El laberinto de la soledad

El laberinto de la soledad Resumen y Análisis “Conquista y Colonia” y “De la Independencia a la Revolución”

Resumen

Conquista y Colonia

En el inicio del ensayo, Octavio Paz observa que cuando los españoles llegaron a Mesoamérica se encontraron con un conjunto diverso de civilizaciones complejas. Una de ellas, la azteca, se hallaba en una situación análoga a la de Roma cuando impuso su dominio imperial en el Viejo Mundo. En los dos casos la homogeneidad cultural se logra por la mezcla y la unión de diferentes tradiciones culturales. El Imperio azteca consiguió la unificación política y religiosa refundiendo y sistematizando las creencias y las jerarquías de las absorbidas culturas mesoamericanas.

El gran Estado azteca estaba en su momento de mayor plenitud cuando Cortés se presenta a las puertas de Tenochtitlán. Es entonces cuando Moctezuma interpreta la llegada de los españoles como el fin prematuro de una era cósmica. En su concepción cíclica del tiempo, el fin de una era significa el inicio de otra y el abandono de los dioses, el remplazo por otras divinidades. Pero para el pueblo azteca esto ocurre en un momento en el que se encaminaba hacia la madurez, y joven como era, se dejó llevar por la fascinación que le producía su propia destrucción. En la religión azteca, los dioses Huitzilopochtli y Quetzalcóatl representan, respectivamente, el instinto de la vida y de la muerte. Frente a los españoles, la prevalencia del instinto de muerte revela que “el pueblo azteca pierde de pronto la conciencia de su destino” (p.87). Cuauhtémoc lucha sabiendo que va a ser derrotado, abandonado por aliados, vasallos y dioses. Es así como ocurre la caída de la sociedad azteca, a la que le sigue una generalizada aceptación de la muerte en el mundo mesoamericano.

A continuación, Octavio Paz analiza la Conquista desde el lado de los conquistadores. Nación excéntrica, España experimenta la conquista como un emprendimiento a la vez medieval y renacentista. Por un lado, Cortés es como un guerrero medieval que defiende sus intereses individuales, los del rey y los de la fe, tres poderes de arraigo medieval: el feudalismo, la monarquía absoluta y la Iglesia. Pero, por otro lado, también es un aventurero que se arriesga a lo desconocido, y se hace valer de la ciencia, la técnica, los sueños y las utopías renacentistas para realizar su hazaña. Es importante tener en cuenta esta condición contradictoria, a la vez cerrada y abierta, para entender el trasplante cultural que realiza España en América. Así como los aztecas impusieron unidad por sobre la diversidad cultural de los pueblos mesoamericanos, los españoles postulan un solo idioma, una sola fe, un solo Dios. Construyen un orden hecho para durar, cerrado e inamovible. Pero también trasplantan la apertura hacia lo universal y lo ultraterreno, expresada en las formas artísticas del Renacimiento. Esta apertura permite que los indígenas, huérfanos de dioses y de correspondencia cósmica, encuentren por medio de la fe católica su lugar en el mundo.

A diferencia de la protestante Nueva Inglaterra, la católica Nueva España no les niega a los indígenas un lugar en el orden colonial, aunque este sea en lo más bajo de la pirámide social. Con esto Paz no quiere desmentir los horrores y abusos de la conquista, sino que quiere remarcar el carácter contradictorio y vivo de la colonia, en la que “todos los hombres y todas las razas encontraban sitio, justificación y sentido” (p.93). El catolicismo se convierte en un refugio para los indígenas, pero es un refugio que exige una adhesión pasiva. El apogeo del catolicismo en Hispanoamérica coincide con el de su decadencia en Europa, y su filosofía petrificada les niega a los nuevos creyentes la posibilidad de expresar su singularidad. Esto explica la pobreza de las creaciones religiosas mexicanas y la persistencia de las tradiciones precortesianas que se superponen a la cosmología cristiana. Los artistas barrocos hispanoamericanos no perciben un conflicto entre la fe y la razón, sino entre la petrificación de la religión y su curiosidad intelectual y espiritual. Para Paz, la poetisa Sor Juana Inés de la Cruz es quien mejor encarna este conflicto. Su soledad es la de la mujer y la de la intelectual que se atreve a “concebir el mundo como un problema o como un enigma, más que como un sitio de salvación o perdición” (p.103), en una época que bloquea su avidez y su expresión original. El silencio final de Sor Juana representa la condena de un orden colonial cerrado, que el mexicano deberá romper para ser él mismo.

