La marca en la pared

La marca en la pared Resumen y Análisis Parte 2

Resumen

La narradora descarta la idea del clavo por las dimensiones de la marca. Sin embargo, a pesar de la intriga que le genera, no quiere levantarse y chequear de cerca, en primer lugar, porque prefiere seguir reflexionando sobre su origen y, además, porque es posible que aun así tampoco pueda determinar su naturaleza. Esto la lleva a pensar en lo misteriosa que es la vida y en qué poco control podemos ejercer sobre lo que nos rodea; de allí, el flujo de la conciencia la empuja hacia el recuerdo de las cosas que perdió: jaulas de pájaros, aros de hierro, patines, un órgano y muchas joyas. La narradora piensa que la vida es vertiginosa, que está llena de desperdicios y que todo resulta demasiado casual y desordenado.

La narradora determina que la marca en la pared no es un agujero. Tal vez se trata de una sustancia negra generada por una hoja de rosa que quedó pegada en la pared desde el verano. Esto no le parece improbable, puesto que se reconoce como una mala ama de casa, y lo confirma cuando observa el polvo sobre la chimenea, que le hace pensar en el polvo que enterró a la mítica ciudad de Troya. Un árbol golpea la ventana y la narradora desea que nunca nada la interrumpa, puesto que quiere dedicarse solo a pensar y a estar tranquila.

Para recobrar la concentración, piensa en algo concreto: Shakespeare. Lo imagina sentado en una silla, mirando el fuego mientras las ideas caen del cielo sobre su mente. Pero este tren de pensamiento la aburre, por lo que se propone pensar en algo agradable. En un nuevo fluir de la conciencia, nota que siempre busca embellecer la imagen que tiene de ella misma, una idea sobre la que sigue reflexionando hasta llegar a la conclusión de que esto es propio hasta de las personas modestas.

La narradora considera que tal vez todas las generalizaciones en las que incurre con su forma de pensar no valen nada. Luego, la idea misma de generalizar la empuja a evocar almuerzos y paseos dominicales, formas de hablar sobre los muertos, ropas y hábitos. Esto la lleva a pensar en el concepto de regla, en que existen reglas para regular absolutamente todo y en cómo estas determinan la realidad de las personas. La narradora se pregunta entonces cómo se establecen los puntos de referencia para ubicarse en el mundo, y luego se responde: si una es mujer, el punto de referencia lo marca el hombre. El punto de vista masculino es lo que establece el estándar y la norma, como la Tabla de Precedencia de Whitaker, que fija un orden jerárquico para todos los integrantes de una sociedad. Sin embargo, agrega, aquella Tabla de Precedencia perdió legitimidad después de la guerra.

Análisis

El descubrimiento de la marca en la pared empuja a la narradora a pensar en los antiguos habitantes de la casa y en lo que ellos podrían haber colgado allí si la marca hubiese sido dejada por un clavo. Luego, reflexiona sobre las condiciones de la vida misma, que, tal como creían los modernistas, eran casuales, dominadas por el azar, vertiginosas y cargada de eventos banales. Desde la perspectiva de Virginia Woolf, y de muchos escritores del primer tercio del siglo XX, la vida moderna está llena de cosas inútiles que aparentemente significan algo pero que en verdad pueden desecharse fácilmente. La vida misma tiene un ritmo veloz, y la realidad solo puede experimentarse de forma fragmentada, como si uno estuviera dentro de un tren que pasa a toda velocidad y solo pudiera vislumbrar el exterior en pleno movimiento. Tal como ella lo plantea: “¡Si uno quiere comparar la vida con algo, habría que hacerlo con salir despedida por el túnel del metro a ochenta kilómetros por hora y aparecer del otro lado sin una sola horquilla en el cabello!” (p. 9). Esa es la sensación que tiene la narradora de lo que es estar viva: una sucesión constante y a toda velocidad de imágenes, hechos y sensaciones. Y es en este sentido que el flujo de pensamiento que estructura su relato mejor se asemeja a la experiencia de la vida en tanto sucesión vertiginosa, fragmentada y muchas veces inconexa de experiencias.

