El avaro

El avaro Resumen y Análisis Acto IV

Resumen

Escena 1

Cleanto, Mariana, Elisa y Frosina piensan una estrategia para desarmar el compromiso entre Mariana y Harpagon. Mariana siente que deberán resignarse, no quiere disgustar a su madre. Cleanto pide entonces ayuda a Frosina para ganarse la confianza de la madre de Mariana. La mujer acepta y también piensa cómo actuar en relación con Harpagon: asegura que si se lo rechaza, él mostrará rencor y no avalará el casamiento de los jóvenes. Lo que deben lograr entonces es que él mismo Harpagon quiera cancelar su compromiso con Mariana. El plan de Frosina es encontrar a una mujer madura que se pueda hacer pasar por una marquesa poseedora de grandes riquezas, que simule estar enamorada de Harpagon y dispuesta a darle toda su fortuna por contrato matrimonial. Según Frosina, Harpagon nunca podría rechazar la propuesta, porque ama a Mariana, pero más aún ama al dinero.

Escena 2

Llega Harpagon y anuncia a las mujeres que la carroza está lista y pueden partir. Cleanto dice que él las acompañará en nombre de Harpagon, pero el padre insiste en que irán bien solas y que, además, ellos deben hablar.

Escena 3

Harpagon y Cleanto hablan a solas. El primero le pregunta qué opina sobre Mariana como mujer, y el muchacho le responde que resulta menos maravillosa de lo que pensaba e intenta enumerar las supuestas cualidades negativas de la muchacha. Harpagon entonces dice que lo lamenta, porque había reflexionado y pensaba entregársela a él como esposa, puesto que Mariana es demasiado joven para él. Ante esto, Cleanto dice que bien podría hacer el esfuerzo de casarse con la muchacha si eso contentara a su padre, pero Harpagon sentencia que no puede haber matrimonio feliz de esa manera. Entonces Cleanto se sincera, confesando que ama a Mariana y que ella lo ama a él. Entonces en un aparte, Harpagon dice a público que esa era la información que quería conseguir cuando inició la conversación, y luego le dice a su hijo que deberá olvidar ese amor y casarse con la mujer que él le dispondrá. Cleanto, herido por el engaño al que lo sometió su padre, declara que no abandonará su pasión por Mariana y que, muy por el contrario, le disputará su conquista. Padre e hijo acaban desafiándose con insultos, y Harpagon lo golpea a bastonazos.

Escena 4

Irrumpe Maese Santiago, intentando frenar la violenta escena. Harpagon relata al Maese sus motivos y nombra a este "juez" de la situación. Maese Santiago le da la razón Harpagon y habla luego a solas con Cleanto, al otro lado del escenario. El joven da su versión de los hechos y Maese Santiago le da la razón. Luego se dirige a Harpagon y le dice que Cleanto hará lo que el padre ordene siempre y cuando lo trate mejor, y que se casará con la mujer que este le disponga, en la medida en que a él también le contente. Harpagon, sorprendido, le pide comunicarle al hijo que, fuera de Mariana, le dejará elegir a la mujer que quiera. Maese se dirige a Cleanto y le dice que su padre le concederá lo que desee siempre y cuando lo respete. El muchacho dice que si le concede a Mariana él lo respetará por siempre. Maese dice entonces Harpagon que su hijo está de acuerdo en todo con él.

Acabada la querella, padre e hijo agradecen a Maese Santiago por su acción. Harpagon le dice que su labor merece recompensa y mete su mano en el bolsillo, lo que hace creer que le dará una moneda, pero saca un pañuelo con el que se seca el rostro.

Escena 5

Padre e hijo, nuevamente a solas, se disculpan por su anterior comportamiento y se agradecen el uno al otro, conmovidos. En un momento, Cleanto le agradece explícitamente por haberle cedido a Mariana, y Harpagon irrumpe, diciendo que es Cleanto quien prometió renunciar a la joven. Vuelven entonces a discutir, reafirmando sus voluntades iniciales, hasta que Harpagon echa a su hijo de la casa y le anuncia que a partir de ese momento queda desheredado.

Escena 6

La Flèche, saliendo del jardín con un cofrecillo, le dice a Cleanto que lo siga, puesto que ha encontrado finalmente el tesoro de Harpagon.

Escena 7

Harpagon sale del jardín gritando, solo en el escenario, desesperado por hallar al ladrón. Expresa lleno de lamentos y de ira que le han quitado su razón para vivir, le dedica un discurso a su dinero robado y luego declara que someterá a una cruda investigación a todos los habitantes de la casa, puesto que todo el mundo le parece el ladrón.