De la Independencia a la Revolución

Desde fines del siglo XVII –observa Paz– la relación entre las colonias hispanoamericanas y la Metrópoli se deteriora, permaneciendo solo por inercia. Las reformas borbónicas, con su ciencia y filosofía ilustradas, no consiguen restaurar esos lazos que las unían como si fueran un mismo “organismo viviente” (p.106). Es así como la Independencia sobreviene como “disgregación del cuerpo muerto del Imperio y nacimiento de una pluralidad de nuevos Estados” (p.107). Paz reconoce dos tendencias en los movimientos de independencia: una europea, liberal y utópica que concibe a Hispanoamérica como un conjunto de naciones libres, y otra tradicional, que solo busca acelerar el proceso de desintegración del imperio español. Pero, a diferencia de lo que ocurre con la Independencia norteamericana, donde los revolucionarios se proponen crear una nueva nación, en Hispanoamérica las clases dirigentes que conducen la Independencia no cambian la estructura social de las colonias, y se consolidan como herederas del viejo orden desintegrado. Para Octavio Paz, las constituciones liberales y democráticas que inauguran las nuevas naciones hispanoamericanas son una máscara que oculta la supervivencia del sistema colonial.

En México, la guerra de Independencia no es solo una protesta de la aristocracia local contra los abusos de la Metrópoli. Es también una lucha del pueblo contra la aristocracia local. El problema en México son los grandes latifundios, y los movimientos de independencia tienen una matriz de reforma agraria. Sucede entonces que en España los liberales toman el poder, amenazando con destruir los privilegios de la Iglesia y de la aristocracia en Hispanoamérica, por lo que estas dos castas se unen a su antiguo contrincante, el pueblo, en resguardo propio. De esta manera, la Independencia inicia con la caída del virreinato de Nueva España y con el surgimiento de un nuevo imperio, el Imperio mexicano. Durante más de un cuarto de siglo, distintas facciones luchan mientras el país se desintegra, perdiendo contra Estados Unidos más de la mitad de su territorio.

Finalmente, en 1857 los liberales logran erigir una constitución y aplicar las Leyes de Reforma, con las que la Independencia se consuma como negación de la herencia española, del pasado indígena y del catolicismo. Los liberales aspiraban a remplazar la doctrina católica por la afirmación de la igualdad ante la ley de los mexicanos en cuanto seres humanos racionales. Así como el catolicismo fue impuesto por una minoría de extranjeros, el liberalismo se instala por voluntad de una minoría nativa. Pero mientras el catolicismo ofrecía refugio espiritual para el pueblo indígena, el liberalismo remplaza el mundo ultraterreno por un futuro terrestre, olvidándose de la parte mítica y comunal del mexicano.

Rotos los lazos con el pasado y con la realidad mexicana, la Revolución liberal se debilita. La desaparición de la propiedad comunal indígena, otra de las aplicaciones de la Reforma, termina consolidando el carácter feudal de México y la nueva casta latifundista. En este contexto toma el poder Porfirio Díaz, y con él se restaura el viejo sistema colonial. Octavio Paz observa que, si bien el porfirismo pretende inspirarse en ideas liberales de progreso científico e industrial, estas ideas ocultan la concentración feudal de las tierras y el consecuente fortalecimiento de la casta terrateniente. En este período se pone en boga el positivismo como filosofía aparentemente moderna y científica, que en realidad justifica las jerarquías sociales con la teoría de la lucha por la vida y la supervivencia del más apto. Esta nueva filosofía solo servía para calmar la conciencia de la burguesía, sin ofrecerle nada a las clases bajas. De esta manera, la dictadura de Porfirio Díaz completa la obra de la Reforma, que funda México como una sociedad cerrada a su pasado y al exterior, solitaria y asfixiada por formas jurídicas y culturales que no expresan su realidad.

Justo Sierra es el primero en introducir la Filosofía de la Historia como respuesta a la soledad y malestar del mexicano. Él concibe México “como una realidad autónoma, viva en el tiempo” (p.121), cuya historia posee un sentido y una dirección. Luego, un grupo de jóvenes –entre los que se encuentran Antonio Caso, José Vasconcelos, Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña– continúan este impulso filosófico mientras critican el positivismo imperante. Mientras ellos buscan la verdadera revelación del ser mexicano, irrumpe la Revolución como manifestación de esa verdad. La Independencia y la Reforma son el producto de movimientos intelectuales y reflejo de las ideologías de la época, la Revolución mexicana está ausente de programas; la situación política y social y el reclamo de la nueva generación de intelectuales la anteceden, pero no la explican. La Revolución es “una explosión de la realidad” que se caracteriza por “la carencia de un sistema ideológico previo y el hambre de tierras” (p.127).