En otro pasaje del relato, la narradora cuestiona con intensidad la arbitrariedad de la vida moderna:

Para demostrar cuán poco control tenemos sobre nuestras posesiones, qué fortuita es la vida aun después de todos estos años de civilización, déjenme hacer un recuento de algunas de las cosas que perdemos a lo largo de la vida, comenzando por la que siempre me ha parecido una de las pérdidas más misteriosas… ¿Qué gato mordisquearía, qué rata roería, tres latas celestes con herramientas para encuadernar? Y estaban las jaulas de los pájaros, los aros de hierro, los patines de acero, los cubos para el carbón estilo Queen Anne, la tabla de bagatelas, el órgano, todos perdidos; y las joyas también. Ópalos y esmeraldas yacen bajo las raíces de los nabos. ¡Qué asunto tan trivial por cierto! (p. 8)

Los elementos que la narradora menciona haber perdido sirven para señalar fragmentos de vida que la memoria trata de reconstruir, aunque se presentan todos de forma fragmentada, como si fuera imposible recomponer la idea de un todo. Así, estos fragmentos de memoria tampoco son suficientes para reconstruir con eficacia la historia de la marca en la pared. Tal como los presenta el fluir de la conciencia, los objetos de la memoria no están ordenados históricamente y no se pueden contextualizar. Sin embargo, la narradora (y la propia autora, puede aventurarse), no está preocupada por el pasado sino por el presente, y la memoria se actualiza siempre en función de la actualidad, aunque esta sea confusa y prácticamente inaprehensible.

La vida es, podría aventurarse, la preocupación principal de la narradora, aquella que atraviesa todas sus reflexiones. Esto se manifiesta en algunas sentencias breves que se intercalan antes de largas exposiciones cargadas de recursos estilísticos y que conforman un rasgo característico de la prosa de Woolf. En el siguiente pasaje, por ejemplo, se consigna como frase introductoria: “Y después la vida” (p. 9). Y a dicha frase le sigue la imagen de una flor que se abre como una doble representación: en primer lugar, del inicio de la vida y del entregarse al mundo y, en segundo lugar, del goce estético y la maravilla que suscita el mundo empírico sobre la narradora: “Los gruesos tallos verdes tirando suavemente hacia abajo para que el capullo de la flor, al abrirse, nos invada con su luz púrpura y roja” (p. 9).

Además de las reflexiones sobre la vida, la autora manifiesta un profundo interés por la naturaleza del conocimiento y se cuestiona la posibilidad del ser humano de saber realmente algo sobre el mundo y la realidad que lo rodea. Este cuestionamiento de la realidad y de los métodos de intelección es una marca de época que atraviesa no solo a artistas del movimiento modernista, sino a todo el paradigma artístico e intelectual. Si el siglo XIX se había caracterizado por una fe ciega en la intelección del hombre y su capacidad de comprender y explicar el mundo, el siglo XX se caracteriza por la crisis de esta fe propia del positivismo, que se manifiesta en todas las dimensiones del quehacer humano. En ciencias cabe destacar, sin ir más lejos, la teoría de la relatividad formulada por Albert Einstein o la teoría cuántica de Max Planck, que pusieron en jaque los paradigmas de la física y abrieron el panorama a nuevas formas de concebir el conocimiento. En la literatura, esta crisis de la capacidad de comprender el mundo queda plasmada en cuentos como “La marca en la pared”. La narradora lo explicita, y añade luego una nutrida serie de imágenes que ilustran la nueva perspectiva, que considera el saber como algo fragmentado e incapaz de ser reconstruido como una totalidad: “En cuanto a decir qué son los árboles y qué son los hombres y las mujeres, o si existen tales cosas, no estaremos en condiciones de hacerlo en, digamos, cincuenta años. No habrá nada más que espacios de luz y oscuridad atravesados por gruesos tallos, y más bien en lo alto, tal vez, manchas con forma de rosa de vagos colores, tenues rosas y azules que, con el tiempo, se volverán más definidos, se volverán no sé qué cosa…” (p. 9).

