablar del poder”, dice la autora nigeriana, puesto que las historias se definen por el principio del poder. “Cómo se cuentan, quién las cuenta, cuándo se cuentan, cuántas historias son contadas en verdad depende del poder” (2018:3). No es novedad decir que los varones escriben la historia de nuestra civilización, y no es coincidencia, por lo tanto, que este género esté en una situación de poder respecto del género femenino. La situación de poder se construye históricamente, y al mismo tiempo se otorga a quien se hace del poder la potestad de contar la historia. “El poder es la capacidad no sólo de contar la historia del otro, sino de hacer que esa sea la historia definitiva” (2018:4), sentencia Adichie en su discurso. Por todo esto, es necesario reconstruir la historia, reparar la desigualdad de poder en la cultura, para poder crear una sociedad más justa e igualitaria.