Los campesinos reclaman el calpulli, la propiedad comunal que existía antes de la Conquista, que fue eliminada por completo con el porfirismo. La Revolución del Sur y Emiliano Zapata son, para Paz, los que mejor expresan el problema agrario con el Plan Ayala, que exige la restitución y el reparto de tierras por medio de una legislación que otorgue los títulos correspondientes. Esta restitución implica un regreso a los orígenes y una reivindicación de la tradición más antigua, la del calpulli, que proviene del pasado indígena. El zapatismo en el sur y el villismo en el norte encarnan las aspiraciones populares, pero no pueden expresarlas en un plan orgánico. La “inteligencia” mexicana también se muestra incapaz de encausar en un sistema coherente la explosión popular. El carrancismo, facción triunfante de la Revolución, hace el esfuerzo de llevar a cabo la articulación de estas manifestaciones, revelando la insuficiencia ideológica de la Revolución. El resultado es la Constitución de 1917, que adopta el programa de los liberales, abriendo nuevamente “la puerta a la mentira y la inautenticidad” (p.131).

La Revolución manifiesta el deseo del mexicano de “reconciliarse con su Historia y con su origen” (p.132). Expresa su soledad en la medida en que el mexicano se rehúsa a ser salvado por un programa ajeno a su propio ser, soledad que a su vez expresa anhelo de redención y comunión. La fertilidad de la Revolución revela la profundidad cultural y artística de sus mitos y figuras heroicas, que marcaron la sensibilidad y la imaginación mexicanas. La Revolución es una fiesta, “un estallido de realidad” (p.134), revuelta y comunión, donde el mexicano se atreve a ser y comulga con el otro mexicano, imagen de sí mismo.

Análisis

“Conquista y Colonia” y “De la Independencia a la Revolución” son los dos ensayos de El laberinto de la soledad que más se detienen en las circunstancias históricas que condicionaron las actitudes y los comportamientos de los mexicanos.

En “Conquista y Colonia”, Octavio Paz sostiene que México nace en el siglo XVI “hijo de una doble violencia imperial y unitaria: la de los aztecas y la de los españoles” (p.90). Aquí retoma del ensayo anterior la idea de que la Conquista significó, simbólica pero también concretamente, la violación de la indígena por parte del español, lo que se traduce en una crítica a la imposición cultural y material de Europa sobre América. Pero agrega una circunstancia no menor: que el pueblo azteca también surge de una imposición, la de los aztecas sobre los pueblos mesoamericanos. Paz considera que estas imposiciones, al igual que la del Imperio romano, consiguieron la unificación cultural absorbiendo y refundiendo las diversas creencias y costumbres de los pueblos sometidos. Esto podría significar que el ensayista no solo coloca la dominación española y la azteca en el mismo lugar, sino que también reivindica la homogenización que esas dominaciones produjeron. Por eso, es necesario rescatar que Paz aclara en el ensayo que “mientras subsista esta o aquella forma de opresión, ninguna sociedad se justifica” (p.94), pero que su intención es comprender la sociedad colonial “como una totalidad viva y, por eso contradictoria”, del mismo modo en que se niega a ver “en los sacrificios humanos de los aztecas una expresión aislada de crueldad sin relación con el resto de esa civilización” (ibid.). En este sentido, intenta tomar una posición relativista y no discriminadora de las sociedades que analiza.

Paz sostiene que se debe comprender “el suicidio del pueblo azteca” (p.85) para explicar la Conquista de México. Los aztecas conciben la llegada de los españoles como una traición de sus dioses, que los han abandonado, pero también la interpretan como el fin de un ciclo cósmico y el comienzo de uno nuevo. Moctezuma recibe a Cortés resignado, pero también atraído por el vértigo que le produce su propia destrucción. Aquí Paz halla el origen de la “fascinada aceptación de la muerte” (p.87) de los pueblos mesoamericanos, que tiene que ver con la crisis de la espiritualidad azteca producida por la Conquista. La dualidad de la religión azteca implicaba un equilibrio entre el instinto de muerte y el instinto de vida que se rompe con la caída del imperio; la derrota de sus dioses y de sus jefes se traduce así en la victoria del instinto de muerte, que se convierte en condición psicológica del ser mexicano.