Esos tenues manchones de colores que la narradora espera que ganen definición representan el conocimiento, algo difuso, sin contornos definidos, apenas esbozado, que quizás se esclarezca en el futuro, aunque por el tono del relato, su protagonista no parece muy convencida de que esto vaya a suceder.

Conforme avanza el relato, los pensamientos de la narradora se vuelven melancólicos y evocan imágenes de muerte y de oscuridad que luego se unen a la imagen del nacimiento. Así, la narradora ilustra con su pensamiento una extraña experiencia del mundo físico, llena de imágenes oníricas y de realidades insinuadas que se aproximan a la vida desde una perspectiva que es, en parte, lúdica, pero que, al mismo tiempo, está cargada de un tono amenazante y pesimista.

El relato continúa: los pensamientos profundos se superponen fácilmente a los triviales; la marca no importa por sí misma, sino por todo lo que dispara en el mundo interno de la narradora. Asimismo, otros elementos de la realidad física que rodean a la narradora, como, por ejemplo, un árbol que golpea el vidrio, empujan también sus pensamientos en una dirección, aunque ella busca encauzarlos y ordenarlos según sus propias intenciones. Este esfuerzo tiene algo de éxito cuando piensa en Shakespeare, pero pronto admite que eligió algo aburrido en lo que concentrarse.

Luego, la narradora manifiesta su deseo de lograr “dar con una línea de pensamiento agradable, una línea de la que, indirectamente, me sienta orgullosa” (p. 10). Este deseo dispara una reflexión sobre qué es lo que hace que un pensamiento sea agradable, y la narradora reconstruye en su mente una situación hipotética: se encuentra en una reunión en la que se habla de botánica y trata de participar para dar una imagen positiva de sí misma al resto de las personas. En este momento, la narradora realiza una de las reflexiones más complejas e interesantes de su relato: la relación entre el mundo interno de lo subjetivo y el mundo externo de lo concreto. Sin la vida interior que un individuo construye (y que la autora sintetiza en la imagen que uno tiene de sí mismo), el mundo sería un lugar inhabitable. Esto pone el interés, entonces, en la perspectiva subjetiva de la realidad, y no en las formas concretas del mundo que rodea a un individuo. Tal como menciona la narradora, los nuevos escritores “dejarán cada vez más de lado la descripción de la realidad en sus historias, dando por sentado que todos las conocen” (p. 11) y se concentrarán más en explorar las profundidades de la psiquis humana. Así, como ya se ha mencionado anteriormente, Woolf procede como muchos artistas modernistas que se interesan por la vida interna de sus personajes antes que por la acción en su concepción tradicional.

El fluir de la conciencia deriva en una reflexión sobre las generalizaciones que suele realizar el pensamiento. Entonces, la narradora reconoce que hay muchos aspectos de la vida que están sujetos a reglas y estructuras de la realidad: hay “una regla para cada cosa. La regla de los manteles en ese momento en que fueron bordados, con pequeñas divisiones amarillas (...). Manteles de otro tipo no eran verdaderos manteles” (p. 11). Así, la narradora descubre una rigidez que estructura los hábitos de la cultura y que limita las rutinas de todos los individuos de una sociedad: “Qué espantoso, y a la vez, qué maravilloso era descubrir que estas cosas reales, los almuerzos de domingo, las caminatas, las casas de campo y los manteles, no eran completamente reales, que en verdad eran casi fantasmas, y la condena para el que no creía en ellos era tan solo una sensación de ilegítima libertad” (p. 11).

El hábito se consolida en la repetición de un orden rígido, disciplinario, masculino y victoriano que gobierna la vida social y delimita, también, la vida individual. Luego, la narradora señala que la Primera Guerra Mundial ha alterado el orden de la sociedad y la estructura civilizada (un tema común en los escritos de los modernistas en ambos lados del Atlántico), y que tales reglas en la actualidad se presentan como meros fantasmas que “irán a parar a la basura” (p. 12). En la sección siguiente veremos cómo estas ideas presentan al lector una visión crítica que pone de manifiesto el carácter patriarcal de la sociedad occidental de principios de siglo XX, y contra la cual la narradora se rebela.