Análisis

El enfrentamiento entre padre e hijo se acentúa en este acto y se establece como un conflicto por momentos trágico: Cleanto intenta engañar a su padre, hablando en desprestigio de Mariana, y luego Harpagon engaña a Cleanto, haciéndole creer por un instante que lo dejará casarse con Mariana, para así obtener la confesión que busca y castigarlo. La situación aparece gobernada por la ironía en tanto uno y otro no parecen estar al tanto de las tretas a las que se enfrentan. Ante la primera pregunta de Harpagon a Cleanto acerca de la joven en cuestión, el muchacho declara: “Si he de hablaros francamente, no la he encontrado como la había creído. Tiene trazas claras de coqueta, su talle es bastante desmañado, su belleza muy mediocre y su ingenio de los más comunes” (Acto IV, Escena 3, p.34). Esta respuesta es de naturaleza irónica: el público conoce los verdaderos sentimientos de Cleanto, así como su devota admiración por Mariana. El simulado desprecio del joven por su amada se sostiene durante algunas instancias del diálogo, y debe acomodarse en tanto Harpagon expresa su lamento: “yo te hubiese dado con gusto a Mariana de no ser por la aversión que atestiguáis” (Acto IV, Escena 3, p.34). Cleanto, creyendo sinceras las palabras de su padre, se desespera por no perder la inédita oportunidad sin, por ello, echar a perder el tono con que venía hablando: “Ciertamente no es mujer muy a mi gusto, pero por complaceros, padre mío, yo resolveré casarme con ella, si queréis” (Acto IV, Escena 3, p.34). Es por temor a desaprovechar el ofrecimiento tan anhelado que Cleanto decide sincerarse, confesando la verdad de su amor. Y, como tantas otras veces en esta obra, la sinceridad no es bien recompensada: “(aparte.) Contento estoy de haber sabido semejante secreto, y ello es precisamente lo que yo buscaba. (A su hijo.) Bueno hijo mío: ¿sabéis en qué ha de pensarse ahora? En libraros de vuestro amor, en cesar todas vuestras persecuciones de una mujer que pretendo para mí, y en casaros muy pronto con la que os destino” (Acto IV, Escena 3, p.35). Y develada la realidad, el vínculo padre-hijo no parece ofrecer más que engaños, traiciones, competencia y rispideces, por lo que la escena desemboca en un cuadro de violencia física en el cual Harpagon golpea a su hijo. Esto empeorará luego, después de la falaz reconciliación que lleva a cabo como mediador Maese Santiago. Este, en la nueva versión de sí mismo que no abraza la verdad, sino lo contrario, separa a Harpagon y a Cleanto y oficia de mensajero, con la particularidad de que falsea el mensaje de uno a otro, y la paz solo se conserva hasta que la verdad se vuelve a desnudar: ni el padre ni el hijo están dispuestos a ceder a Mariana. En la quinta escena de este acto Harpagon y Cleanto acaban por encontrarse como enemigos irreconciliables en una situación que resulta devastadora: el hijo maldice al padre, y el padre deshereda al hijo, quebrando así toda ilusión posible de armonía familiar y amor filial.

Sin embargo el momento más dramático de la pieza se da en la última escena de este acto y es representada únicamente por Harpagon. Se trata del soliloquio que este ofrece como consecuencia de una situación altamente dramática y desesperante para el protagonista, que es la desaparición del dinero que ocultaba hasta el momento en su jardín. El robo del cofrecillo provoca en Harpagon un quiebre emocional que lo lleva incluso a perder la noción de sí: “¿Quién es? ¡Detente! ¡Devuélveme mi dinero, bribón! (Alarga la mano y se aferra su propio brazo) ¡Ah, soy yo mismo!.. Mi espíritu se turba, e ignoro dónde estoy, quién soy y lo que hago” (Acto IV, Escena 7, p.38). El exacerbado apego que Harpagon tiene para con el dinero conduce a que su pérdida lo perturbe a un nivel insólito. Por un lado, esa perturbación se hace visible en el desdoblamiento: el protagonista agarra su propia mano y cree que él mismo se robó, o que su sombra le robó: el avaro desconfía hasta de su propia sombra. Por el otro, el discurso que Harpagon resulta un tanto excesivo si se tiene en cuenta que el destinatario es el dinero, ya que se asemeja en gran medida a un típico discurso amoroso. En efecto, si se reemplazara en su parlamento la palabra “dinero” por “amor”, el soliloquio funcionaría perfectamente como el momento desolado de alguien que sufre por la pérdida del ser amado:

¡Ah, mi pobre dinero, mi pobre dinero, mi querido amigo! Me han privado de ti, y puesto que me has sido quitado he perdido mi apoyo, mi consuelo, mi alegría. Todo ha terminado para mí, nada ya tengo que hacer en el mundo. Sin ti, me es imposible vivir. Es cosa hecha: ya no puedo más, me muero, muerto estoy, estoy enterrado… ¿No hay quien quiera resucitarme devolviéndome mi querido dinero o diciéndome quién lo ha tomado?

(Acto IV, Escena 7, p.38)

Las expresiones utilizadas por Harpagon en su parlamento recuerdan al discurso típicamente romántico: el protagonista de la pieza profiere sus palabras evidenciando un aumento progresivo de intensidad, pasando del lamento por la pérdida a la sentencia del sinsentido de la vida para luego desembocar en un sentimiento de muerte producto de la desesperación. Tal como había dicho Frosina en el acto anterior, nada ama Harpagon más que el dinero.

La última parte del soliloquio cuenta con una particularidad en términos escénicos, en tanto el protagonista rompe la “cuarta pared” e integra al público como receptor de su desesperado discurso:

Quiero apelar a la justicia y someter a cuestión de tormento a toda la casa: sirvientes, lacayos, hijo, hija y yo mismo también. ¡Cuánta gente reunida! No pongo la mirada en nadie que no me despierte sospechas, y todos me parecen el ladrón. ¿De qué hablan ahí? ¿De lo que me ha robado? (...) ¿Es el ladrón quien anda allá? Por piedad, si tenéis noticias del ladrón, decídmelas, os lo suplico. ¿No está oculto entre vosotros?

(Acto IV, Escena 7, p.38).

Si sospechar de sus hijos, sus sirvientes y hasta de su propia sombra constituía a Harpagon como una figura exacerbada de la avaricia, el final de este soliloquio eleva su carácter a niveles insospechados: el protagonista de la obra se dirige al público para acusar a los presentes de haberle robado su tesoro. Al mismo tiempo, atacado por la desconfianza que absolutamente todos a su alrededor le producen, Harpagon adelanta la aparición de una figura que aparecerá en el acto siguiente: el comisario, delegado de la justicia que someterá a investigación a cualquier miembro de la casa que le resulte sospechoso.