En el tema de la espiritualidad y el sincretismo, Paz sostiene que ante la situación de desamparo en la que se encontraban los indígenas, la fe católica les ofrece refugio y les da la posibilidad de “pertenecer a un orden vivo, así fuese en la base de la pirámide social” (p.92), algo que la fe protestante les negó a los indígenas norteamericanos. Pero he aquí que se presenta una situación paradójica, y es que España trasplanta a América la apertura renacentista que invita a la reconexión con el cosmos y a la creación singular, mientras establece un sistema caduco y en decadencia: “ofrece una filosofía hecha y una fe petrificada, de modo que la originalidad de los nuevos creyentes no encuentra ocasión de manifestarse” (p.99). Esto explica, para Paz, “la presencia imborrable de mitos indígenas” (p.97) en la religiosidad mexicana, puesto que el catolicismo se ve pobre ante la fecundidad de la espiritualidad precortesiana.

Nadie expresa mejor esta situación paradójica, que da origen a muchos de los “conflictos psíquicos” (p.95) de los mexicanos, que Sor Juana Inés de la Cruz. Paz cree que la lucha interna de Sor Juana se entabla “entre su vitalidad intelectual, su ansia por saber y penetrar en mundos mal explorados, y la ineficacia de los instrumentos que [le proporcionan] la teología y la cultura novohispana” (p.99). Padeciendo una doble soledad, la del intelectual y la de la mujer en una sociedad machista, Sor Juana termina renunciando a la escritura, lo que para Paz revela esa condición paradójica del orden colonial, a la vez abierto y cerrado, que sofoca al mexicano hasta provocar un intento de escape en el siglo XIX.

La Independencia se figura así como una reacción ante la crisis del orden colonial, que se deteriora como un cuerpo que muere. En “De la Independencia a la Revolución” se hace visible el modo en que Octavio Paz percibe a los individuos que integran una sociedad como partes de un mismo organismo vivo. Es importante tener en cuenta esta concepción organicista de las sociedades para entender la crítica que realiza Paz a la Independencia y a la Revolución, donde el problema radica en la implementación de ideas inorgánicas a la forma de ser del pueblo mexicano. Paz cuestiona las reformas borbónicas de los últimos años coloniales y las leyes liberales del período independentista y del porfirismo como ideas que “enmascaran la realidad en lugar de desnudarla o expresarla” (p.109). De esta manera, Paz sigue la línea de pensamiento inaugurada en México por Justo Sierra y continuada por José Vasconcelos y otros intelectuales que intentan comprender la realidad mexicana buscando la verdad oculta detrás de las máscaras impuestas por la ideología liberal.

Paz diferencia la Independencia mexicana de las otras emancipaciones hispanoamericanas por la cuestión agraria. El pueblo mexicano sufre por la distribución desigual de la tierra que se origina en la colonia y se consolida con la Reforma de 1857, y que termina de destruir las propiedades comunales que pervivían por herencia del calpulli indígena. Por otra parte, los liberales buscan remplazar la doctrina católica por una democrática, negándole al mexicano la comunión espiritual que le ofrecía el catolicismo. Es así como la Reforma “funda a México negando su pasado. Rechaza la tradición y busca justificarse en el futuro” (p.114). Pero esta fundación deja al pueblo en busca de una forma que lo expresa de forma orgánica. En este contexto, la dictadura de Porfirio Díaz, “heredero del feudalismo colonial” (p.117), acentúa el conflicto territorial, ocultando debajo de una máscara de progresismo científico e industrial el crecimiento de la casta terrateniente.

Dice entonces Paz que la Revolución mexicana irrumpe como “un movimiento tendiente a reconquistar nuestro pasado, asimilarlo y hacerlo vivo en el presente” (p.132). La Revolución es “fruto de la soledad y la desesperación” (ibid.) del mexicano, y concibe México “no como un futuro que realizar, sino como un regreso a los orígenes” (p.130). Esto se relaciona con el tema de la Historia y el Mito, porque la Revolución tiende lazos con la parte mítica del pasado que le permite al mexicano volver a la vida comunal que le fuera arrebatada. Es una revolución carente de ideas, pero que contempla la cuestión agraria, lo que se expresa en la vuelta al calpulli del Plan Ayala. Emiliano Zapata –al que Paz describe como un héroe mítico de “ardiente y esperanzada figura, que murió como había vivido: abrazado a la tierra” (p.128)– exige con su programa el reparto de tierras, afirmando que “toda construcción política de veras fecunda debería partir de la porción más antigua, estable y duradera de nuestra nación: el pasado indígena” (p.130). Sin embargo, la carencia de un sistema que pueda encausar la insurgencia popular lleva al movimiento revolucionario hacia la Constitución de 1917, por medio de la cual se vuelve a adoptar el esquema liberal. Por eso la Revolución queda, para Paz, en “la fiesta de las balas” (p.134): momento de comunión y “súbita inmersión de México en su propio ser” (ibid.) que se consume en un instante, para regresar luego a la realidad enmascarada que ahoga al mexicano.